En esta crisis sanitaria que nos ha tocado vivir, una de las mayores preocupaciones es el impacto que el COVID-19 tendrá en la salud mental de la población. Muy probablemente, el coronavirus nos pase factura en términos de trastornos de ansiedad y depresión. No sólo por el gran número de fallecimientos, sino también por las circunstancias excepcionales de aislamiento en que parte de la población ha tenido que superar situaciones tan terribles como la muerte de sus allegados en absoluta soledad. Sin obviar que el personal sanitario ha sido el grupo de población más expuesto, y posiblemente el que más vea resentida su salud mental tras la pandemia.
La depresión, una enfermedad del cerebro
El cerebro humano es la herramienta biológica más compleja que existe, fruto de millones de años de evolución. Esa complejidad nos dota de funciones maravillosas, muy características de nuestra especie, como el lenguaje, la cultura, el arte o la ciencia. Pero también es un arma de doble filo que, cuando falla, origina patologías que se manifiestan en alteraciones de nuestro comportamiento. Algunas nos trastocan a nivel motor (enfermedad de Parkinson, ataxias cerebelares), otras a nivel cognitivo (autismo, demencias) y otras a nivel emocional (ansiedad, depresión).
Muchas personas sufren en algún momento de su vida depresión –o trastorno depresivo mayor (TDM)–. Se trata de una enfermedad mental grave caracterizada por un bajo estado de ánimo y tristeza persistentes, limitada autoestima y sentimientos de culpa. Además de pérdida de interés y placer en actividades habituales, trastornos del sueño y la alimentación, etc. En los casos más graves, este cuadro se acompaña de ideación suicida e intentos de suicido.
Impacto socioeconómico del TDM
El TDM tiene un alto coste socioeconómico en todo el mundo. Según el Grupo de Estudio de la Carga Global de Enfermedades, es una de las principales causas de años vividos con discapacidad a nivel global, con una carga creciente desde 2005 .
Este tremendo impacto se debe fundamentalmente a tres factores. En primer lugar, el TDM es una patología muy abundante en la población general, con prevalencias vitales de 10% y 20% en hombres y mujeres, respectivamente. Es decir, una de cada 5 mujeres y uno de cada 10 hombres sufrirán al menos un episodio depresivo a lo largo de su vida.
A esto se le suma que los episodios depresivos tienen una larga duración y suelen aparecer durante etapas productivas de la vida adulta, lo que ocasiona costes laborales muy elevados. Finalmente, los tratamientos antidepresivos (incluyendo la psicoterapia) son de acción lenta y dejan a un tercio de los pacientes con sintomatología residual, incluso después de tratamientos prolongados.
¿Qué causa la depresión?
Es fundamental eliminar el estigma que tienen las enfermedades mentales en nuestra sociedad. Y no perder de vista que el TDM tiene un origen tan biológico como lo tienen la hipertensión o la diabetes, por ejemplo. La principal diferencia es que la complejidad del cerebro dificulta enormemente la comprensión de las alteraciones subyacentes.
Las primeras teorías sobre su origen postulaban déficits de serotonina y noradrenalina, dos neurotransmisores usados en la comunicación interneuronal. Surgieron al observar que los primeros fármacos antidepresivos, descubiertos por casualidad (serendipia) cuando se buscaban fármacos antipsicóticos, inhibían la recaptación neuronal de uno u otro neurotransmisor, aumentando su concentración efectiva en las sinapsis.
A pesar que nunca se ha podido demostrar la validez de dichas teorías, han resultado muy útiles para el desarrollo de nuevos fármacos con el mismo principio de acción pero con menos efectos secundarios. Nos referimos a los denominados inhibidores selectivos de recaptación de serotonina –ISRS– y a los inhibidores de la recepción de serotonina y noradrenalina –IRSN–.
A estas teorías les han sucedido otras sobre alteraciones de factores tróficos como el BDNF (brain-derived neurotrophic factor), trastornos del eje hipotalámico-hipofisario-adrenal (vinculado al estrés), de factores hormonales, de la neurogénesis en el hipocampo, de la neurotransmisión glutamatérgica, etc. Todas ellas reflejan aspectos parciales de una patología causada por una compleja interacción entre factores genéticos y ambientales, entre los que no cabe duda de que el estrés juega un papel fundamental.
Una interesante observación obtenida mediante técnicas de neuroimagen cerebral, y replicada por distintos grupos de investigación, es la existencia de una hiperactividad neuronal en zonas ventrales de la corteza cingulada. Concretamente el área 25 de Brodmann, en el lóbulo frontal de pacientes depresivos. Ese exceso de actividad desaparece tras tratamientos efectivos de diversos tipos, por ejemplo la Estimulación Cerebral Profunda, y persiste en los pacientes resistentes al tratamiento.
Saberlo abre la puerta a desarrollar modelos experimentales para ensayar fármacos que reduzcan dicha hiperactividad neuronal.
Presente y futuro de los tratamientos antidepresivos
Los fármacos antidepresivos actuales (ISRS, IRSN) poseen una acción lenta y una eficacia limitada. La razón se explica en dos brochazos. Aunque inhibir la recaptación hace que la serotonina (neurotransmisor clave para el bienestar emocional) aumente, las neuronas serotoninérgicas tienen un mecanismo de retroalimentación negativa (auto-receptores) que reduce la respuesta de las neuronas serotoninérgicas frente a ese aumento del neurotransmisor. Este mecanismo es, de hecho, una de las principales razones de la acción lenta y limitada de los antidepresivos.
La solución pasaría por bloquear parcialmente esa retroalimentación negativa. Lo malo es que también existen procesos adaptativos en zonas corticales y límbicas que contribuyen a enlentecer la acción clínica de los antidepresivos. Y es imposible intentar luchar en tantos bandos simultáneamente.
¿Existen tácticas alternativas? Parece que sí. En los últimos años se está viendo que ciertas estrategias basadas en modular la actividad del glutamato –el neurotransmisor más abundante del cerebro, de carácter excitador– producen mejorías rápidas en pacientes que no responden a tratamientos convencionales. Como por ejemplo la administración intravenosa de dosis subanestésicas de quetamina. Se trata de un antagonista glutamatérgico usado como anestésico y analgésico que, además, produce un efecto antidepresivo inmediato y persistente (hasta 1 semana de mejoría tras una única dosis) en pacientes resistentes a cualquier otro tratamiento.
Pese a sus efectos secundarios y al riesgo que comporta su potencial adictivo, la Food and Drug Administration de Estados Unidos autorizó el año pasado el uso de quetamina, administrada por vía intranasal, para pacientes depresivos resistentes a otros tratamientos, a fin de mejorar su calidad de vida y reducir el riesgo de suicidio.
Otra posibilidad nada desdeñable es recurrir a los neuroesteroides, que han demostrado rapidez de acción y eficacia en la depresión posparto.
Sea como fuere, está claro que, tras muchos años de estancamiento, estamos asistiendo a un cambio de paradigma que nos invita a ser optimistas. Y a pensar que es posible desarrollar fármacos antidepresivos que superen las limitaciones actuales y proporcionen nuevas esperanzas a los pacientes que no responden a los tratamientos convencionales.
En los últimos 5 años el grupo de investigación liderado por Francesc Artigas Pérez ha recibido financiación del Ministerio de Ciencia e Innovación, Fondo Europeo de Desarrollo Regional (FEDER), del Instituto de Salud Carlos III, Centro de Investigación Biomédica en Red de Salud Mental, CIBERSAM, Generalitat de Catalunya y Fundación Alicia Koplowitz. Asimismo ha sido investigador principal de acuerdos de colaboración con laboratorios Lundbeck sobre el mecanismo de acción de fármacos antidepresivos y antipsicóticos.
Fuente: The Conversation (Creative Commons)
Author: Francesc Artigas Pérez, Profesor de investigación del Instituto de Investigaciones Biomédicas de Barcelona, CSIC – Consejo Superior de Investigaciones Científicas