Muchos me han preguntado por qué dejé de escribir en este blog, y hay varias razones para ello. La primera –una obviedad, si quieren- es porque la huelga de hambre terminó. Terminó de manera imprevista y, en opinión de muchos –entre los que me incluyo- insatisfactoria. La segunda –no determinante, pero de cierto peso- es porque esta surrealista tarea dejó dolorosas huellas en mí. Aunque a algunos les resulte impensable, realmente no es fácil sobrellevar una relación constante y creciente con hombres y mujeres en riesgo de morir en cualquier momento. Todavía lo es menos cuando estos hombres y mujeres se enfrentan, además, al escarnio mediático –no me atreveré a decir popular-, al grosero insulto y a la humillación. Una tercera razón sería, además, el surgimiento de diferencias con ciertos miembros del sindicato. Finalmente, debo añadir a las razones de mi silencio que en cierto momento consideré que de continuar escribiendo podría perjudicar la estrategia del sindicato de electricistas. Aunque nunca ha sido mi deseo –ni lo es- defender al sindicato, sino, por el contrario, a los trabajadores que lo integran, no me pareció correcto añadir cizaña al ya de por si enmarañado fin de la huelga de hambre. Aunque yo estuve en desacuerdo con el repentino fin de la huelga de hambre (por razones distintas a las alegadas en los grandes medios, pero en desacuerdo al fin y al cabo) me pareció poco prudente sembrar más discordia sobre el tema. Y preferí callar.
Sin embargo, hay cosas que merecen ser dichas. La terrible campaña mediática que se desató al acabar la huelga, campaña que primero insinuó y luego afirmó sin pudor que la huelga de hambre había sido un montaje…¡que terrible fue! Nadie, ni desde dentro del sindicato ni desde los medios, salió a defender enérgicamente el honor de los huelguistas. Pensé entonces que el silencio del sindicato sería tal vez parte de su trato con el gobierno. La verdad, ignoro sus razones. Pero lo cierto es que el sindicato realizó apenas levísimos esfuerzos por desmentir los cargos de falsedad que de todas partes llovían. Y en menos de una semana, el rumor corría como la pólvora: ¡la huelga había sido un montaje!
La huelga no fue un montaje. Para ello puedo prestar mi palabra, ante los tribunales si hace falta, de que jamás, en todo el tiempo que estuve allí (que fue mucho), tuve el menor indicio de ello. Por el contrario, tuve el discutible honor de ser testigo de la degradación física y mental de estos hombres y mujeres. Los vi adelgazar, menguar y desfallecer. Los conocí en pie y vi como poco a poco iban medrando, como los huesos se les iban marcando, como ya no tenían fuerzas para levantarse del catre, como se retorcían de dolor, con las manos sobre el estómago y los dientes apretados para hacer ver que no sentían nada. Escuché sus alucinaciones, sus imprevisibles confesiones, mantuve difíciles conversaciones con ellos. Difíciles porque ya ni siquiera eran capaces de contestar preguntas. Difíciles porque sus pensamientos derivaban en zig-zag. Los escuché alucinar con comida, mientras me desglosaban interminablemente los ingredientes necesarios para cocinar su plato favorito. Supe de sus intimidades, de sus constantes diarreas y úlceras, de los dientes que se aflojan, del corazón que se desboca.
Y entonces terminó la huelga y un informe del IMSS declaró que no habían sufrido pérdida de masa muscular y se desató el infierno mediático. Muy hábiles, en el IMSS, por cierto. Naturalmente, podían haber añadido que solo uno de la decena de huelguistas que atendieron podía técnicamente haber sufrido pérdida de masa muscular, y este era Miguel Ibarra. Que sin duda la sufrió. Los demás eran los huelguistas de la “segunda tanda” y, naturalmente, al no haber superado los sesenta días en huelga de hambre era improbable que presentasen pérdida de masa muscular. Aunque si el IMSS tuviera que acudir a los tribunales seguramente alegaría que lo que querían decir es que “la mayoría de ellos no presentaba dicha pérdida”. La mayoría, claro, con excepción de Miguel Ibarra. Un desliz. Y al fin y al cabo, como ningún médico firmó el informe de marras, ni salió a declarar públicamente prestando así su nombre y su reputación a tamaña afirmación…¿qué importa?
El IMSS tuvo además la osadía de declarar que su personal había ofrecido alimentos sólidos a los huelguistas, alimentos que estos habían aceptado, y que la ingesta no había resultado dañina, con lo cual era evidente que la huelga de hambre era una farsa. De nuevo, ningún médico firmó el informe. Y no me extraña. Resulta inconcebible y surrealista que un médico se atreviera a ofrecerle comida sólida a un huelguista de hambre con más de ochenta (o cincuenta, en el caso del segundo grupo) días de ayuno. Un hecho así constituiría una irresponsabilidad absoluta por parte del médico, y dudo mucho que nadie en el IMSS se prestara a tamaña monstruosidad. Pero de nuevo, nadie firmó el informe, nadie declaró “si, yo fui, yo le di un filete a Miguel, a sabiendas de que llevaba 86 días sin comer y se lo comió sin problemas, cómo creen”. Porque simplemente, ningún médico se prestaría a algo así, del mismo modo que ningún médico operaría con un bisturí oxidado para luego declarar “ei, vengan a ver esto, el paciente no se infectó”. ¿Se imaginan? Yo reto al IMSS a que si puede saquen a declarar a los irresponsables que hicieron algo así, y a que luego los corran de su chamba. De lo cual deduzco que, lógicamente, y como marcan las normas médicas, ningún alimento sólido les fue proporcionado (a no ser que por sólido entiendan una gelatina), y que la declaración fue burdamente amañada.
Ah, y luego está el hecho de que Cayetano no acudió al IMSS. ¡Crimen! ¡Algo ocultaba! Yo doy fe de que Cayetano había decidido a qué hospital iría al salir de la huelga mucho, muchísimo antes de que la huelga fuera levantada. Llevaba siempre consigo el papel con su voluntad escrita –por si lo sacaban inconsciente, supongo- de a qué hospital debía ser dirigido. De esto fui testigo presencial y tengo pruebas. Esparza simplemente tuvo que respetar la voluntad de Cayetano. Y qué bueno que lo hizo, viendo los resultados. Me alegro de que por lo menos él escapara a la difamación que sufrieron los demás.
¿Y todavía se creen que fue una farsa?¿Qué vale un informe sin firma?¿Qué vale un informe que presenta como pruebas supuestas acciones increíblemente irresponsables que supuestos médicos anónimos habrían llevado a cabo para demostrar la falsedad de la huelga?¿Qué vale contras los cientos de pruebas fotográficas y videográficas que demuestran que sí, que la huelga fue real, contra los testimonios de cientos de personas, contra las secuelas, algunas de ellas graves, que padecen los que participaron en la huelga?
Y Miguel Ibarra. Pienso mucho en él. En como la atención súbitamente viró hacia su persona, pero no para bien, no para reconocerle su esfuerzo y su valentía, sino para difamarlo en el momento en que más débil estaba, para verter mentiras sobre él, sobre este hombre honesto que siempre permaneció a la sombra de Cayetano, sobre este hombre que cuando todos los demás decidieron irse decidió quedarse, tal vez, imagino, para no dejar a Cayetano solo con su terrible carga, aunque jamás recibió reconocimiento mediático alguno. Miguel Ibarra, el sindicalista más honesto, el menos ambicioso, el que nunca buscó hablar conmigo, hasta que, tachados todos los nombres, solo quedó él en mi lista.
Miguel Ibarra, me acuerdo de ti. Fuiste el único de los más de treinta huelguistas con quien hablé que te permitiste hablar, sin pudor alguno, frente a tu familia. Estaban allí, junto a ti, dos mujeres. Tu hermana y tu sobrina, si mal no recuerdo. Lo que sí recuerdo es que me sorprendió. Jamás hasta ese momento había conseguido que un huelguista aceptase ser entrevistado en presencia de sus seres queridos. Por vergüenza, quizá, o por miedo, no lo sé. Pensé –lo confieso- que, por estar ellas allí no me contarías tu vida. Pero lo hiciste. Te vi entonces como creo que eres, como un hombre honesto que no tiene nada que esconder.
Me hablaste de un diario que te robaron durante la huelga. Un diario personal que un día desapareció –nunca supiste quién o por qué se lo había quedado, si fue un compañero o fue una labor de inteligencia-. Ello te causaba pena. Me hablaste mucho de Juan Carlos, de hecho, me hablaste más de él que de ti. De la admiración que sentías hacia él, de cómo poco a poco os habíais ido conociendo, de cómo él te confesó un día que ya no aguantaba más y tú diste la cara y prometiste cumplir sus días en su lugar –y lo hiciste-. Hablabas así, pausado, pensando bien en lo que decías, tratando de hacerme entender las cosas, sin adornarte ni desmeritarte. He aquí un hombre, pensé, que conoce su justo valor (y me admiré).
Me recibiste sin sorpresa, como si me hubieses estado esperando, porque quizá ya sabías que inevitablemente iba a llegar hasta ti. Y me hablaste de tu Necaxa, de la gran presa, me hablaste de tu hijo, y de tu hija, y de cómo un día esperabas que ella, y junto con ella quizá más mujeres, pudiera comenzar a trabajar en la planta. Y lo decías así, sin pretensiones, como un hombre que no entiende por qué las mujeres de Necaxa se van a trabajar lejos de su tierra, cuando en Necaxa hay trabajo de sobras –había- y que ya es hora que ellas también sean ingenieras y electricistas.
Me hablaste de que te costaba estar sentado, de que no te gustaba encoger los hombros y agachar la cabeza, pero que ahora ya no aguantabas erguido (y yo, que nunca he sabido tenerme erguida en las sillas, me incorporé un poco, con algo de vergüenza). Me hablaste de tus compañeros de trabajo, del trabajo en el fondo de la planta generadora, donde el ruido es tan alto que los hombres hablan por signos en una eterna conversación silenciosa. Y entonces me fijé en tus gestos, los gestos de un hombre acostumbrado a hablar con las manos. De cómo ibas silbando a trabajar, de cómo te habías presentado al puesto de representante sindical porque vuestro líder no hacía las cosas bien, y habías ganado.
Pero lo que no me esperaba, lo que realmente me conmovió, fue cuando me dijiste que a pesar de tu puesto en el sindicato continuaste trabajando en la planta, y que preferías hacer las gestiones sindicales al acabar tu trabajo, como horas extras. Porque tú –como yo- creías firmemente que un sindicalista que no trabaja en el tajo no puede representar verdaderamente a sus compañeros. Y tú eras –eres- ante todo un hombre trabajador.
Me hablaste luego, triste, sobre los hombres que habían llegado para substituirte a ti y a tus compañeros. De las decenas de veces que oíste sonar la sirena de la ambulancia durante estos últimos meses, cuando en tu planta hacía años que no ocurría un accidente, y te estremeciste por ellos, esos hombres que se llevaron en la ambulancia –no sabes con certeza si vivos o muertos, pero sospechas que muertos-. Y vi que eras un hombre íntegro, uno de esos hombres que no necesitan siquiera hablar en términos de “revolución” o “justicia social” porque llevan una sólida e innombrable convicción en el alma, que demuestran sus convicciones con actos más que con palabras.
Y siento mucho, Miguel, que la prensa haya caído a traición sobre ti, que te hayan vapuleado sin saber quien eras. A ti, como a todos tus compañeros, tanto los que realizaron la huelga de hambre como los que no. A ti, de quien no conté su historia en su momento, a ti que siempre te moviste en la sombra, sin buscar protagonismo, como un actor secundario y que de repente te viste convertido, sin saber por qué, en el malo de la película. Y quisiera, Miguel, que sepas que espero que tus daños no hayan sido irreversibles, que espero que encuentres algún día tu diario, que espero que puedas regresar silbando al trabajo y volver a hablar en silencio con tus compañeros, que tu hija, si quiere, pueda ser tal vez ingeniera, que espero que algún día todos los sindicalistas sigan tu callado ejemplo de representar a sus compañeros no desde una oficina, sino codo con codo, trabajando con ellos, como hacías tú.
Y que pese a todos los malos tragos, pese a lo difícil que ha sido, pese a que no he logrado cambiar mucho –casi nada, de hecho-, quisiera deciros que ha sido un honor estar con vosotros, que ha sido un privilegio, un privilegio enorme, haber podido escuchar vuestras historias y haber recibido vuestra inmerecida confianza. Sé que cometisteis errores y también sé que a pesar de ello no merecíais lo que os sucedió, y espero –de verdad lo espero- que ganéis vuestra lucha, porque es justa. Y también quiero que sepáis que –solo para que conste en acta- fue la hija de un electricista quien contó vuestras historias.
Pero la última palabra la tendréis vosotros.
El 15 de Setiembre de 2010, feliz bicentenario de la independencia.
Altea Gómez publica en el blog un trabajador, una historia las historias de los huelguistas de hambre del SME.
Foto: lampara de diogenes