Retomando a “Los Olvidados” de Luis Buñuel.
“A mí el que me la hace me la paga.”
El Jaibo.
Recuerdo muy bien aquellos libros de texto, aquellos bultos de gran volumen con los que tenía que lidiar cada mañana para ir al colegio. La mochila en donde llevaba mis cosas se expandía hasta parecer una gran masa en forma de concha de tortuga que ocultaba la parte trasera de mi cuello y mis hombros, el peso ocasionado por cargar dicha maleta, me producía a diario un malestar y dolor en la espalda como piquetazos de abejas, mi columna se arqueaba hasta un punto en que mi pecho y mi cabeza tenían siempre que ir hacia adelante, lo que ocasionaba que el simple hecho de caminar se volviera un suplicio. A todo eso agreguemos el calor insoportable del verano y el uniforme poco agraciado e incomodo. Un traje de color verde soldado, con camisa blanca abotonada hasta el cogote, lo ideal para hacer un martirio la respiración, zapatos negros (muy bien voleados claro está) y el cabello corto como soldado o aspirante a algún campo de concentración.
Las clases iniciaban a las 7 de la mañana por lo que debíamos estar en el colegio a mas tardar cuarto para las siete. Los honores a la bandera eran por ahí de las 9. Para ese entonces el cielo estaba totalmente despejado, y todo el lugar lucia completamente limpio e impecable.
Henos ahí en el patio cívico, mas de 200 niños uniformados bajo el sol, con el cabello relamido, ojos lagañosos, rostros totalmente apáticos, confundidos , escuchando el molesto sonido de unos tambores que hacían retumbar las paredes, viendo de manera lujuriosa a las chicas de la escolta, artos del calor, cantando a medio gas un himno nacional que hasta la fecha no me lo sé y tampoco me interesa aprendérmelo, éramos unos muchachos pubertos y egoístas que solo pensábamos en nuestro placer y bienestar, por eso mismo el hecho de tener una bandera ondeando con el viento en el asta , me producía en verdad una total indiferencia.
Así iniciaba el día en las aulas, con la mirada “atenta” en aquellos pupitres de madera, hechos especialmente para la tortura del alumno, y viendo desfilar uno por uno a los maestros que daban su clase y se iban, al parecer satisfechos de que ya habían hecho lo justo y necesario para ganarse su sueldo.
Entonces abríamos los dichosos libros, aquellos con la portada de la bandera o de algún héroe patrio, o en su defecto de algún mural de rivera. Mi favorito era el de historia de México, recuerdo que era el de mas paginas, con letras grandes y elegantes que ilustraban todos los acontecimientos importantes de el país. Había anécdotas muy buenas, como la de aquel muchachito en Chapultepec que se envolvió con la bandera al ver a las hordas del ejército “gringo” invadiendo el colegio militar. O la de aquel tipo que con tremenda piedra en sus espaldas para evitar los balazos, incendio las puertas de la Alhóndiga de granaditas. Ambas lindas historias, tal vez falsas o ciertas quien sabe, la única verdad es que yo no estuve ahí para corroborarlas.
Porque después de todo a veces la historia, no es más que un montón de mentiras muy bien narradas y convincentes que se acentúan con el paso del tiempo. Y esa misma historia es la que nos define, la que nos estructura como nación, esas anécdotas, narraciones o leyendas que se pulen bajo el interés de quien las trabaja y las lleva como pan a la boca de los famélicos ciudadanos.
Mi abuelo solía decirme que un hombre es el reflejo de su memoria. Por lo tanto si todo recuerdo se borraba de la mente, solo quedaba un ser vacio, sin alma sin identidad.
Los sucesos del pasado nos han forjado, somos una síntesis de nuestras acciones y decisiones de antaño, y si eso se pierde el destino de nuestras vidas se irá derechito a la mierda.
Al parecer hemos olvidado muchas cosas, demasiadas diría yo.
Hubo hace ya algunos años una película dirigida por el maestro Luis Buñuel, llamada precisamente “Los Olvidados”. En ella plantea una impactante y sórdida realidad de unos niños marginados de la ciudad de México, en vueltos en un mundo caótico y deplorable.
Si, a si es de esos niños que como dicen por ahí son el futuro del país.
Resulta curioso que esta película hasta hoy en día siga siendo tan perturbante y logre cuestionar de una manera devastadora la problemática de esta sociedad en la que vivimos, así como de la condición humana en la que se desarrolla. El jaibo y compañía son solo un cuestionamiento mordaz hacia todo aquel pensamiento idílico y enajenado que nos ha impuesto esta formación cristiana y mocha, que durante mucho tiempo nos ha tenido con un valium en la boca.
Recordemos ese comentario del majestuoso charro de México cuando se presento esta película por primera vez: Este no es el pueblo mexicano… ese no es México.
Claro tal vez eso no sea México, pero también dudo mucho que lo sean todos aquellos acontecimientos apócrifos y héroes de papel que se aparecen en esos libros de historia.
Somos un país de olvido, de carácter mediático, de carencia de recuerdos fidedignos, un país en donde grandes sucesos han pasado a la guillotina a cambio de un boleto para un partido de fut bol, un país en donde el festejo y la algarabía absurda se antepone a la razón y a la compresión de nuestra realidad, que como han de saber no es tan condescendiente.
Los olvidados no son solo aquellos que viven en las oscuridad , son también las muertas de Juárez, son aquellos asesinados en la orilla de un rio o de un muro fronterizo, son los más de dos mil muertos que llevamos en estos meses a causa de la ya tan mencionada guerra contra el narco, los olvidados son los que sobreviven con un mísero sueldo al mes, aquellos que luchan incasablemente por llevar un plato de comida a su casa, aquellos que pugnan por decir la verdad que se les escapa de la garganta, aquellos que buscan desesperadamente no perecer en el cambio agitado de la corriente, Somos los que nos vemos día con día, en el metro, en la salida de la escuela, en la mesa de una comida corrida, en los mercados, en los camiones, en el habitual tedio de una rutina suicida.
Somos tú y yo… encarcelados en mentiras y verdades a medias.
Los olvidados somos todos…
Y eso tristemente tal vez nunca cambiara.