Si ha habido una frase que se ha repetido como un mantra a lo largo de la pandemia de COVID-19, esta ha sido: “aplanemos la curva”. Y es que había una necesidad urgente de frenar los contagios del virus, de modo que el número de infectados dejara de crecer exponencialmente, para así poder tratar adecuadamente a los enfermos.
Actualmente, en España la curva no solo se ha aplanado, sino que está en pronunciado descenso. Tanto que podemos caer en la tentación de creer que el virus ya no se contagia o, incluso, que ha desaparecido. Es cierto que ahora mismo hay razones para el optimismo, pero, como intentaré explicar a lo largo de este artículo, todavía hay más razones para la prudencia.
Veamos de qué factores depende la transmisión de un virus y analicemos cómo pueden afectar al SARS-CoV-2.
La capacidad de contagio de un virus no es un valor constante
En estos meses todos hemos oído hablar del factor R0, que no es más que el número medio de contagios que produce una persona infectada, en este caso por el SARS-CoV-2. Si R0 es mayor que 1, implica que el virus puede mantenerse de forma estable en una población.
Sin embargo, todos sabemos que las epidemias acaban desapareciendo. Eso sucede porque cuando una persona contrae una enfermedad infecciosa y consigue recuperarse, lo normal es que desarrolle cierta inmunidad frente al patógeno, lo cual supone una barrera para su transmisión. Como consecuencia, el factor R0 disminuye y, cuando alcanza un valor menor que 1, la epidemia comienza a decaer.
¿Cuántas personas inmunes hacen falta en una población para poder estar tranquilos? La respuesta que nos dan los estudios epidemiológicos es que alrededor del 60%. Ese número es el que da la tan ansiada inmunidad colectiva o inmunidad de rebaño, que significa que las personas inmunes protegen a las que todavía se mantienen susceptibles.
Los resultados de la segunda ronda del estudio nacional de seroprevalencia indican que solo el 5.2% de la población española ha estado en contacto con el SARS-CoV-2. Muy lejos de la inmunidad colectiva, y muy lejos también de esa ansiada tranquilidad.
En cierto modo es lógico que no hayamos logrado elevados índices de inmunidad. A fin de cuentas, hemos estado encerrados en nuestras casas durante semanas. Con el confinamiento, lo que hemos conseguido ha sido reducir los contactos entre personas, frenando así la transmisión del virus. Si no se hubiera hecho de esa manera, probablemente habríamos conseguido un mayor nivel de inmunidad, pero habría sido a costa de un número de muertes mucho más elevado.
Afortunadamente, la inmunidad colectiva también se puede lograr de forma artificial, mediante la vacunación. Una alternativa que puede requerir grandes esfuerzos y costes económicos, pero no de vidas humanas.
El SARS-CoV-2, el verano y los hábitos de comportamiento
Otro factor que condiciona la transmisibilidad de los virus es su estabilidad en el ambiente, cuando están fuera de la célula.
Las condiciones ambientales propias del verano (elevadas temperaturas, mayor intensidad de radiación ultravioleta, humedad absoluta más alta) son bastante dañinas para los virus. Especialmente para los que están rodeados por una envuelta lipídica como el SARS-CoV-2. A esto se suma que en verano también pasamos menos tiempo en ambientes cerrados, que favorecen los contagios al permitir mayor cercanía entre las personas en un entorno en el que los virus pueden mantenerse más tiempo que al aire libre.
No es casualidad que haya virus estacionales que causan brotes en invierno y parezcan esfumarse en verano. Que estemos a las puertas de la estación estival podría estar contribuyendo al menor índice de contagios del SARS-CoV-2 en nuestro país. Si, además, todos llevamos mascarilla y mantenemos cierta distancia social, tendremos mucho ganado.
¿Puede cambiar el virus de forma que se haga menos contagioso?
Los virus están siempre mutando, y en mayor medida si su material genético está formado por ARN, como sucede en el caso del SARS-CoV-2. Como consecuencia, las poblaciones virales son distribuciones enormes de mutantes sobre los que actúa la selección natural, favoreciendo a aquéllos que aporten alguna ventaja. Y una ventaja evidente para un virus es la de poder propagarse mejor entre sus hospedadores.
Por eso, no es esperable que el SARS-CoV-2 se haga menos contagioso. Lo que sí podemos esperar es que se haga menos agresivo, ya que la alta transmisibilidad suele ir asociada a síntomas más leves, de modo que el virus pueda multiplicarse durante más tiempo en el mismo hospedador.
Sin embargo, hasta la fecha, no existe ningún estudio que demuestre una asociación clara entre cambios genéticos y la disminución de la agresividad del SARS-CoV-2). Se ha reportado que, en promedio, los enfermos actuales presentan menos carga viral que al inicio de la pandemia. Pero podría deberse a otras razones, como la detección más temprana y el desahogo de los sistemas de salud que ahora pueden atender mejor a los enfermos.
El ejemplo de la gripe
Si tomamos como ejemplo otro virus respiratorio, el virus de la gripe, que ha causado múltiples pandemias que siempre hemos superado, podemos aventurar lo que podemos esperar del SARS-CoV-2. Eso sí, sin certezas.
El virus de la gripe, en el hemisferio norte, prácticamente deja de circular en verano y, además, gran parte de la población presenta cierta inmunidad debida a infecciones pasadas. Sin embargo, el virus resurge cada invierno. Es cierto que su gran variabilidad, que parece ser mayor que la del SARS-CoV-2, favorece este hecho. Pero no deja de ser una realidad que debería hacernos pensar que, mientras no dispongamos de una vacuna o un tratamiento efectivo, tendremos que continuar hablando de “nueva normalidad”. Porque la “antigua normalidad” continuará teniendo muchos riesgos.
La conclusión es que hemos conseguido bajar la curva. Pero esto no ha sucedido ni porque el virus sea menos dañino ni porque exista inmunidad colectiva. Ha sido gracias a las limitaciones en nuestros contactos y a los cambios en nuestras costumbres. Así que mantengamos un prudente optimismo que nos permita reiniciar de nuevo nuestras vidas sin que el otoño nos coja desprevenidos de nuevo.
Ester Lázaro Lázaro does not work for, consult, own shares in or receive funding from any company or organisation that would benefit from this article, and has disclosed no relevant affiliations beyond their academic appointment.
Fuente: The Conversation (Creative Commons)
Author: Ester Lázaro Lázaro, Investigadora Científica de los Organismos Públicos de Investigación. Especializada en evolución de virus, Centro de Astrobiología (INTA-CSIC)