“Cuando se haga historia de los errores humanos se encontrarán difícilmente ejemplos de esta clase y provocarán asombro que hombres tan competentes, tan especializados, pudieran, en su propia ciencia, ser tan ciegos, tan estúpidos”.
Ferdinand Ritter von Hebra en Semmelweis, de Ferdinand Céline.
Los médicos no siempre se han lavado las manos. Esta técnica, tan promovida en estos tiempos de pandemia, se remonta tan sólo al siglo XIX. Sus antecedentes también están ligados a un país, Austria, y a un lugar: el Hospital General de Viena. Durante este tiempo fue considerado uno de los más grandes y mejores hospitales de Europa. Entre los muchos casos que se trataban en este centro, llama con especial atención los dos grupos médicos que trabajaban con parturientas.
Una mortandad puerperal del 96%
Su mención no se debe al buen trabajo de estos profesionales, sino al elevadísimo índice de mortandad en las mujeres que daban a luz. En diciembre de 1842, las pacientes llegaron a sucumbir una media de 33 mujeres de cada 100 alumbramientos, pero la cifra se hizo alarmante en 1846, cuando la mortandad ascendió a la trágica media de un 96%. La causa siempre era la misma: fiebre puerperal.
En este hospital se elevaban dos pabellones de idéntica construcción dedicados a maternidad. En uno de ellos trabajaba el doctor Philip Ignaz Semmelweis, protagonista de esta historia, y era dirigido por el doctor Klin.
Semmelweis se dio cuenta de que morían más mujeres en su ala del hospital que en la otra capitaneada por el Dr. Bartch. La única diferencia que encontraba entre un pabellón y otro era que en el suyo estaban los estudiantes de medicina y en el otro se encontraban las aprendices de matronas.
Un doctor dispuesto a encontrar la causa
Lo primero que pensó fue que la razón de la muerte de las pacientes podría deberse a los violentos tocamientos de los alumnos al examinar a las mujeres; palpaciones que les ocasionaba una inflamación mortal. Para comprobar su hipótesis solicitó a Klin y a Bartch cambiar a los estudiantes de medicina y a las matronas de una maternidad a otra.
Los efectos del cambio no se hicieron esperar y el índice de mortandad disminuyó en el área dirigida por Klin, mientras que, para disgusto del Dr. Bartch, en su pabellón las muertes ascendieron de forma drástica. Obviamente, éste último solicitó de nuevo el cambio de personal y Klin no dudó en despedir a 20 de los 40 estudiantes que trabajaban para él.
¿Por qué los estudiantes eran más mortales?
A partir de ese momento Semmelweis centró su atención en los jóvenes médicos. Pese a su esmerada supervisión no encontró nada fuera de lo común en sus prácticas y la media de mortandad no descendía. Poco después se dio cuenta de otra diferencia: los estudiantes de medicina hacían autopsias como parte de su formación.
Además, conoció el caso del Dr. Kolletchka, profesor de anatomía, que murió por una infección a consecuencia de una herida durante una estas disecciones.
El contacto mortal autopsias-parturientas
Semmelweis comenzó a fraguar la idea de que trabajar con parturientas después de haber estado manipulando cadáveres podría ser la razón de un contagio producido por lo que él llamó una “materia cadavérica” que se quedaba impregnada en las manos de los jóvenes doctores. Esta materia cadavérica se transmitía a las pacientes al tratarlas; la razón de la muerte era, por tanto, una especie de contagio mortal.
Para comprobar su hipótesis, Semmelweis hizo instalar unos lavabos en las salas de atención y pidió a los médicos lavarse las manos antes de tratar a las parturientas. Cuando el doctor Klin, su jefe, exigió una explicación para tal medida, Semmelweis no supo darla y, debido a una mala contestación, sólo consiguió que le despidieran.
Resultados inmediatos
Afortunadamente, el Dr. Bartch lo aceptó dentro de su pabellón, lo que permitió que Semmelweis siguiera indagando las causas de las muertes de las pacientes. Volvió a la carga y solicitó a las estudiantes de matrona y a todo aquel que atendiera a una paciente lavarse las manos con cloruro cálcico. Tras un mes de aplicación de la nueva técnica de lavado, la mortandad de las mujeres por fiebre puerperal en el pabellón de Bartch llegó a ser de tan sólo un 0,23%.
Un trágico final
Aún así, la nueva técnica de lavado resultaba incómoda y las críticas fueron aumentando entre todo el personal; tanto fue así que Semmelweis terminó siendo destituido de su cargo y desacreditado como científico.
Pero su obsesión por sostener sus ideas era tan grande que llegó a cortarse a sí mismo, con instrumental usado en las autopsias, frente al semblante atónito de sus compañeros. Su intención era probar, con su propia infección, la verdad de sus palabras. No solo no consiguió la atención que solicitaba sino que fue internado en un manicomio, donde moriría al poco tiempo debido a la infección.
Una idea revolucionaria
Ahora nos parece obvio que un médico se lave las manos antes de atender a un paciente, pero hay que pensar que todavía en pleno siglo XIX se seguía creyendo que el origen de las enfermedades se debía a lesiones internas o, de existir un contagio, éste tenía su origen en la influencia miasmática (emanaciones fétidas transmitidas por el aire).
Es decir, las patologías provenían, principalmente, del interior del cuerpo. No se creía que efectos externos pudieran influir en las enfermedades. Desde este paradigma, no extraña que los médicos no tuvieran ningún interés en una rigurosa asepsia (ni siquiera una escasa limpieza) a la hora de atender a los pacientes.
Pasteur, Koch y los microorganismos
Más adelante se dio paso a un estudio posterior de los microorganismos (contagium animatum) en el tratamiento de enfermedades infecciosas. Dos figuras sobresalen a este respecto: Louis Pasteur y Robert Koch. Sin embargo, lo más importante es que a partir de ese momento la realidad médica fue vista de forma diferente.
Los pacientes ya no sólo enfermaban por factores internos de su cuerpo, sino que también podían contraer patologías por factores externos transmitidos por microorganismos (virus y bacterias).
Así que, de alguna manera, debemos, primero a Semmelweis y después a Pasteur y Koch, las medidas que proponemos en contra del coronavirus SARS-CoV-2. Medidas que todavía a principios del siglo XIX eran desdeñadas como absurdas.
Semmelweis es reconocido en la actualidad como uno de los padres de la antisepsia (lo que él pretendía era quitar el olor de las emanaciones miasmáticas) y como salvador de las madres. Por desgracia, no llegó a disfrutar de estos renombres en vida y murió denostado por sus colegas.
Ramón Ortega Lozano no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.
Fuente: The Conversation (Creative Commons)
Author: Ramón Ortega Lozano, Profesor de Antropología de la salud y Comunicación humana en la Facultad de Ciencias de la Salud San Rafael-Nebrija, Universidad Nebrija