Con la orden de #quedateencasa o #stayhome, los gobiernos nos obligan en estas semanas a la cuarentena domiciliaria, para evitar que la pandemia afecte a más personas alrededor del mundo. El espacio donde vivimos, de repente, se ha convertido en el lugar de permanencia obligada, independientemente de cuáles sean sus características, cuántos sean sus habitantes y de dónde se encuentre este hogar.
Pocos momentos en la historia contemporánea nos han hecho notar de una manera tan radical qué significa habitar en una buena vivienda. Ahora que todos estamos confinados en ella, no podemos escapar, salir a trabajar, a caminar, a tomar un café, a hacer deporte, a jugar en el parque, a leer en un banco, a conversar, a discutir, a pensar. Todo tiene que ocurrir en la casa donde vivimos, en permanente proximidad con los que compartimos la casa o en la absoluta soledad.
Nunca fue tan pertinente reflexionar sobre el derecho humano a una vivienda digna (fijado en el articulo 25.1 de la Declaración de los Derechos Humanos) y sobre lo que realmente es una vivienda “adecuada” y lo mucho que aporta en términos de calidad de vida. Lo que significa tener una vivienda espaciosa y bien distribuida, con vista a la naturaleza, con luz natural, con buena ventilación y con un espacio exterior, un balcón, un jardín o un terrado accesible desde ella, y qué privilegio es vivir así en pleno siglo XXI.
Cómo son nuestras ciudades
No hay que mirar muy lejos para darse cuenta de que la ciudad en la que vivimos está llena de infraviviendas: viviendas sin luz, con ventanas a unos minúsculos patios interiores; viviendas compartidas entre personas que se turnan entre trabajar y dormir; viviendas superpobladas en las que el individuo no tiene donde retirarse a un espacio privado; viviendas mal construidas donde se escucha cualquier sonido del vecino; o, como las describe Juan José Millás, “viviendas con menos metros cuadrados que las banderas de la patria que ondean en las fachadas de los edificios oficiales”.
Y, si miramos más lejos, la situación es aun más preocupante. En Lima, por ejemplo, alrededor de una tercera parte de los hogares se encuentran en una situación de elevada o extrema pobreza. Las precarias viviendas son de materiales ligeros que no protegen ni del frío ni del calor y exponen a los habitantes a la humedad, constantemente presente en la atmósfera de la capital de Perú.
Familias como los Cotrina Vigo, que viven en las laderas de una colina húmeda, en la periferia de la capital. En una casa precariamente construida de 9 metros cuadrados, sin agua corriente, sin siquiera espacio para una mesa, con el piso de tierra y una única ventana dando a un vertedero de basura abierto, deben experimentar el actual confinamiento como una tortura, encerrados en un lugar del que solo quieren salir.
Qué es una “buena casa”
“Nothing fixes people like a good house” (“Nada mejora a las personas tanto como una buena casa”), sostuvo el biólogo y urbanista Patrick Geddes hace más que un siglo. Geddes analizó el rol de la autoconstrucción asistida de viviendas en el contexto de la creación de una nueva ciudad industrial en India justo después de la primera Guerra Mundial.
Esta “buena casa” es una casa que puede crecer según las necesidades de sus habitantes y adaptarse a las circunstancias vitales, y con la que el habitante se identifica. En este sentido, vale la pena recuperar muchos experimentos interesantes basados en la idea de la “casa creciente” puestos en marcha en los años 20 y 30 del siglo pasado por Margarete Schütte-Lihotzky en Viena o Martin Wagner en Berlín.
También las ideas expuestas por John F. C. Turner en su artículo “Housing as a verb”, que describe la autoconstrucción asistida en el Perú de los años 60 como una alternativa a los estáticos programas de vivienda estatales. Turner concibe la vivienda como un proceso, no como un producto. El “fijar” del que habla Geddes se puede entender en el sentido de consolidar, fortalecer emocionalmente, hacer sentirse parte, compartir y convivir.
Cuando la vivienda es sinónimo de especulación
Las políticas y las prácticas de la producción de vivienda, sin embargo, se han alejado mucho de estos valores a lo largo del siglo XX. Han abusado de los sueños, ideales y anhelos relacionados con la vivienda. La han convertido gradualmente en sinónimo de la capitalización de tierra, búsqueda de beneficios y especulación en las regiones metropolitanas alrededor del mundo.
España se ha sumado a esta práctica de un modo particularmente preocupante durante el “boom del ladrillo”. Aún hoy, los márgenes urbanos ofrecen un testimonio implacable del impacto de la burbuja inmobiliaria, cuyo inevitable pinchazo ha comportado la paralización de los proyectos de vivienda. Son recordatorios monumentales del naufragio de los sueños suburbanos y simbolizan las consecuencias negativas de las políticas urbanísticas especulativas descontroladas.
Desahucios y pisos turísticos
Mientras tanto, faltan viviendas asequibles en los centros urbanos. Otra evidencia de que la vivienda se ha convertido en puro producto son los desahucios de personas, muchas veces vulnerables, que se ven incapaces de pagar las deudas de la adquisición de su vivienda o el aumento desmesurado de su alquiler. En este sentido, hay que aplaudir a la decisión de parar los desahucios en estos tiempos en los que la pandemia nos ata a la vivienda, como la única decisión humanamente aceptable.
No sorprende que cada vez más personas tengan interés en formas alternativas de convivencia. Las cooperativas de vivienda son un excelente ejemplo de retomar la idea de la vivienda como proceso. Esperemos que el inesperado y abrupto frenazo al rendimiento de tantos pisos turísticos por el confinamiento nos haga repensar este modelo de ciudad, basado en la extracción de beneficios económicos de una población temporal, aceptando la expulsión de la población permanente de los barrios y poniendo en riesgo su tejido social.
Ojalá podamos aprender de esta experiencia de profunda crisis lo que Ivan Illich llama “la reconstrucción de la convivialidad”: convivencialidad como lo opuesto a la productividad industrial y el rendimiento capitalista basado en el dogma del crecimiento. Convivencialidad basada en el liderazgo de cada uno y no tanto en un estado fuerte o en la economía; convivencialidad como valor ético intrínseco de una sociedad en la que la libertad individual se realiza en interdependencia con otros y en relación con el entorno en que vivimos y donde nos importa cómo vive el otro.
Kathrin Golda-Pongratz es miembro del Ateneu de Memòria Popular, vocal del Institut de Passats Presents del Ajuntament de Barcelona y miembro electo de la Academia Europaea.
Fuente: The Conversation (Creative Commons)
Author: Kathrin Golda-Pongratz, arquitecta y urbanista, profesora en la UIC Barcelona School of Architecture, Universitat Internacional de Catalunya