Una pandemia global, que ha puesto a la población mundial en cuarentena, cerrado fronteras y paralizado economías, ha llegado para recordarnos, de manera drástica, nuestra fragilidad como especie y cuánto nos deshumaniza el engreimiento de la prepotencia.
Afortunadamente, no somos inmortales, ni tampoco estamos en posesión de la verdad absoluta. Los dioses olímpicos eran lo primero y por eso mismo se morían mortalmente de aburrimiento. Por otro lado, como señaló Ephraim Lessing, la verdad absoluta es patrimonio exclusivo de la divinidad y lo propio del ser humano es buscarla indefinidamente, sin aspirar a su monopolio.
En realidad sólo gracias a nuestra connatural finitud, fragilidad e imperfección podemos actuar moralmente. Según Kant, el comportamiento ético sería del todo imposible para un Dios cuya santa voluntad se identificara plenamente con la ley moral sin esfuerzo alguno. Pues el empeño ético persigue siempre un ideal hacia cuyo horizonte ucrónico, es decir sin término temporal, avanzamos de modo asintótico a ese destino, como dos líneas paralelas que sólo se cortan en el infinito con arreglo al símil kantiano.
Los prodigios de nuestra fragilidad
Es nuestra frágil condición humana la que nos procura una curiosidad infinita como aliciente científico y nos plantea cuitas morales. Ella nos permite no ser dogmáticos y compartir nuestras dudas para dirimir conjuntamente lo que nos parezca más certero en cada coyuntura, como bien sabía Diderot
E igualmente nos dota del afán de superarnos constantemente para elaborar nuevas teorías y ponerlas en práctica. Sin ese anhelo por exceder los propios límites no cabría inventar nuestros criterios morales con total autonomía, porque nos conformaríamos con lo lo ya dado. Nuestra fecha de caducidad es un acicate imprescindible para dar sentido a nuestras vidas.
Las perversidades de la prepotencia
Las nuevas herramientas tecnológicas y los avances en robótica e inteligencia artificial parecen prometernos un mundo casi tan programable como nuestros ordenadores. ¿Acaso hay algún capricho que no quede satisfecho toqueteando la pantalla de un dispositivo interactivo?
Nuestro móvil nos es útil para comunicarnos, orientar nuestros itinerarios, resolver dudas, contar nuestros pasos, pagar sin tarjeta, hacer fotos, escuchar música, ver series, comprar por internet, controlar las reservas de viajes e incluso jugar al ajedrez con el nivel que nos convenga. Con un instrumento tan manejable y sofisticado a nuestro alcance nos consideramos tremendamente poderosos, al tener la impresión de que todo puede acomodarse con suma facilidad a nuestros antojos.
Lo que la pandemia nos desvela
Pero la pandemia de COVID-19 viene a enfatizar nuestra consustancial fragilidad y mutua interdependencia. Los desordenes del cambio climático ya lo señalaban, pero el mensaje es más rotundo si cabe. A fin de cuentas no estábamos tan preparados para cualquier contingencia como nos hacía creer el engreimiento de una presunta prepotencia tecnológica.
Por otra parte, se pretendía negar la existencia de un abismo político bajo nuestros pies. La hegemonía del pensamiento único ultraneoliberal ensalzado tras la caída del Muro de Berlín impuso unos dogmáticos criterios económicos, asumidos al margen de sus consecuencias para la cohesión social. Se desmantela el Estado de bienestar. Llamamos trabajo a lo que no merece tal nombre y cuenta con una remuneración salarial insuficiente. Nos endeudamos con préstamos cuyos onerosos intereses nos arruinan e impiden planificar su futuro a una juventud extraordinariamente cualificada.
Los corolarios de la pandemia evidencian una nueva “lucha de clases” generada por la injusticia social. Hay quien puede teletrabajar o dispone de los medios para estudiar a distancia, mientras otros pierden su trabajo, cesan su actividad o cierran sus negocios.
Los ancianos merecen un capítulo aparte, porque con el factor de la edad avanzada se han adoptado ciertas medidas polémicas y las actuales residencias para mayores reclaman alternativas, tras haber generado tenebrosas imágenes de pesadilla dignas del Bosco.
El diabólico dilema de la “bolsa o la vida” hemos de abordarlo en tres etapas:
Apuntalar el frente sanitario,
Fijar otras prioridades,
Explorar unas reglas de juego moduladas por otro paradigma en la definición del contrato social.
Nuestra fecunda interdependencia
Ciertamente corremos el riesgo de anhelar caudillajes mesiánicos que pretendan salvarnos mediante un férreo control donde se sacrifique la libertad en aras de una ficticia e incierta seguridad.
Deambular por la calle podría devenir tan ingrato como someterse a un control de seguridad en un aeropuerto, al convertirnos todos en sospechosos. Esa tentación se ve jaleada por los populismos de todo signo y podría cobrar un renovado vigor, tal como advierte Macron mientras hiberna sus impopulares reformas económicas. La Unión Europea debe mostrar que puede jugar un papel muy diferente al de limitarse a custodiar el euro a toda costa.
Ser conscientes de nuestra fragilidad e interdependencia debe suscitar una solidaria colaboración entre las diferentes administraciones y organizaciones políticas a todos los niveles. Urge armonizar las discrepancias y generar consensos tan constructivos como provisionales que tiendan a paliar los estragos de la crisis.
Una revolución dentro de cada cual
Covid-19 nos brinda la ocasión de cambiar nuestra mentalidad, vencer las inercias y revisar nuestra jerarquía de valores. Al margen de que pueda ser más o menos quimérico imaginar un político moral, no es lógico exigir cambios mientras rehuimos nuestra propia responsabilidad, que nos exige acometer una suerte de revolución personal e intransferible, similar a la referida por Kant y Rousseau.
Un mundo mejor siempre en el horizonte
“La lucha por lo que demos en soñar como un mundo mejor no tendrá presumiblemente fin, puesto que siempre nos será dado soñar con un mundo mejor que el que nos haya tocado en suerte vivir.”
Estas palabras de Javier Muguerza nos invitan a soñar con un mundo mejor donde no tengan cabida una extrema desigualdad y una despiadada insolidaridad]. Antes de inquirir si los robots pueden albergar emociones humanas, deberíamos comprobar que no erradicamos las nuestras y nos deshumanizamos.
Evitemos tomar como ejemplo a quienes presuman de ser campeones invencibles en cualquier torneo y aprendamos lo instructivo que resulta saber perder. Al ingenioso hidalgo inmortalizado por Cervantes le caracteriza sobre todo su fragilidad e interdependencia. ¿Qué hubiera sido de don Quijote sin contar con Sancho y cuántas aventuras hubiera vivido este sin aquel?
No envidiemos en absoluto a los dioses, ni pretendamos convertirnos en deidades mediante la tecnología. Los mayores alicientes de nuestra vida reposan sobre las presuntas debilidades que nos hacen requerir del concurso ajeno para dirimir los conflictos y sobreponernos a las adversidades.
Tomar las riendas de nuestro destino colectivo
Nuestra mutua interdependencia no es una carga, sino una lámpara maravillosa que obra un sinfín de prodigios. La pandemia nos ratifica este privilegio y puede contribuir a que modifiquemos nuestros hábitos, los dietéticos e higiénicos, la masificada forma de viajar, el consumismo desaforado, las relaciones con los demás y nuestras costumbres en general.
Decididamente nuestra sinfonía vital requiere más adagios y allegrettos. Abandonemos las prisas y el vértigo de aceleración histórica, entonando un elogio de la lentitud.
Tal como nos recuerda COVID-19, no somos dioses prepotentes y ahí reside nuestra portentosa idiosincrasia, cuya falible versatilidad nos permite orientar los rumbos del destino que compartimos, al modelar nuestro talante o forma de ser. Como escribe Ramón J. Sender:
“El destino existe, desde luego, actúa sobre nosotros y decide nuestras vidas, pero sólo puede actuar con lo que nosotros mismos le proporcionamos. Y se lo proporcionamos con nuestra conducta exterior, que es, naturalmente, un eco, directo o indirecto, de nuestra peculiar y privada manera de ser”.
En definitiva somos los auténticos artífices de nuestro destino social. Nuestro peor enemigo somos nosotros mismos, cuando nos creemos tan prepotentes como para prescindir de los demás y olvidar cuánto nos necesitamos unos de otros. Ojalá esta crisis nos ayude a cambiar nuestro modo de pensar, sentir y hacer. Merecería la pena intentarlo. A la postre COVID-19 podría volvernos más humanos.
Roberto R. Aramayo no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.
Fuente: The Conversation (Creative Commons)
Author: Roberto R. Aramayo, Profesor de Investigación IFS-CSIC. Historiador de las ideas morales y políticas, Instituto de Filosofía (IFS-CSIC)