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BAJO EL EFECTO DOPPLER: LA POÉTICA DE LAS BESTIAS.

Un recorrido  por la obra plástica de Marcos Castro.

Ese día cumplía diez años. Mi padre, de manera espontanea y fraternal, había decidido llevarme esa misma tarde al zoológico de la ciudad. La noticia llego a mí como un augurio que se filtraba por mis tímpanos, trastocando cada parte de mis articulaciones, haciéndome salivar y llevando mi cuerpo hacia una especie de euforia y algarabía infantil.

Siempre había querido ir, pero por alguna extraña razón, a causa del infortunio y del azar  esa experiencia se me había negado rotundamente. Pero esa tarde del primero de febrero del año de 1993 el destino quiso que aquella ocasión se me brindara esa oportunidad de manera sorpresiva y enajenante.

Recuerdo muy bien aquel  lugar, se trataba de una enorme prisión situada justo en medio de un cerro, cubierto de arboles de gran tamaño que obstaculizaban el libre paso de los rayos del sol. Una senda empedrada repleta de musgo, con hojas verdes y amarillentas  conformaba el camino laberintico hacia las estrechas jaulas de los animales.

La primer celda en cuestión era la de los monos, esos curiosos animales de aspecto familiar, y grotesco se columpiaban por las ramas generando una especie de berrido que retumbaba en los huesos de los visitantes. Yo estaba algo asustado, pero aun así nos acercamos un poco más para poder apreciar la fisionomía de aquellos individuos.

La experiencia no fue grata, se les notaba nerviosos, impacientes y algo hambrientos uno por uno se encaramaban en la jaula, disputándose los restos de una manzana que al parecer alguien había puesto ahí de manera servicial y poco prudente. Los observaba sin decir palabra alguna, veía cada parte de ellos, cada acción que se desarrollaba en la medida en que se sentían invadidos, era extraño pero una sensación de empatía empezaba embargarme. Continuamos el recorrido visitando cada una de las improvisadas celdas de nuestros anfitriones. Transitamos por los reptiles, las aves, y los roedores,  pasando también por los  brutales felinos que impactaban nuestras pupilas con su imponente figura.

Todo un desfile de imágenes bizarras, de impresiones enigmáticas y salvajes que se perdían en el verdoso fondo que albergaba la presencia de los espectadores.

Y ahí estaba yo, tomado de la mano de mi padre, viendo que en cada uno de aquellos habitantes había una similitud que nos enlazaba e identificaba, en ese entonces no podía describirlo con claridad, pero ahora tras largos años de distancia puedo decir que aquel extraño sentimiento no era más que un reflejo de mi mismo, una especie de eco que se esparcía a través de mi piel y mis extremidades.

Era como si en cada animal se encontrara albergado de forma profunda y siniestra cada parte de mí persona, cada partícula de mi ser esparcida en antropomórficas figuras.

Veo la obra de Marcos Castro como una  resonancia, una evocación de la inocencia, de la memoria, de las pasiones volcadas sobre imágenes surrealistas y salvajes, dentro de un mundo de bestias sin dueño. Historias que se cuentan en la medida en que la línea y los colores se disgregan por la mente del autor.

Al sumergirnos en las honduras  del trabajo de este artista, entablamos de manera inmediata una complicidad, que nos traslada hacia dimensiones recónditas de un paraíso terrenal propiamente diseñado para la intimidad, la revelación y los sueños.

Cada cuadro es como una pequeña representación de una anécdota que, ya sea ficticia o verídica, logra un mensaje que se cuela sutilmente por los sentidos de quien la observa de manera impávida,  emergiendo a si una comunicación directa con la soledad y el olvido.

El sentido de la vida.

Un oso  emerge de entre las piedras… frente a él se encuentra un pequeño lago, y sin opción a la duda o a la expectativa, este se sumerge en aquellas aguas desconocidas… después de unos segundos logra salir del otro lado de la orilla, sacudiendose el cuerpo de manera muy peculiar para luego repetir la misma acción durante innumerables  veces.

Una acción hacia el infinito, hacia lo absurdo del tiempo y de un destino cíclico e irracional.

Volteamos la mirada y vemos a un lobo, una bestia reposando entre pinos de un bosque ilusorio, con venados brotando por encima de su lomo, escapándose de su interior como pensamientos exorcizados.

Cientos de venados esparcidos sobre una superficie borrascosa, pariendo a lobos hambrientos que los devoran entre sus mandíbulas. Una imagen que se asemeja al homicidio del individuo a causa de sus propias pesadillas.

Un deambular por las calles sin nombre de un imaginario fuera de cauce, que cuestiona, que evidencia y sublima las experiencias de una vida al filo del abismo.

Marcos Castro, un artista que devora y se confiesa a través de su arte.