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¡Todos tenemos miedo, compadre! Reportaje: México Heroico.

REPRODUCCIÓN DEL TRABAJO ESPECIAL DEL PERIODISTA PABLO ORDAZ EN EL PERIÓDICO ESPAÑOL EL PAÍS©

Son mexicanos, son valientes

“¿No tiene usted miedo, alcalde?” “Todos tenemos miedo, compadre”. Cada vez hay más mexicanos que se plantan ante el narco y se enfrentan al terror a pecho descubierto. Aquí están sus historias

PABLO ORDAZ 19/06/2011

María Santos, alcaldesa de Tiquicheo, muestra el cuerpo roto por disparos de sicarios

No tuvieron que irse a la guerra, la guerra vino a buscarlos. Desde 2007 hasta ahora, más de 40.000 mexicanos han muerto víctimas de la guerra que sostienen calle a calle las organizaciones criminales y el Gobierno de Felipe Calderón. Día tras día, los periódicos cuentan historias espeluznantes de matanzas, decapitaciones, policías y políticos corrompidos por el narcotráfico. A ritmo de ametralladora, las editoriales publican libros sobre los principales carteles y hasta la revista Forbes sigue manteniendo en su nómina de multimillonarios al mítico Chapo Guzmán, el fugitivo líder del cartel de Sinaloa. El mal, por tanto, tiene su cuota de gloria en la vida cotidiana de México. El resto del paisaje lo conforman unas autoridades sin prestigio ni credibilidad y una sociedad asustada y desvertebrada, como ausente, sin capacidad de alzar la voz sobre el tableteo constante de las armas de alto poder. Sin embargo, de un tiempo a esta parte van saliendo a la luz historias de gente corriente que, lejos de claudicar o brincar la frontera hacia Estados Unidos, decidió anteponer la dignidad al miedo y enfrentarse al terror, muchas veces con la única protección de su pecho descubierto. Un cirujano de Ciudad Juárez que fue percatándose de que los sicarios a los que trataba de salvar la vida cada vez se parecían menos a él -un hombre de 40 años- y más a su hija adolescente. Una alcaldesa de la tierra caliente de Michoacán, una de las zonas más peligrosas de México, que un día -después de que unos criminales mataran a su marido- se levantó la blusa y mostró su cuerpo roto a tiros y su decisión de no claudicar. Un edil de Nuevo León al que los criminales ya han emboscado tres veces, llevándose por delante a varios de sus escoltas. Un poeta que perdió a su hijo y ahora recorre el país intentando a duras penas resucitar la conciencia cívica, el orgullo de ser mexicano. Son los nuevos héroes. El México heroico que lucha contra el México salvaje.

De pie junto al quirófano del Hospital General de Ciudad Juárez, el doctor Arturo Valenzuela, de 45 años y con una hija adolescente, se fue dando cuenta de que, hace solo tres años, a su quirófano llegaban dos heridos de bala a la semana, a veces tres, tipos duros, herederos de una estirpe acostumbrada a matar y a morir según las reglas de la droga y la frontera, pero que, mes a mes, la fisonomía de los heridos y de los muertos se iba suavizando hasta tener los rasgos de una mujer joven. Espantado, pensó en huir. “Lo tenía fácil”, reconoce, “además de la mexicana, yo tengo la nacionalidad canadiense. Así que pensé que era hora de probar otra vida, de sacar a mi hija y a mis padres de aquí, de ponerlos a salvo cruzando la frontera”. Una frontera que separa Ciudad Juárez de El Paso. La ciudad más peligrosa del mundo, de la ciudad más pacífica de Estados Unidos.

Al tiempo que valoraba la posibilidad de marcharse, el doctor Valenzuela también iba constatando, horrorizado, que en Ciudad Juárez ya se habían acabado los sicarios de 40 años. Ya no se trataba, pues, de una guerra tradicional entre carteles. Yo te mato a tres. Tú me matas a siete. Se trataba ya de una guerra total. Empujados por la pobreza, por la desigualdad, por la falta de afecto en una ciudad acostumbrada a tratar a las mujeres como esclavas -en la cadena de montaje o en la casa-, cientos de muchachos crecidos a la intemperie de barrios sin asfalto ni escuelas, sin energía eléctrica ni agua corriente, fueron engrosando las filas del único ejército que los aceptaba. A un ritmo endiablado, sin capacidad de elegir, esos muchachos bautizados a semejanza del último galán de la última telenovela, fueron subiendo rápidamente por la escalera del crimen. De halcón -el que alerta de la llegada de la policía- a camello. De camello a sicario. De sicario a muerto. El doctor Valenzuela pensó que la única manera de intentar interrumpir ese último salto mortal pasaba por quedarse. “Me dije que mi hija o mis padres no eran los únicos que lo estaban pasando mal. Que en la biografía de mi conciencia no podía escribir con tinta indeleble que cuando mi ciudad me necesitó, yo me fui. Así que me senté con otros médicos a ver qué se podía hacer…”. No hace falta escribirlo. El doctor Valenzuela decidió quedarse.

“La primera marcha que organizamos fue en noviembre de 2008. Unos 200 médicos. Muchos con cubrebocas, por temor a represalias. Ya se habían disparado los secuestros, las extorsiones telefónicas y los homicidios con armas largas, aunque no tantos como ahora. Se estaba empezando a fraguar el Comité Médico Ciudadano y yo me sumé. Lo primero que hicimos fue crear una página de Internet con información práctica para enfrentar los secuestros. ¿Cómo piensa el secuestrador? ¿Qué víctima es más vulnerable? Incluso pusimos un botón de pánico para que la gente nos llamara en caso de necesidad, porque ya por entonces nadie se fiaba de la policía. Hay que tener en cuenta que en el año 2007, en Ciudad Juárez se denunciaron siete secuestros. En 2008 ya fueron 28. Al año siguiente ya había más de 200 denuncias… La gente no sabía qué hacer. Negociaban mal. Pagaban rescates espantosos. Cometían errores que ponían en peligro a la víctima. Y lo peor de todo: una vez que pagaban, ya jamás los dejaban en paz, seguían extorsionándolos. Mucha gente empezó a marcharse de la ciudad”.

El párrafo anterior, sin interrupciones, es la pura declaración del doctor Valenzuela. En ese párrafo, y en los que vendrán después, está sintetizada la historia de lo que ha sucedido en México en los últimos cinco años, la clave apenas apuntada en la primera frase del reportaje: los mexicanos no fueron a buscar la guerra, la guerra se plantó un día en la puerta de su casa. La verdadera clase de tropa de esta guerra sin cuartel -es bueno no equivocarse- no la forman los miles de militares sacados urgentemente de los cuarteles o los miles de policías federales instruidos a toda prisa, conectados a una máquina de la verdad para certificar la pureza de sus intenciones, armados hasta los dientes después y finalmente puestos a patrullar en ciudades que a muchos de ellos les resultan hostiles y remotas. Los verdaderos soldados a la fuerza de esta guerra son los ciudadanos. Los concejales de ciudades pequeñas que, pese a la oferta de plomo o plata, deciden apretar los dientes y seguir sirviendo a sus comunidades. Las profesoras que, entre la clase de matemáticas y la de dibujo, tienen que enseñar ahora la de supervivencia. En caso de balacera, hay que tirarse al suelo, no levantar la cabeza, entonar tan fuerte como sea posible una canción divertida. “No pasa nada”, les decía Martha Rivera Alanís a sus alumnos de seis años mientras fuera repicaban las balas, “nada más pongan sus caritas en el piso. Vamos a cantar fuerte una canción: ¡si las gotas de lluvia fueran chocolate…!”. El vídeo que grabó aquella valiente maestra de Nuevo León venía a demostrar hasta qué punto la violencia forma ya parte de la vida cotidiana de México, pero también de qué forma los mexicanos de a pie lo enfrentan de forma valerosa. “Echándole ganas”, por utilizar una expresión local.

Como le echan ganas cada día los periodistas mexicanos del norte. Hasta hace muy pocos años ejercían su oficio decente y tranquilamente en los pequeños diarios de las ciudades del norte, hasta que, de un día para otro, se convirtieron en corresponsales de guerra. Solo que ellos no se visten con chalecos antibalas, no presumen de haber estado en conflictos lejanos ni dan conferencias al regreso. Ellos -los periodistas de Chihuahua, de Tamaulipas, de Nuevo León- ni siquiera tienen que cruzar la calle para irse a la guerra. Lo hacen después de dejar a sus hijos en el colegio, a veces en el mismo colegio que los hijos de los criminales, temiendo cada día que, después de cubrir la última balacera en el barrio más bravo de la ciudad, el teléfono de la redacción suene y al otro lado de la línea una voz muy convincente sugiera que al reyezuelo local del cartel del Golfo o de Los Zetas no le gustaría que tal o cual dato ocupara la portada del día siguiente. Y a pesar de todo, los periodistas mexicanos siguen ejerciendo su oficio. La prueba es que la ONU acaba de otorgarle a México el dudoso galardón de haberse convertido en “el país más peligroso de América para ejercer el periodismo”, un premio al que solo se opta reuniendo muchas coronas de flores.

Hay muchos alcaldes en México que, día a día, desprecian el dinero sucio y ponen en riesgo su vida. Pero tal vez no haya muchos que sean capaces de contarlo con el desparpajo del ingeniero Jaime Rodríguez Calderón, alcalde de García, una localidad de 150.000 habitantes en el área metropolitana de Monterrey, la capital de Nuevo León.

-¿Cuántas veces han atentado contra usted?

-Tres.

-¿Cuál fue la primera?

-Cuando inicié mi campaña para alcalde, en junio de 2009.

-¿Por qué?

-Porque le dije a la gente lo que ya venía viendo desde hacía unos años, que los policías estaban involucrados en el narcotráfico, cobraban extorsiones, se dedicaban al narcomenudeo… Pero, a pesar de la amenaza de los criminales, gané la alcaldía.

-¿Y qué fue lo primero que hizo como alcalde?

-Puse al frente de la policía a un general incorruptible. Me lo mataron al cuarto día. Y yo, después de ir al funeral, eché al cuerpo de policía al completo, despedí a 165 agentes y empecé a reclutar a gente nueva. Contraté a otro militar incorruptible y empezamos a limpiar la ciudad. Clausuramos 250 narcotienditas, sacamos a los capos de la ciudad, metimos en la cárcel a 27 policías y otros salieron huyendo. Son esos los que me quieren matar. Estoy pisando muchos callos, pero no quiero que un día mis hijos digan que fui un cobarde.

-Y, ya como alcalde, ha sufrido dos atentados más…

-Se me pone la piel chinita al acordarme. Yo jamás he disparado un arma, nunca tuve una pistola. Pero nos emboscaron y tuve que poner mi camioneta blindada entre los sicarios y los escoltas para que no los fusilaran allí mismo. Ahí ya me mataron a uno…

-¿No tiene usted miedo, alcalde?

-Todos tenemos miedo, compadre. Pero yo lo sé controlar. Mire, hay gente que le tiene tanto miedo a la muerte que no aprende a disfrutar de la vida. Hay vivos que están ya muertos. Y yo no quiero ni ser un muerto en vida ni que mis hijos me recuerden como un cobarde.

En las dos historias siguientes también adquieren especial importancia los hijos. Los hijos pequeños de María Santos Gorrostieta y de Marisol Valles. Los hijos muertos de Marisela Escobedo, de Luz María Dávila y de Javier Sicilia.

María Santos Gorrostieta, la joven alcaldesa del pequeño municipio de Tiquicheo, en el Estado de Michoacán, apenas ocupó un par de días los titulares de la prensa. Dijo lo que tenía que decir y luego, sensatamente, volvió a desaparecer. Y lo que tenía que decir era que el 15 de octubre de 2009 sufrió el primer ataque del crimen organizado. ¿De quién exactamente? No se sabe. Estas cosas no suelen saberse en México, donde la impunidad supera el 98% de los casos. Aquel día, la joven alcaldesa fue atacada por un grupo de sicarios armados con rifles de asalto y granadas de fragmentación -esos juguetes que con tanta facilidad se pueden comprar en las 12.000 armerías estadounidenses abiertas junto a los 3.000 kilómetros de frontera con México-.

No lograron matarla, pero se llevaron por delante a su marido y padre de sus tres hijos pequeños. En cuanto se recuperó de sus heridas, María Santos regresó a sus labores de alcaldesa, pero solo tres meses después volvieron a atacarla. Esta vez, cuando salía de un acto en la Tierra Caliente del Estado de Guerrero. La camioneta Ford Lobo que conducía su hermano recibió varias ráfagas de metralleta. Tres proyectiles hicieron blanco en el tórax, la pierna y el abdomen de María Santos. De nuevo estuvo a punto de morir. De nuevo se salvó. Y fue entonces cuando la joven alcaldesa llamó a un fotógrafo, se remangó la blusa, mostró su hermoso cuerpo roto por los disparos y dijo: “A pesar de mi propia seguridad y la de mi familia, tengo una responsabilidad con mi pueblo, con los niños, las mujeres, los ancianos y los hombres que se parten el alma todos los días sin descanso para procurarse un pedazo de pan…; no es posible que yo claudique cuando tengo tres hijos a los que tengo que educar con el ejemplo”. Dicho esto, María Santos Gorrostieta, la alcaldesa valiente de Tiquicheo, regresó de puntillas a sus labores de madre y alcaldesa.

María Santos sabía que no es prudente significarse demasiado. En ninguna dictadura lo es. Tampoco en esta del terror creciente que sufre México desde principios del año 2007. Tan creciente que un reciente estudio realizado por el experto Eduardo Guerrero para la revista Nexos demuestra que -en contra de la versión oficial- cada vez son más los municipios mexicanos azotados por la violencia. Si en 2007 eran 53 los municipios donde se registraron 12 o más homicidios ligados al crimen organizado, en 2008 ya pasaron a ser 84; en 2009 la cifra subió a 131 municipios y en 2010 ya fueron 200 las localidades con 12 o más ejecuciones. La cifra de lugares aquejados por el cáncer de la violencia se ha cuadruplicado en solo cuatro años y aún no se vislumbra una salida.

Por eso, significarse es peligroso. Muchos de los protagonistas de nuestro México heroico lo supieron desde el principio. Otros lo fueron sabiendo. Del primer grupo mencionado podemos rescatar la lucha de una mujer llamada Marisela Escobedo.

Marisela tenía una hija de 16 años que se llamaba Rubí. La mataron en Ciudad Juárez en agosto de 2008, apenas unas semanas después de dar a luz a su bebé. Marisela, como otras muchas de las más de 500 madres cuyas hijas han sido asesinadas en la ciudad norteña, emprendió la búsqueda del asesino de su hija. Un año después, y gracias a su insistencia, la policía detuvo a un tal Sergio Rafael Barraza, el exnovio de Rubí, quien confesó que la había matado y quemado después, indicando a los agentes el lugar donde se encontraba el cadáver. Pese a todo, el convicto solo pasó unos meses en prisión. El 29 de abril de 2010 fue puesto en libertad por “falta de pruebas”. Marisela volvió a echarse a la calle para seguir clamando justicia para su hija. Logró que el juicio fuera revisado, pero el asesino, lógicamente, ya había puesto pies en polvorosa. Barraza fue condenado en rebeldía a 50 años de prisión. Marisela se plantó entonces frente al Palacio de Gobierno de Chihuahua, el Estado fronterizo con Estados Unidos cuya ciudad más poblada y más violenta es Ciudad Juárez. La presencia de Marisela allí, durmiendo en plena calle, era un grito constante que dejaba al descubierto las graves carencias del sistema de seguridad y justicia en México. No pasó mucho tiempo hasta que empezó a recibir amenazas. Las denunció frente a las cámaras de televisión. “No me voy a esconder”, dijo, “si me van a asesinar, tendrán que venir a asesinar aquí para vergüenza del Gobierno. Tengo amenazas por parte del asesino de mi hija, de su familia. Me han dicho que él ya está involucrado en un grupo del crimen organizado. ¿Qué está esperando el Gobierno? ¿Que venga y termine conmigo? Pues que termine conmigo, pero aquí enfrente del Palacio de Gobierno, a ver si les da vergüenza”.

Así lo hicieron. Terminaron con ella allí mismo, en plena calle, frente al edificio símbolo de la autoridad, el jueves 16 de diciembre de 2010. El vídeo grabado por una cámara de seguridad hizo posible que todo México pudiera ver casi en directo la ejecución anunciada de Marisela Escobedo. Tres tipos la atacaron, ella cruzó la calle intentando salvarse, pero un sicario la alcanzó, le disparó mortalmente en la cabeza y se alejó caminando, tan campante, hasta que un coche blanco lo recogió y lo sacó del lugar.

Marisela -que hoy reposa junto a los restos de su hija Rubí- sabía que la iban a matar. Y aun así dio el paso. Marisol Valles, en cambio, no se percató en un principio de lo que significa enfrentarse al crimen. El pasado mes de octubre, ante la negativa de todos los hombres, decidió hacerse cargo de la policía de su municipio, Práxedis G. Guerrero, fronterizo con Estados Unidos, en pleno Valle de Juárez. Ante la estupefacción de medio mundo, Marisol Valles, de 20 años de edad, madre de una recién nacida y estudiante de Criminología, se convirtió en la jefa de 19 policías, nueve de ellos mujeres. Los antecedentes no eran halagüeños precisamente. Solo un par de días antes, en el pueblo de al lado, el crimen había abatido sin contemplaciones a un comisario y a su hijo. ¿Quién los mato? Posiblemente los mismos que, unas semanas después y sin que trascendiera a la opinión pública, empezaron a mandarle mensajes envenenados a Marisol Valles. Tal vez fueron los hombres de Vicente Carrillo, jefe del cartel de Juárez, o tal vez los del Chapo Guzmán, jefe del cartel de Sinaloa. Lo que sí trascendió es que, cuatro meses después y sin decírselo ni al alcalde, la joven jefa de policía cogió a su hijo y cruzó la frontera para ponerse a salvo. No ha sido hasta ahora cuando, a través de una cadena de televisión estadounidense, Marisol Valles ha declarado con lágrimas en los ojos que sí, que tuvo miedo, que la amenazaron con asesinarla a ella, a su bebé, a su familia…

Mientras todo eso sucedía, muy cerca de allí, junto a un quirófano del Hospital General de Ciudad Juárez, el doctor Valenzuela seguía observando la progresiva destrucción de su ciudad, pero no solo de la suya. Como piezas de dominó que provocan con su caída la caída de las demás, muchas ciudades del norte del país se fueron convirtiendo en verdaderos campos de batalla -Tijuana, Reynosa, Matamoros- hasta terminar contagiando al seis doble, la joya de la corona, Monterrey, la capital del Estado de Nuevo León, otrora el orgullo indiscutible del México moderno y emprendedor y hoy una ciudad que vive de sobresalto en sobresalto. Sus vecinos se han acostumbrado a avisarse a través de las redes sociales -sobre todo a través de Twitter- de los bloqueos de carreteras que los sicarios de tal o cual cartel suelen organizar para evitar que los rivales o la autoridad los interrumpan mientras hacen de las suyas. Por ejemplo, el pasado martes, un vecino de Monterrey avisaba a través de su tuiter: “Situación de riesgo en Chapultepec y Revolución, hombres colgados en puente y disparos, eviten la zona #MtyFollow”. El tuit informativo era contestado enseguida por TrackMty, una red ciudadana con más de 40.000 ciudadanos que intenta ayudar a los ciudadanos a no convertirse en víctimas de la violencia. Unas horas después, los periódicos locales ya traían la fotografía de los ahorcados en un puente del centro de Monterrey, a plena luz del día. La conmoción que viven ahora los regiomontanos ante la caída de su ciudad la vivieron ya hace tiempo los juarenses. También fueron testigos de cómo los intentos de rescatar la ciudad con la bayoneta calada fueron fracasando.

Lo cuenta el doctor Valenzuela: “Fue entonces cuando llegaron los militares a Juárez. Capturaron a muchos delincuentes. Pero no supieron armar los expedientes y los jueces los dejaban en libertad. La impunidad estaba por arriba del 98%. Ya teníamos una buena cantidad de homicidios todos los días, los secuestros se dispararon y se había puesto de moda el cobro de piso. A tu negocio llegaba un tipo, a cara descubierta, y te entregaba un papel con un número de teléfono: a partir de mañana recibirás protección a cambio de 5.000 pesos (300 euros) a la semana. Y si no pagabas… Empezaron a cerrarse gran cantidad de negocios y los homicidios ya superaban los 5.000. Ninguno se investigaba. La policía estaba infiltrada. La procuración de justicia no existía. Pedimos que viniera a la ciudad el presidente Felipe Calderón. Se nos dijo que el presidente iba a venir… Pero entonces pasó lo de Villas de Salvárcar y eso lo aceleró todo…”.

Lo de Villas de Salvárcar… Hay un antes y un después de “lo de Villas de Salvárcar”. Ocurrió el 31 de enero de 2010. Quince jóvenes que celebraban una fiesta en un barrio de Ciudad Juárez fueron acribillados. Desgraciadamente, no fue la crueldad del crimen lo que lo convirtió en famoso, sino unas declaraciones que hizo el presidente Felipe Calderón. Sin salirse de la versión oficial, que sostiene que la inmensa mayoría de los caídos desde 2007 son sicarios que se matan entre sí, el presidente de la República atribuyó la matanza a un ajuste de cuentas entre bandas. El patinazo no pudo ser mayor. Enseguida se supo que los muchachos eran en su mayoría buenos estudiantes y deportistas, víctimas de la espiral de locura y muerte que azota a Ciudad Juárez, donde en 2010, y a pesar del despliegue de más de 10.000 policías federales, se produjeron 3.100 homicidios. El presidente Calderón no tuvo más remedio que ir ocho días después a Juárez y disculparse ante los familiares de los muchachos. Una de las madres, Luz María Dávila, rota por el dolor, lo encaró: “Disculpe, señor presidente, yo no le puedo decir bienvenido porque para mí no lo es. Yo quiero justicia. Mis hijos eran dos muchachitos que estaba en una fiesta. Y quiero que usted se retracte de lo que dijo. Dijo que eran pandilleros. Mentira. Mis dos hijos estudiaban y trabajaban. No tenían tiempo de andar en la calle. Eran mis dos únicos hijos y ya no los tengo. Ahora quiero justicia. Ustedes siempre hablan y no hacen nada. Quiero que se ponga en mi lugar y sienta lo que ahorita estoy sintiendo yo. No me diga que sí, ¡haga algo, señor presidente!”.

Aquella súplica sigue pendiente. La situación del país va de mal en peor. La cifra de asesinatos, de secuestros, de asaltos, de robos… va en aumento. Durante los últimos meses han sido cientos los cadáveres encontrados en fosas clandestinas. Hay zonas, como Tamaulipas, donde el Estado no es capaz de garantizar la seguridad ni en la carretera principal, la 101, la que une la capital del Estado, Ciudad Victoria, con la fronteriza Heroica Matamoros. Hace unas semanas se supo que una madrugada sí y otra también, grupos de sicarios a bordo de lujosas camionetas y manejando fusiles de alto poder se sitúan al borde de la carretera, dan el alto a los autobuses de línea, suben a ellos, eligen a punta de pistola a unas cuantas mujeres y a unos cuantos hombres y los bajan. A ellas las violan allí mismo y a ellos se los llevan para intentar extorsionar a sus familias. Luego los entierran en fosas clandestinas. ¿Cuántos? No se sabe. ¿Quiénes? Tampoco. ¿Por qué? Menos. Estas tres preguntas con sus respuestas -o la falta de ellas- se pueden aplicar a la guerra que vive México. Más de 40.000 muertos, 9.000 sin identificar, 5.000 desaparecidos…

Y justo ahora, cuando todas las veredas parecían conducir inexorablemente al precipicio, un rumor ha empezado a escucharse en la calle. A ratos sordo como un lamento. A veces indignado. Ante la incapacidad del Gobierno de detener la sangría constante -y también de abrazar a las víctimas de la barbarie-, un hombre de pelo cano, sombrero de paja y dos relojes en la mano izquierda, se ha puesto en camino. Se llama Javier Sicilia. Es poeta. Como la mayoría de los mexicanos, observaba con horror la deriva de su país. Pero también como la mayoría, permanecía quieto. El pasado 28 de marzo, su hijo Juan Francisco, de 24 años, fue asesinado en Cuernavaca junto a otros cuatro jóvenes y dos adultos. Sicilia, que se encontraba en Filipinas, regresó a México, anunció que jamás volvería a escribir poesía, puso junto a su reloj el de su hijo y se echó a la calle para intentar recuperar la conciencia cívica, enfrentarse al miedo, reclamar justicia.

-¿Por qué, en vez de encerrarse en su dolor, ha salido a la calle a decir basta?

-Por dignidad. Y por mi hijo. Porque su desgracia le está poniendo cara y nombre a la de 40.000 desconocidos. Y, sobre todo, porque tengo que hacer todo lo posible para que no muera ni un muchacho más.

A través del poeta Sicilia, de Marisela Escobedo o de Luz María Dávila, los mexicanos se han ido enterando de que la versión oficial no es del todo cierta. Que muchos de los 40.000 muertos tal vez sí fueran sicarios, pero que otros muchos no pudieron evitar su mala fortuna.

Un día, sin avisar, la guerra vino a buscarlos.