A los 11 años me enamoré perdidamente de un zapoteca. Con él experimenté los besos públicos y conocí el sabor “beso a la raspado de grosella”. Tenía una voz demasiado grave para su edad (él tenía casi 13), era más alto que yo y me escribía largas cartas conteniendo disertaciones filosóficas. Pasábamos horas enteras platicando, escuchando música y, claro, besándonos.
Recuerdo perfecto que usaba braquets con ligas de colores, lo que combinaba con el hermoso color de su piel. Me hacía reír muchísimo y nos escribíamos recaditos todo el día. Casi siempre nos sacaban de clase a los dos, lo que era buenísimo, pues así aprovechábamos para “dar el rol” mientras nadie nos miraba.
Él se cambió de escuela y dejamos de vernos un tiempo, pero no del todo y menos definitivamente. Siempre había un momento en la vida en que coincidíamos. Me acuerdo la emoción que sentí cuando lo vi llegar a mi fiesta de 15 años. No podía estar más guapo, con un traje gris y olía a madera seca.
(El itunes elige “Sucios Pensamientos”, de Hocico –regalo del nuevo habitante del PH- para que cuente mis recuerdos).
Un día desapareció el muchacho de piel color chocolate, facciones indígenas y olor irresistible. Justo cuando se había “formalizado” entre los dos la situación, decidió no volver más. Yo no lo busqué y emprendí el camino hacia otro lado, evitando convertirme en la mujer de Lot, esa que miró hacia atrás y se convirtió en estatua de sal.
Él siempre ha estado en mi lista de amores imposibles. De esos que no sabes por qué no se dan pero siempre se quedan rondándote en el alma. Hace un par de años, un amigo en común me preguntó si sí me había enamorado del hermoso caballero zapotecatl y negué todo. Al final, pensé, era algo que sólo era mío…
Él fue el primero que realmente tuvo un depa en mi corazón y el que dañó el inmobiliario cuando decidió abandonarlo sin previo aviso.
Y así pasaron 20 años. Nunca supe por qué se había ido, pero marcó la pauta para que siguiera con un patrón determinado de hombres en mi vida. Extremadamente inteligentes, extremadamente raros, extremadamente lejos de mí.
Un día que ya no recuerdo, de hace un año, apareció en mi Facebook (es del diablo esa cosa que trae al presente los pasados y al futuro los recuerdos). Vi que ya es todo un señor padre de familia y que vive en el extranjero. Estuvimos así un par de meses, sin hablar o intercambiar mayor tipo de mensajes.
Pero justo hoy, que me dio por extrañar a un par de inquilinos que han estado medio ausentes y que estoy a 7 días de mi cumpleaños, se me apareció el príncipe zapoteca y comenzamos a platicar.
Recorrimos casi todos los temas de manera superficial y, casi de manera imperceptible, llegamos a aquellos tiempos sabor grosella. Los ojos casi se me salen cuando me preguntó si lo odiaba por haberse ido así y por poco me caigo de la cama cuando me dijo: “Nunca me preocupó el fuego, sino que la leña no alcanzara”.
(El soundtrack de mi vida decide elegir, aleatoriamente, Selling the drama, de Live en el itunes mientras escribo esta parte).
Jamás me planteé esa posibilidad. Debo confesar que hasta que conocí al Sr. Sartre, yo juraba que los chicos se iban de mi vida porque yo no era lo que ellos esperaban. Me sentía la muñeca fea. Siempre jugaba a adaptarme y varias veces bajé del escalón en el que estaba para esperarlos.
Pasaba por alto cosas que me lastimaban, que me hacían sentir fatal sólo por agradarlos. Obviamente esa fórmula no resultó.
Hoy sé que mi amor imposible nunca fue posible porque ese par de pubertos simplemente no se dio la oportunidad de hablar claro. Les encantaba platicar del mundo, de libros, de autores. De cómo cambiarían los colores del universo, pero jamás se atrevieron a hablar de sentimientos propios y mucho menos a enfrentarlos. Ella no le dijo que se sentía menos. Él decidió no decirle que le daba miedo enamorarse y no dar el ancho. Por eso fue imposible.
(Llego a estas cavilaciones mientras escucho Pure, de Seeds Lightning).
Los amores imposibles son cuando dos personas creen que se aman con el tuétano, pero están seguras que no pueden estar juntas. Eso es pura teoría. Cuando un par de seres quieren estar juntos, así sea que los dividan ocho países, encontrarán la manera de unirse.
Todos, creo, hemos tenido un amor imposible y las razones son varias. A veces son porqué uno siente magia y el otro siente náuseas. Otras son porque los dos están novatos y no saben cómo decirse las cosas, otras más cuando te llena el miedo de decir lo que sientes y decides callarte. La falta de sincronización de eventos en la vida de los amantes también está condicionada a los tiempos y espacios del universo.
Si se encuentran cuando uno de los dos está en una relación convencional (y ustedes son convencionales), entonces ya se jodió todo. Pueden amarse a la distancia y en silencio durante años. ¿Para qué? Eso sí no lo sé. “Amor que no es compartido se vuelve calabaza”.
Así que después de haber descubierto que mi amor imposible nunca fue imposible, sino una cuestión de falta de experiencia y poca autoestima, me queda claro que cada uno debe ser súper honesto consigo mismo y poner sus propias reglas y limitantes.
¿Hasta dónde aguantaremos para tener un amor de intermitentes? Si ese es nuestro deseo, entonces ejerzamos el verdadero amor platónico. Ese en el que no existe el objeto sexual. Ese en el que se enamoran las mentes y las almas.
Si nuestro amor imposible es posible para agarrarnos a los besos, entonces no entra en la categoría de “imposible”. Sólo es físico y tiene mal timing. Es el puro objeto del deseo y se merece un post aparte. Uno dedicado a la concupiscencia y al hedonismo.
(El dios del shuffle me juega una broma irónica y decide regalarme “Love is Rare” de Morcheeba).
¿Cuándo es un amor imposible? ¿Cuando todo se cuadra para que no pase o cuando somos tan necios que lo queremos a toda costa, de todas formas no se da y entonces nos lamentamos y queremos a poquitos y a distancias?
Mientras las ideas corren como locas dentro de mi cabeza, mi hámster está a punto de abrir una botella de ajenjo y sacar a los poetas malditos mientras piensa en ese inquilino que lo trae fuera de balance, cierro el texto escuchando “Please Don´t Leave Me” de Pink. Me pega en el lado masoquista, me duele el corazoncito sólo en esa parte en la que mis hombres se han ido, como el príncipe zapoteco, y se las canto (no todo es como parece).
Hasta la próxima semana. La siguiente historia de hojaldras y otros panes será escrita desde mi siguiente escalón y con nueva edad. Ya veremos qué sorpresas trae consigo el nuevo año.
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Foto: JcOlivera.com