Ocho y treinta de la mañana. Una madre ojerosa con sendos niños (uno de cada mano) solicita mi taxi alzándome el codo. Toman asiento los tres y la madre me indica tres destinos distintos: Primero, el colegio del niño más pequeño. Luego, el colegio de la niña. Y por último, la oficina donde ella trabaja.
Durante el trayecto la madre se dedica a practicarle una trenza al pelo de la niña mientras en niño me pone el cristal perdido de huellas y babas. Al bajarse éste (y la madre con él para acompañarle de la mano al colegio) me quedo a solas con la niña (unos 7 años; rostro angelical). Volteo la cabeza y digo:
– ¿Cómo te llamas?
– Teresa – me dice.
– ¿Tu primer día de cole?
– Mi papá no pudo llevarme. Está de viaje muy muy lejos. Mi papá tiene un coche más grande que el tuyo.
– ¿En serio?
– Es que el coche de mi papá es un Mercedes, y el tuyo no – y me saca la lengua.
Entra la madre.
– ¿Se ha portado bien? – me pregunta.
– Sí. Muy rica, la niña…
– Le pediría, por favor, que se diera prisa. Ficho a las nueve…
Siete minutos después dejamos a Teresa en su colegio. Luego, durante ese último tramo del trayecto, la madre recibe una llamada:
– ¿Sí? Hola, cariño… (…) Ya están los dos en el colegio, sí. ¿Vendrás a tiempo para recogerles? (…) Bueno… entonces tendré que ir yo. A ver si puedo salir un poco antes del curro, porque si no… (…) Sí. Hoy Zoilo tiene logopeda y Teresa traerá deberes, así que me pondré con ella hasta la cena. ¡Mierda! Tengo que hacer compra… se acabó la leche y tampoco tenemos cereales… Venga, te dejo, que estoy llegando al trabajo… (…) Un beso, cariño.
Cuelga, suspira, me mira a través del espejo y me pregunta:
– ¿Tiene hijos?
– No – digo.
– Pues no los tenga nunca .
Llegamos a su destino, me paga y se marcha corriendo.
Pienso en ella, en su vida y en tantas otras vidas como la suya: Una vida que gira en torno a lo cotidiano. Frenética y sin embargo no vivida en su plenitud sino en la plenitud de otros, siempre pendiente de algo, siempre pendiente de alguien: cuadrar horarios, permanecer atenta, no poder permitirse aparentar siquiera la más mínima muestra de flaqueza. Y así un año tras otro y tras otro y tras otro y tras otro. Sin tiempo para dedicarlo a uno mismo o con tiempo para los otros que acaban siendo uno, o las franquicias de uno esparcidas según toque colegio o logopeda o clases de natación o flauta dulce o cumpleaños de Sandrita o parque de bolas o Zoo o deberes o desayunos, comidas, cenas y cama cuando toque, no cuando tengas hambre o sueño, sino cuando toque.
Yo no quiero eso- Yo no quiero hijos, ni que me invada ese instinto paternal del que hablan (que no es más que una llamada al relevo generacional, a la multiplicación de los panes y los egos en forma de miniyoes a su misma imagen y semejanza).
Tampoco sé qué coño hago currando a las nueve de la mañana. Dormí mal, es cierto (me quedé hasta tarde escribiendo y a las siete y media ya estaba despierto, con los ojos como platos; duermo poco últimamente).
Ahora, de hecho, me está entrando sueño. Apagaré el taxímetro y me iré directo a casa, sí, a echar una cabezadita. Puedo hacerlo. Ella, no.
Daniel Díaz es, según sus propias palabras taxista, o taxidermista (según la piel del viajante). Escritor a tiempo parcial y lector insaciable de espejos a jornada completa. Licenciado en Espejología del Profundismo por la Universidad Asfáltica de Madrid (UAM). Bufón y escaparatista de almas. Conduce un taxi desde donde observa la vida y vive en Madrid. Escribe en el blog Ni Libre Ni Ocupado. Síguelo en twitter @simpulso
Este texto no es copyleft y ha sido reproducido únicamente con permiso del autor.
Foto: Ni libre ni ocupado