Señora presidenta de la Cámara, vicepresidente Biden, miembros del Congreso, distinguidos invitados, conciudadanos:
Nuestra Constitución establece que, periódicamente, el presidente informe al Congreso del estado de nuestra Unión. Nuestros dirigentes han cumplido ese deber desde hace 220 años. Lo han hecho en periodos de prosperidad y tranquilidad. Y lo han hecho en medio de la guerra y la depresión; en momentos de grandes luchas y grandes esfuerzos.
Es tentador remontarnos a esos momentos y postular que nuestro progreso era inevitable, que Estados Unidos estaba destinado a triunfar. Pero, cuando el ejército de la Unión se vio rechazado en la batalla de Bull Run y cuando los aliados desembarcaron en la playa de Omaha, la victoria era muy dudosa. Cuando el mercado se hundió en el Martes Negro y cuando los manifestantes por los derechos civiles fueron apaleados en el Domingo Sangriento, el futuro era cualquier cosa menos seguro. Fueron instantes que pusieron a prueba el valor de nuestras convicciones y la fuerza de nuestra Unión. Y, a pesar de nuestras divisiones y nuestras diferencias, nuestras vacilaciones y nuestros miedos, Estados Unidos se impuso porque decidimos avanzar como una nación, como un pueblo.
Ahora, una vez más, nos enfrentamos a una prueba. Y una vez más, debemos responder a la llamada de la historia.
Hace un año, tomé posesión en medio de dos guerras, una economía sacudida por una grave recesión, un sistema financiero al borde del colapso y un gobierno profundamente endeudado. Expertos de todo el espectro político nos advirtieron de que, si no actuábamos, podíamos sufrir una segunda depresión. De modo que actuamos, de manera inmediata y agresiva. Y un año más tarde, lo peor de la tempestad ya ha pasado.
Pero la desolación sigue presente. Uno de cada diez estadounidenses sigue sin encontrar trabajo. Muchas empresas se han hundido. El valor de las viviendas ha descendido. Los pueblos y las comunidades rurales se han visto especialmente afectados. Para quienes ya habían conocido la pobreza, la vida se ha vuelto mucho más dura.
Esta recesión ha aumentado además las cargas que las familias estadounidenses soportan desde hace decenios: la carga de trabajar más y más tiempo por menos dinero; de no poder ahorrar lo suficiente para jubilarse ni enviar a los hijos a la universidad.
Es decir, conozco las angustias presentes en nuestras vidas. No son nuevas. Esas luchas son la razón por la que presenté mi candidatura a la presidencia. Esas luchas son las que he observado durante años en lugares como Elkhart, Indiana, y Galesburg, Illinois. Oigo hablar de ellas en las cartas que leo cada noche. Las más penosas de leer son las que están escritas por niños, en las que preguntan por qué tienen que irse de su casa o cuándo va a poder volver a trabajar su madre o su padre.
Para estos estadounidenses, y para muchos otros, el cambio no se ha producido con la suficiente rapidez. Algunos se sienten frustrados; algunos están indignados. No entienden por qué parece que la mala conducta en Wall Street se ve recompensada y el trabajo esforzado en la vida corriente, no; ni por qué Washington no ha sabido o no ha querido resolver ninguno de nuestros problemas. Están cansados de partidismos, de gritos, de mezquindades. Saben que no podemos permitírnoslos en estos momentos.
Nos enfrentamos, pues, a retos grandes y difíciles. Y lo que esperan los estadounidenses –lo que merecen– es que todos nosotros, demócratas y republicanos, resolvamos nuestras diferencias; que nos sobrepongamos al peso entorpecedor de nuestras disputas políticas. Porque, aunque quienes nos eligieron para nuestros puestos tienen distintos orígenes, distintas experiencias y distintas creencias, las angustias que sufren son las mismas. Las aspiraciones que tienen son comunes a todos. Un puesto de trabajo que permita pagar las facturas. Una oportunidad de progresar. Y, sobre todo, la capacidad de dar a nuestros hijos una vida mejor.
¿Y saben qué más tienen en común? Tienen en común la terca capacidad de resistencia ante las adversidades. Después de uno de los años más difíciles de nuestra historia, siguen trabajando, fabricando coches y enseñando a los niños, creando empresas y volviendo a estudiar, entrenando a los equipos de sus hijos y ayudando a sus vecinos. Como decía una mujer en una carta, “Estamos pasándolo mal pero llenos de esperanza, luchando pero animados”.
Ese espíritu, esa enorme decencia y esa gran fuerza, son los que hacen que nunca haya estado más esperanzado que esta noche sobre el futuro de Estados Unidos. A pesar de nuestras dificultades, nuestra Unión es fuerte. No nos rendimos. No abandonamos. No permitimos que el miedo ni las divisiones quiebren nuestro espíritu. En esta nueva década, ha llegado el momento de que el pueblo estadounidense tenga un gobierno que esté a la altura de su decencia, que encarne su fuerza.
Y esta noche me gustaría hablar sobre la forma de que, todos juntos, podamos hacer realidad esa promesa.
Ese camino empieza por la economía.
Nuestra tarea más urgente, al asumir el cargo, era apuntalar a los bancos que habían contribuido a esa crisis. No fue fácil hacerlo. Si hay algo que ha unido a demócratas y republicanos, fue que todos odiamos tener que rescatar a los bancos. Yo lo detesté. Ustedes lo detestaron. Fue una medida tan poco popular como una endodoncia.
Sin embargo, cuando presenté mi candidatura a la presidencia, prometí que no haría sólo lo que fuera popular; haría lo que fuera necesario. Y, si hubiéramos permitido la crisis del sistema financiero, el desempleo sería el doble del que es hoy. Desde luego, más empresas habrían cerrado. Seguro que se habrían perdido más hogares.
Así que apoyé los esfuerzos del gobierno anterior para crear el programa de rescate financiero. Y, cuando asumimos el programa, lo hicimos más transparente y responsable. Como consecuencia, hoy los mercados están estabilizados y hemos recuperado la mayor parte del dinero que gastamos en los bancos.
Para recuperar el resto, he propuesto una cuota a los grandes bancos. Ya sé que Wall Street no mira la idea con buenos ojos, pero, si esas empresas pueden permitirse el lujo de volver a repartir grandes primas, también pueden permitirse una cuota modesta para devolver el dinero a los contribuyentes que les rescataron cuando lo necesitaban.
Mientras estabilizábamos el sistema financiero, también tomamos medidas para hacer que nuestra economía volviera a crecer, salvar el mayor número posible de puestos de trabajo y ayudar a los estadounidenses que hubieran perdido su empleo.
Por ese motivo hemos prolongado o incrementado las prestaciones de desempleo para más de 18 millones de estadounidenses; hemos hecho que el seguro de salud sea un 65% más barato para las familias que obtienen su cobertura a través de la Ley de Reconciliación Presupuestaria (COBRA); y hemos aprobado 25 recortes fiscales.
Lo repito: hemos recortado impuestos. Hemos recortado impuestos para el 95% de las familias trabajadoras. Hemos recortado impuestos para las pequeñas empresas. Hemos recortado impuestos para los compradores de una primera vivienda. Hemos recortado impuestos para los padres que tratan de cuidar de sus hijos. Hemos recortado impuestos para ocho millones de estadounidenses que están pagando la universidad. Como consecuencia, millones de ciudadanos tienen más dinero para gastarlo en gasolina, alimentos y otras necesidades, y todo eso contribuye a mantener más puestos de trabajo. Y no hemos subido los impuestos sobre la renta ni un centavo a ninguna persona. Ni un solo centavo.
Gracias a las medidas que hemos tomado, hay unos dos millones de estadounidenses trabajando que, si no, estarían en el paro. De ellos, 200.000 trabajan en la construcción y las energías limpias, 300.000 son profesores y otros profesionales de la educación. Decenas de miles son policías, bomberos, funcionarios de prisiones y trabajadores de los servicios de emergencia. Y estamos camino de añadir un millón y medio más de empleos a ese total de aquí a final de año.
El plan que ha hecho posible todo esto, desde los recortes fiscales hasta los puestos de trabajo, es la Ley de Recuperación. Efectivamente, la Ley de Recuperación, también conocida como la Ley de Estímulo. Economistas de derechas y de izquierdas han asegurado que esta ley ha ayudado a salvar puestos de trabajo y a evitar la catástrofe. Pero no es verdad sólo porque lo digan ellos.
No hay más que hablar con la pequeña empresa de Phoenix que va a triplicar su plantilla gracias a la Ley de Recuperación. O con el fabricante de ventanas de Filadelfia que dice que antes era escéptico sobre esa ley, hasta que tuvo que añadir dos turnos más de trabajo por todo el negocio que había impulsado. O con la profesora que está sacando adelante a sus dos hijos por sí sola y a la que su director dijo la última semana que, gracias a la Ley de Recuperación, no la iban a despedir después de todo.
Hay historias de este tipo en todo el país. Y después de dos años de recesión, la economía está volviendo a crecer. Los fondos de pensiones han empezado a recuperar parte de su valor. Las empresas están empezando a invertir otra vez y algunas, poco a poco, a contratar más personal.
Sin embargo, soy consciente de que, por cada historia que termina bien, hay otras, de hombres y mujeres que se despiertan con la angustia de no saber de dónde va a salir su próximo sueldo; que envían currículums todas las semanas y no reciben ninguna respuesta. Por eso el empleo debe ser nuestra gran prioridad en 2010, y por eso hago esta noche un llamamiento a elaborar una nueva ley de empleo.
El verdadero motor de la creación de empleo en este país serán siempre sus empresas. Pero el gobierno puede sentar las condiciones necesarias para que las empresas se expandan y contraten a más trabajadores. Deberíamos empezar donde empiezan casi todos los nuevos puestos de trabajo: en las empresas pequeñas, las compañías que se ponen en marcha cuando un empresario se atreve a intentar hacer realidad un sueño, o un trabajador decid que ha llegado la hora de convertirse en su propio jefe.
Esas empresas han capeado el temporal de la recesión a base de valentía y empeño, y están listas para crecer. Sin embargo, cuando uno habla con los pequeños empresarios de sitios como Allentown, Pennsylvania, o Elyria, Ohio, resulta que, aunque los bancos de Wall Street están volviendo a prestar dinero, se lo prestan sobre todo a las grandes empresas. Para las pequeñas empresas de todo el país, la financiación sigue siendo difícil.
Por eso, esta noche, propongo que apartemos 30.000 millones de dólares del dinero que han devuelto los bancos de Wall Street y lo utilicemos para ayudar a los bancos locales a ofrecer a las pequeñas empresas los créditos que necesitan para mantenerse a flote. Propongo también un nuevo crédito fiscal para pequeñas empresas, destinado a más de un millón de pequeñas empresas siempre que contraten nuevos trabajadores o aumenten los salarios. Y, ya que estamos, vamos a eliminar también todos los impuestos sobre las ganancias de capital en las inversiones en pequeñas empresas y a ofrecer incentivos fiscales para todas las empresas, grandes o pequeñas, con el fin de que inviertan en nuevas plantas y nuevo equipamiento.
A continuación, vamos a hacer que los estadounidenses trabajen hoy construyendo las infraestructuras de mañana. Desde las primeras líneas de ferrocarril hasta el sistema de autopistas interestatales, nuestra nación siempre ha contado con construcciones competitivas. No hay razón para que Europa y China tengan los trenes más rápidos o las plantas nuevas capaces de fabricar productos con energías limpias.
Mañana visitaré Tampa, en Florida, donde pronto comenzarán las obras para la construcción de un nuevo tren de alta velocidad financiado por la Ley de Recuperación. Hay proyectos como ése en todo el país que crearán empleo y ayudarán a trasladar bienes, servicios e información por todo el país. Debemos poner a trabajar a más estadounidenses en la construcción de instalaciones de energías limpias y ofrecer descuentos a quienes conviertan sus viviendas en unos lugares con mayor eficacia energética, que proporciona empleo a más gente en el sector de las energías limpias. Para animar a esas empresas y otras semejantes a que no se vayan del país, ha llegado el momento de acabar con las desgravaciones fiscales para empresas que se llevan puestos de trabajo al extranjero y dárselas a las que creen empleo en Estados Unidos.
La Cámara de Representantes ha aprobado un proyecto de ley de empleo que incluye alguna de estas medidas. Insto al Senado a que, como primer punto en la agenda de este año, haga lo mismo. La gente está sin trabajo. Está pasándolo mal. Necesita nuestra ayuda. Y yo quiero tener una ley de empleo sobre mi mesa sin más tardar.
Pero la verdad es que estas medidas no van a compensar, de todas formas, los siete millones de puestos de trabajo que hemos perdido en los últimos dos años. La única forma de avanzar hacia el pleno empleo es sentar las bases de un crecimiento económico a largo plazo y abordar, por fin, los problemas que las familias estadounidenses afrontan desde hace años.
No podemos permitirnos otra supuesta “expansión” económica como la de la última década -la que algunos denominan “década perdida”-, en la que el empleo creció más despacio que durante ningún periodo de expansión anterior; en la que la renta de las familias norteamericanas cayó mientras el coste de la sanidad y la educación alcanzaba niveles sin precedentes; en la que la prosperidad se construyó sobre una burbuja inmobiliaria y la especulación financiera.
Desde el día en que tomé posesión, me han dicho que afrontar nuestros retos más amplios era demasiado ambicioso, que serían unos esfuerzos muy polémicos, que nuestro sistema político estaba demasiado paralizado y que era mejor esperar un tiempo.
Para quienes hacen esas afirmaciones, no tengo más que una pregunta:
¿Cuánto debemos esperar? ¿Cuánto tiempo debe aparcar Estados Unidos su futuro?
Washington lleva decenios diciéndonos que esperemos, mientras los problemas iban empeorando. Mientras tanto, China no ha esperado para modernizar su economía. Alemania no ha esperado. India no ha esperado. Esos países no están quietos. Esos países no se disputan la segunda plaza. Están dando más importancia a las matemáticas y las ciencias. Están reconstruyendo sus infraestructuras. Están haciendo grandes inversiones en energías limpias porque quieren esos puestos de trabajo.
Pues bien, yo no acepto una segunda plaza para Estados Unidos. Por difícil que resulte, por incómodos y polémicos que puedan ser los debates, ha llegado el momento de ponernos serios y empezar a arreglar los problemas que impiden nuestro crecimiento.
Un punto de partida es una seria reforma financiera. No estoy interesado en castigar a los bancos, estoy interesado en proteger nuestra economía. Un mercado financiero fuerte y saludable permite que las empresas accedan a los créditos y creen nuevos puestos de trabajo. Canaliza los ahorros de las familias hacia inversiones que elevan las rentas. Pero eso sólo puede ocurrir si nos protegemos frente a la temeridad que estuvo a punto de hundir toda nuestra economía.
Debemos asegurarnos de que los consumidores y las familias de clase media tengan la información que necesitan para tomar decisiones económicas. No podemos permitir que las instituciones financieras, incluidas las que se encargan de nuestros depósitos, corran riesgos que pongan en peligro toda la economía.
La Cámara ha aprobado ya una reforma financiera que incluye muchos de estos cambios. Y los grupos de presión ya están intentando eliminarla. No podemos dejar que ganen esta pelea. Y, si el proyecto de ley que acabe encima de mi mesa no cumple los requisitos de la verdadera reforma, lo devolveré.
Después, debemos estimular la innovación en Estados Unidos. El año pasado, hicimos la mayor inversión de la historia en investigación básica, una inversión que puede desembocar en las celdas solares más baratas del mundo o en un tratamiento que mate las células cancerígenas pero deje intactas las sanas. Y ningún sector está más maduro para esa innovación que la energía. Podemos ver los resultados de las inversiones del año pasado en la empresa de Carolina del Norte que va a crear 1.200 puestos de trabajo en todo el país para ayudar a fabricar baterías avanzadas; o en la de California que va a emplear a 1.000 personas para hacer paneles solares.
Ahora bien, para crear más empleo en el área de las energías limpias, necesitamos más producción, más eficacia y más incentivos. Eso significa construir una nueva generación de centrales nucleares limpias y seguras. Significa tomar decisiones difíciles como la de abrir nuevas zonas costeras para la extracción de gas y petróleo. Significa hacer una inversión continua en biocombustibles avanzados y tecnologías limpias del carbón. Y significa también aprobar un proyecto de ley integral sobre la energía y el clima con incentivos que hagan que la energía limpia sea la más rentable en Estados Unidos.
Agradezco a la Cámara que haya aprobado ese proyecto de ley. Este año, estoy deseando ayudar a mejorar la colaboración entre los dos partidos en el Senado. Sé que ha habido dudas sobre si nos podemos permitir esos cambios en una situación económica difícil; y sé que hay quienes no están de acuerdo con las abrumadoras pruebas científicas sobre el cambio climático. Pero, aunque uno tenga dudas, ofrecer incentivos a la eficacia energética y las energías limpias es lo mejor para nuestro futuro, porque el país que esté a la vanguardia de la economía de energías limpias será el país que estará a la vanguardia de la economía mundial. Y ese país debe ser Estados Unidos.
En tercer lugar, debemos exportar más bienes. Porque, cuantos más productos fabriquemos y vendamos a otros países, más puestos de trabajo tendremos aquí. Por tanto, esta noche, vamos a fijarnos un nuevo objetivo: duplicar nuestras exportaciones durante los próximos cinco años, un incremento que sostendrá dos millones de puestos de trabajo en Estados Unidos. Para facilitar esa meta, vamos a poner en marcha una Iniciativa Nacional de Exportaciones que ayudará a los agricultores y las pequeñas empresas a aumentar sus exportaciones, y reformará los controles de la exportación sin que eso afecte a la seguridad nacional.
Debemos buscar activamente nuevos mercados, como hacen nuestros competidores. Si Estados Unidos permanece al margen mientras otros países firman acuerdos comerciales, perderemos la oportunidad de crear empleo dentro de nuestras fronteras. Pero ser consciente de esas ventajas significa también garantizar el cumplimiento de esos acuerdos para que nuestros socios comerciales respeten las reglas. Y por eso vamos a intentar seguir elaborando un acuerdo comercial en Doha que abra los mercados mundiales y vamos a reforzar nuestras relaciones comerciales en Asia y con socios clave como Corea del Sur, Panamá y Colombia.
En cuarto lugar, debemos invertir en la capacidad y la educación de nuestra gente.
Este año, hemos roto el pulso entre la izquierda y la derecha con la puesta en marcha de un concurso nacional para mejorar nuestras escuelas. La idea es sencilla: en vez de recompensar el fracaso, sólo vamos a recompensar el éxito. En vez de financiar el statu quo, sólo vamos a invertir en reformas, unas reformas que incremente el triunfo escolar, inspire a los estudiantes a sacar buenas notas en matemáticas y ciencias y transforme las escuelas con más problemas que privan a demasiados jóvenes de su futuro, tanto en comunidades rurales como en los barrios más desfavorecidos de las ciudades. En el siglo XXI, uno de los mejores programas para luchar contra la pobreza es una educación de primera categoría. En este país, no puede ser que el éxito de nuestros hijos dependa más de dónde viven que de su talento.
Cuando renovemos la Ley de Educación Elemental y Secundaria, trabajaremos con el Congreso para extender estas reformas a los cincuenta estados. No obstante, en esta economía, un título de bachillerato ya no garantiza un buen trabajo. Insto al Senado a que haga como la Cámara y apruebe un proyecto de ley que revitalizará nuestras universidades públicas, que son una vía de posibilidades para muchos hijos de familias trabajadoras. Para que la universidad sea más asequible, esta ley acabará por fin con las subvenciones injustificadas a los contribuyentes que van a parar a los bancos por los préstamos estudiantiles. Es mejor que tomemos ese dinero y demos a las familias un crédito fiscal de 10.000 dólares para sufragar cuatro años de universidad y aumentemos las becas federales. Y vamos a decir a otro millón de estudiantes que, cuando se gradúen, no tendrán que pagar más que el 10% de su renta en préstamos estudiantiles, y que toda su deuda se perdonará al cabo de 20 años, 10 años si se meten a trabajar en el servicio público. Porque, en los Estados Unidos de América, nadie debería arruinarse porque ha querido ir a la universidad. Y ya es hora de que las universidades se tomen en serio el deber de recortar sus gastos, porque ellas también tienen que contribuir a resolver este problema.
Pero el precio de la universidad no es más que una de las cargas que afronta la clase media. Por eso, el año pasado, pedí al vicepresidente Biden que presidiera un grupo de trabajo sobre las Familias de Clase Media. Por eso estamos casi duplicando el crédito fiscal para cuidados infantiles, y estamos haciendo que sea más fácil ahorrar para la jubilación dando a todos los trabajadores acceso a una cuenta de pensiones y ampliando el crédito fiscal a quienes empiezan a ahorrar. Por eso estamos trabajando para elevar el valor de la mayor inversión de una familia: su casa. Las medidas que tomamos el año pasado para reforzar el mercado inmobiliario han permitido que millones de ciudadanos pidan nuevos préstamos y ahorren una media de 1.500 dólares en pagos de hipoteca. Este año, incrementaremos la refinanciación para que los propietarios de viviendas puedan pasarse a hipotecas más asequibles. Y para poder aliviar la deuda de las familias de clase media es precisamente para lo que seguimos necesitando una reforma del seguro de salud.
Que no haya equívocos: yo no decidí abordar este tema para apuntarme una victoria legislativa. Y a estas alturas debe de estar bastante claro que no decidí abordar la reforma sanitaria porque era políticamente conveniente.
Decidí ocuparme de la sanidad por las historias que he oído contar a ciudadanos con enfermedades preexistentes cuyas vidas dependen de que consigan cobertura; pacientes a los que se ha negado esa cobertura; y familias –incluso algunas con seguro– que, con una enfermedad más, corren peligro de caer en la ruina.
Después de casi un siglo de intentarlo, estamos más cerca que nunca de aportar más seguridad a las vidas de muchos estadounidenses. La estrategia que hemos adoptado protegería a todos los ciudadanos de las peores prácticas de las aseguradoras. Daría a las pequeñas empresas y a los ciudadanos sin seguro una oportunidad de escoger un plan de salud asequible en un mercado competitivo. Exigiría que todos los planes de seguros incluyeran los cuidados preventivos. Y, por cierto, quiero reconocer la labor de nuestra primera dama, Michelle Obama, que este año va a crear un movimiento nacional para abordar la epidemia de la obesidad infantil y hacer que nuestros hijos estén más sanos.
Nuestra estrategia protegería el derecho de los ciudadanos que tienen seguro a mantener su médico y su plan. Reduciría los costes y las primas de millones de familias y empresas. Y, según la Oficina de Presupuestos del Congreso -la organización independiente a la que todas las partes consideran asignan la tarea de llevar las cuentas del Congreso-, nuestra estrategia reduciría el déficit hasta en un billón de dólares durante las dos próximas décadas.
Aun así, ésta es una cuestión compleja y, cuanto más se debatía, más escepticismo despertaba. Asumo mi parte de responsabilidad por no explicarla con más claridad a los ciudadanos. Y sé que, con todas las presiones y todos los tira y aflojas, este proceso dejó a la mayoría de los estadounidenses sin saber en qué iba a ayudarles.
Pero también sé que este problema no va a desaparecer. Para cuando termine de hablar aquí esta noche, más estadounidenses habrán perdido su seguro. Este año lo perderán millones. Nuestro déficit aumentará. Las primas subirán. A algunos pacientes les negarán los cuidados que necesitan. Los pequeños empresarios seguirán eliminando los seguros por completo. Yo no voy a abandonar a estos estadounidenses, y tampoco deben hacerlo quienes están en esta Cámara.
Cuando se hayan enfriado los ánimos, quiero que todo el mundo vuelva a echar un vistazo al plan que hemos propuesto. Si muchos médicos, enfermeros y expertos en sanidad, que conocen nuestro sistema mejor que nadie, piensan que esta estrategia es una inmensa mejora respecto al statu quo, es por algo. Pero si alguien, del partido que sea, tiene una estrategia mejor, que disminuya las primas, reduzca el déficit, proteja a los que no tienen seguro, refuerce Medicare para los ancianos e impida los abusos de las compañías de seguros, que me lo haga saber. Lo que yo le pido al Congreso es lo siguiente: no deis la espalda a la reforma. No en este momento. No cuando estamos tan cerca. Vamos a encontrar una forma de colaborar y rematar la tarea por el bien del pueblo estadounidense.
Ahora bien, aunque la reforma de la sanidad redujera nuestro déficit, no basta para sacarnos del enorme agujero fiscal en el que nos encontramos. Ése es un problema que hace que los demás sean mucho más difíciles de resolver, y que ha sido objeto de muchos enfrentamientos políticos.
Empezaré a hablar de los gastos de gobierno con una aclaración. Al principio de la década pasada, Estados Unidos tenía un superávit presupuestario de más de 200.000 millones de dólares. Cuando yo tomé posesión, llevábamos un año con un déficit de más de 1 billón de dólares y unos déficits proyectados de 8 billones de dólares durante la próxima década. La mayor parte se debía a no haber pagado dos guerras, dos recortes fiscales y un carísimo programa de medicamentos con receta. Además, los efectos de la recesión habían contribuido con un agujero de 3 billones de dólares en nuestro presupuesto. Eso fue antes de que yo llegara.
Si hubiera asumido el cargo en una época normal, nada me habría gustado más que empezar a reducir el déficit. Pero llegamos en medio de una crisis, y nuestros esfuerzos para evitar una segunda Depresión han sumado otro billón de dólares más a nuestra deuda nacional.
Estoy totalmente convencido de que hicimos lo que había que hacer. Pero, en todo el país, las familias están apretándose el cinturón y tomando decisiones difíciles. El gobierno federal debería hacer lo mismo. Por tanto, esta noche, voy a proponer unas medidas concretas para devolver el billón de dólares que hizo falta el año pasado para rescatar la economía.
A partir de 2011, estamos preparados para congelar los gastos de gobierno durante tres años. Los gastos relacionados con nuestra seguridad nacional, Medicare, Medicaid y la Seguridad Social no se verán afectados. Pero todos los demás programas a discreción del gobierno, sí. Como cualquier familia que anda justa de dinero, nos atendremos a un presupuesto para invertir en lo que necesitamos y sacrificar lo que no. Y si tengo que hacer respetar esta disciplina mediante un decreto, lo haré.
Seguiremos repasando el presupuesto partida por partida para eliminar programas que no podemos permitirnos y no funcionan. Ya hemos identificado 20.000 millones de dólares en ahorros para el próximo año. Con el fin de ayudar a las familias trabajadoras, vamos a prolongar nuestros recortes fiscales para la clase media. Pero en una época de déficits sin precedentes, no vamos a seguir con los recortes fiscales para las compañías petrolíferas, los gestores de fondos de inversión ni quienes ganan más de 250.000 dólares al año. No podemos permitírnoslo.
Incluso aunque paguemos lo que hayamos gastado durante mi mandato, seguiremos teniendo que afrontar el enorme déficit que teníamos cuando llegué al cargo. Más importante, el coste de Medicare (la asistencia sanitaria a las personas mayores), Medicaid (la asistencia sanitaria de beneficencia) y la Seguridad Social (el sistema de pensiones) seguirá disparándose. Por eso he convocado una Comisión Fiscal, con participación de los dos partidos, inspirada en una propuesta del republicano Judd Gregg y el demócrata Kent Conrad. Éste no puede ser uno de esos trucos de Washington que nos permite hacer como si hubiéramos resuelto el problema. La Comisión tendrá que ofrecer una serie concreta de soluciones en un plazo fijo. Ayer, el Senado bloqueó un proyecto de ley que habría creado esa comisión. Por consiguiente, voy a firmar un decreto que nos permita seguir avanzando, porque me niego a pasar este problema a otra generación de estadounidenses. Y mañana, cuando llegue la votación, el Senado debería restablecer la ley de ingresos sobre la marcha, que fue uno de los motivos principales por los que tuvimos superávits sin precedentes en los años noventa.
Sé que, dentro de mi propio partido, algunos dirán que no podemos ocuparnos del déficit ni congelar el gasto de gobierno cuando tantos están pasándolo tan mal. Estoy de acuerdo, y por eso esta congelación no entrará en vigor hasta el año que viene, cuando la economía sea más fuerte. Pero quiero que quede clara una cosa: si no tomamos medidas significativas para contener nuestra deuda, podría hacer daño a nuestros mercados, aumentar el precio de los préstamos y poner en peligro nuestra recuperación; todo lo cual, a su vez, podría tener un efecto todavía peor en el crecimiento del empleo y las rentas familiares.
Desde algunos escaños de la derecha, supongo que oiremos un argumento diferente: que si invertimos menos en nuestro pueblo, prolongamos los recortes fiscales a los ricos, eliminamos más normas y mantenemos el statu quo en sanidad, nuestros déficits desaparecerán. Lo malo es que eso es lo que hicimios durante ocho años. Es lo que nos metió en esta crisis. Es lo que contribuyó a que tengamos estos déficits. Y no podemos volver a hacerlo.
En vez de librar las mismas batallas cansinas que llevan décadas dominando Washington, ha llegado el momento de que probemos algo nuevo. Invirtamos en nuestros ciudadanos sin dejarles inmersos en una montaña de deuda. Hagamos frente a nuestra responsabilidad con quienes nos han traído aquí. Probemos con el sentido común.
Para ello, debemos reconocer que nos enfrentamos a un déficit de algo más que unos dólares. Nos enfrentamos a un déficit de confianza, dudas profundas y corrosivas obre el funcionamiento de Washington que llevan años creciendo. Para recobrar esa credibilidad debemos actuar en los dos extremos de Pennsylvania Avenue con el fin de poner fin a la desmesurada influencia de los lobbies, hacer nuestro trabajo de manera abierta y dar a nuestro pueblo el gobierno que se merece.
A eso vine a Washington. Por eso, por primera vez en la historia, mi administración publica en la red el nombre de los que visitan la Casa Blanca. Y por eso hemos excluido a los lobbistas de cargos de responsabilidad estratégica y puestos en consejos y comisiones federales.
Pero no podemos quedarnos ahí. Ha llegado la hora de exigir a los grupos de presión que revelen cada contacto que hagan en nombre de un cliente con mi administración y con el Congreso. Y ha llegado la hora de fijar unos límites estrictos a las contribuciones que puedan hacer los lobbistas a los candidatos para puestos federales. La semana pasada, el Tribunal Supremo revocó un siglo de legislación para abrir la posibilidad de que los intereses especiales -incluidos extranjeros- puedan gastar sin límites en nuestras elecciones. No creo que las elecciones deban financiarse con dinero de los intereses más poderosos del país ni, peor aún, de entidades extranjeras. La decisión debe ser del pueblo estadounidense, y por eso insto a demócratas y republicanos a que aprueben un proyecto de ley que contribuya a remediar este problema.
Insto asimismo al Congreso a que prosiga el camino de la reforma de las partidas destinadas de antemano. Han recortado parte del gasto y han adoptado cambios importantes. Pero para restablecer la confianza del público son necesarias más cosas. Por ejemplo, algunos miembros del Congreso colocan en la red peticiones de asignaciones de partidas. Hoy pido al Congreso que publique todas las peticiones en una sola página web antes de cada votación, para que los estadounidenses sepan cómo se gasta su dinero.
Por supuesto, ninguna de estas reformas se llevará a cabo si no reformamos también nuestra forma de trabajar juntos.
No soy ingenuo. Nunca pensé que el mero hecho de elegirme fuera a a traer la paz, la armonía y una era de colaboración entre los dos partidos. Sabía que las dos formaciones habían alimentado divisiones profundamente arraigadas. Y, en ciertos temas, hay diferencias filosóficas que siempre nos harán discrepar. Esas diferencias, sobre el papel del gobierno en nuestras vidas, se producen desde hace más de 200 años. Son la esencia misma de nuestra democracia.
Lo que causa frustración al pueblo norteamericano es un Washington en el que cada día es un día de elecciones No podemos estar siempre en campaña, con el único objetivo de ver quién puede conseguir más titulares bochornosos sobre su rival, la convicción de que, si tú pierdes, yo salgo ganando. Ningún partido debe retrasar ni obstaculizar cada proyecto de ley simplemente porque puede hacerlo. La confirmación de personas muy cualificadas para ocupar cargos públicos no debe depender de proyectos o agravios de unos cuantos senadores. Washington puede pensar que decir algo del otro bando, por falso que sea, forma parte del juego. Pero ese tipo de politiqueo es precisamente el que ha hecho que los partidos hayan dejado de ayudar a los ciudadanos. Peor aún, está sembrando más divisiones entre nuestros ciudadanos y más desconfianza en el gobierno.
Por tanto, no, no voy a renunciar a cambiar el tono de nuestra política. Sé que es un año de elecciones. Y después de la semana pasada, está claro que la fiebre de la campaña ha llegado antes que nunca. Pero tenemos que gobernar. A los demócratas, les recuerdo que todavía tenemos la mayoría más grande en décadas, y la gente espera que resolvamos algunos problemas, no que vayamos a escondernos. Y si la dirección republicana va a insistir en que se necesitan sesenta votos en el Senado para hacer cualquier cosa, entonces la responsabilidad de gobernar también es de ellos. Decir que no a todo puede ser buena política a corto plazo, pero no es gobernar. Estamos aquí para servir a nuestros ciudadanos, no cultivar nuestras ambiciones. Vamos a demostrar al pueblo que podemos trabajar juntos. Esta semana voy a hablar ante una reunión de republicanos de la Cámara. Y me gustaría empezar a celebrar reuniones mensuales con las direcciones de los dos partidos. Sé que lo aguardan con impaciencia.
Durante toda nuestra historia, ningún problema ha unido más a nuestro país que la seguridad. Por desgracia, parte de la unidad que sentimos después del 11-S se ha disipado. Podemos discutir todo lo que se quiera sobre quién tiene la culpa de ello, pero no me interesa remover el pasado. Sé que todos amamos a este país. Todos estamos entregados a su defensa. Así que vamos a dejar de lado las bravatas de patio de colegio sobre quién puede más. Vamos a rechazar la falsa alternativa entre proteger a nuestra gente y hacer respetar nuestros valores. Vamos a dejar atrás el miedo y las divisiones, y a hacer lo que haga falta para defender nuestra nación y labrar un futuro más esperanzado, para Estados Unidos y para el mundo.
Ésa es la tarea que comenzamos el año pasado. Desde mi primer día en el puesto, hemos renovado nuestra atención a los terroristas que amenazan a nuestro país. Hemos hecho inversiones importantes en seguridad interior y hemos desbaratado planes que amenazaban con eliminar vidas de estadounidenses. Estamos solucionando los fallos imperdonables que han quedado al descubierto con el intento de atentado del día de Navidad, con más seguridad en las líneas aéreas y una actuación más rápida por parte de nuestros servicios de inteligencia. Hemos prohibido la tortura y reforzado las relaciones con otros países, desde el Pacífico hasta la Península Arábiga, pasando por el sur de Asia. Y en el último año, hemos capturado o matado a cientos de combatientes y afiliados de Al Qaeda, entre ellos muchos líderes; muchos más que en 2008.
En Afganistán, estamos aumentando nuestras tropas y entrenando a las Fuerzas de Seguridad afganas para que puedan empezar a hacerse cargo de la situación en julio de 2011 y nuestros soldados puedan empezar a volver a casa. Recompensaremos el buen gobierno, reduciremos la corrupción y apoyaremos los derechos de todos los afganos, hombres y mujeres. Contamos con el apoyo de socios y aliados que también han reforzado su presencia y que mañana se reunirán en Londres para reafirmar nuestro objetivo común. Nos aguardan tiempos difíciles. Pero estoy seguro de que triunfaremos.
Mientras orientamos la lucha hacia Al Qaeda, estamos dejando Irak a su pueblo, de manera responsable. Como candidato, prometí que acabaría esta guerra, y es lo que estoy haciendo como presidente. Todas nuestras tropas de combate estarán fuera de Irak para finales del próximo mes de agosto. Apoyaremos al gobierno iraquí durante la celebración de las elecciones y seguiremos colaborando con el pueblo iraquí para promover la paz y la prosperidad regional. Pero que quede claro que esta guerra está terminando, y todos nuestros soldados volverán a casa.
Esta noche, todos nuestros hombres y mujeres de uniforme -en Irak, Afganistán y todo el mundo- deben saber que cuentan con nuestro respeto, nuestra gratitud y todo nuestro apoyo. Y, así como ellos deben tener los recursos que necesitan en la guerra, todos tenemos la responsabilidad de apoyarles cuando vuelven a nuestro país. De ahí que hayamos hecho el mayor aumento de las inversiones para los veteranos en décadas. Por eso estamos construyendo un edificio del siglo XXI para la Administración de Veteranos. Y por eso Michelle se ha asociado con Jill Biden para orquestar un compromiso nacional de apoyo a las familias militares.
A la vez que libramos dos guerras, nos enfrentamos al que es tal vez el mayor peligro para el pueblo estadounidense: la amenaza de las armas nucleares. He asumido la visión de John F. Kennedy y Ronald Reagan con una estrategia que invierta la tendencia a la difusión de estas armas y busque un mundo sin ellas. Para reducir nuestras reservas y nuestros lanzamisiles, sin dejar de garantizar el elemento disuasorio, Estados Unidos y Rusia están completando unas negociaciones sobre el tratado de control de armas de más alcance en casi veinte años. Y, en la Cumbre de seguridad nuclear del mes de abril, reuniremos a 44 países con un claro objetivo: asegurar todos los materiales nucleares vulnerables del mundo en un plazo de cuatro años, para que nunca puedan caer en manos de terroristas.
Estos esfuerzos diplomáticos nos han dado asimismo más fuerza para tratar con los países que insisten en violar los acuerdos internacionales y en intentar adquirir esas armas. Por eso ahora Corea del Norte afronta un aislamiento cada vez mayor y unas sanciones más fuertes; sanciones que están aplicándose con toda energía. Por eso la comunidad internacional está más unida y la República Islámica de Irán más aislada. Y, mientras los líderes iraníes sigan ignorando sus obligaciones, no puede haber duda: ellos también tendrán que arrostrar unas consecuencias cada vez más graves.
Ése es el tipo de liderazgo que estamos ejerciendo: un compromiso que favorece la seguridad y la prosperidad de todo el mundo. Estamos trabajando, a través del G-20, para sostener una recuperación mundial duradera. Estamos colaborando con comunidades musulmanas de todo el mundo para fomentar la ciencia, la educación y la innovación. Hemos pasado de ser espectadores a estar en primera línea de la lucha contra el cambio climático. Ayudamos a países en vías de desarrollo a alimentarse por sí mismos y continuamos la lucha contra el sida. Y estamos poniendo en marcha una nueva iniciativa que nos dará la capacidad de reaccionar con más rapidez y más eficacia al bioterrorismo y las enfermedades infecciosas, un plan que luchará contra las amenazas en nuestro país y reforzará la salud pública en el extranjero.
Estados Unidos lleva a cabo estas acciones, como ocurre desde hace sesenta años, porque nuestro destino está unido al de otros. Pero también lo hacemos porque es lo debido. Por eso, esta noche, mientras estamos aquí reunidos, más de 10.000 estadounidenses trabajan con muchos países para ayudar al pueblo de Haití a recuperarse y reconstruir.
Por eso estamos con la niña que sueña con ir a la escuela en Afganistán; apoyamos los derechos humanos de las mujeres que se manifiestan por las calles de Irán; y defendemos al joven al que se le ha negado un trabajo por culpa de la corrupción en Guinea. Porque Estados Unidos siempre debe estar al lado de la libertad y la dignidad humana.
En el extranjero, nuestra mayor fuerza la han constituido siempre nuestros ideales. Lo mismo ocurre dentro de nuestras fronteras. Vemos unidad en nuestra increíble diversidad, aprovechamos la promesa consagrada en nuestra Constitución: la idea de que todos somos iguales, que no importa quién sea o qué aspecto tenga una persona, si respeta la ley debe estar protegida por ella; que, si se adhiere a nuestros valores comunes, debe recibir el mismo trato que cualquier otra.
Debemos renovar continuamente esta promesa. Mi gobierno cuenta con una División de Derechos Civiles que está volviendo a perseguir las violaciones de los derechos civiles y la discriminación laboral. Hemos reforzado, por fin, nuestras leyes para prevenir los crímenes impulsados por el odio. Este año, trabajaré con el Congreso y con el ejército para revocar la ley que niega a los ciudadanos homosexuales el derecho a servir al país que aman por ser quienes son. Vamos a atacar drásticamente las infracciones de la ley sobre igualdad de salario, de forma que las mujeres obtengan la misma remuneración por una jornada igual de trabajo. Y debemos continuar la tarea de arreglar nuestro defectuoso sistema de inmigración, asegurar nuestras fronteras, aplicar nuestras leyes y garantizar que cualquiera que se atenga a las reglas pueda contribuir a nuestra economía y enriquecer nuestra nación.
Al final, son nuestros ideales y nuestros valores los que construyeron Estados Unidos. Unos valores que nos permitieron crear una nación compuesta por inmigrantes de todos los rincones del planeta; unos valores que todavía impulsan a nuestros ciudadanos. Cada día, los estadounidenses cumplen sus responsabilidades con respecto a sus familias y sus empresas. Una y otra vez, echan una mano a sus vecinos y hacen su contribución a su país. Se enorgullecen de su trabajo y tienen un espíritu generoso. Éstos no son valores republicanos ni valores demócratas, valores de empresarios ni valores de trabajadores. Son valores americanos.
Por desgracia, son demasiados los ciudadanos que han perdido la fe en que nuestras principales instituciones -nuestras empresas, nuestros medios de comunicación y, por qué no, nuestro gobierno- sigan reflejando esos mismos valores. Cada una de esas instituciones está llena de hombres y mujeres honrados que hacen una labor importante para contribuir a la prosperidad de nuestro país. Pero, cada vez que un consejero delegado se premia por un fracaso o un banquero nos pone a todos en peligro por su propia condicia personal, las dudas de la gente aumentan. Cada vez que los lobbistas manipulan el sistema o los políticos se despedazan en vez de ayudar a levantar el país, perdemos la fe. Cuantas más veces reducen los “expertos” de las tertulias de televisión los debates serios a discusiones estúpidas y las grandes cuestiones a frases sonoras, más se alejan nuestros ciudadanos.
No es de extrañar que haya tanto cinismo.
No es de extrañar que haya tanta desilusión.
Yo hice campaña con la promesa de cambio; un cambio en el que podemos creer, decía el eslogan. Y ahora mismo sé que hay muchos estadounidenses que no están seguros de si todavía creen que podemos cambiar o, por lo menos, de si yo puedo conseguirlo.
Pero hay que recordar una cosa: yo nunca sugerí que el cambio sería fácil ni que yo podía hacerlo solo. La democracia, en una nación de 300 millones de personas, puede ser ruidosa, caótica y complicada. Y, cuando uno intenta llevar a cabo grandes cosas y grandes transformaciones, se despiertan las pasiones y la controversia. Las cosas son así.
Quienes ocupamos cargos públicos podemos reaccionar actuando con prudencia y evitando tener que contar verdades incómodas. Podemos hacer lo necesario para salir bien parados en las encuestas y superar la siguiente elección en vez de hacer lo más conveniente para la siguiente generación.
Pero también sé otra cosa: si la gente hubiera tomado esa decisión hace cincuenta años o hace cien años o hace doscientos años, hoy no estaríamos aquí. La única razón por la que estamos es que hubo generaciones anteriores que no tuvieron miedo de hacer lo difícil, de hacer o que era necesario incluso cuando no estaban seguros de tener éxito, de hacer lo que hiciera falta para mantener vivo el sueño para sus hijos y sus nietos.
Nuestro gobierno ha sufrido algunos reveses este año, y algunos de ellos fueron merecidos. Pero todos los días me despierto sabiendo que no son nada comparados con los reveses que han sufrido numerosas familias en todo el país. Y lo que me permite seguir adelante y con ganas de luchar es que, a pesar de todos esos reveses, el espíritu de determinación, de optimismo y de decencia esencial que siempre ha sido la base del pueblo estadounidense, sigue vivo.
Sigue vivo en el pequeño empresario que me escribió, hablando de su compañía: “Ninguno de nosotros… quiere pensar, ni por asomo, en que podamos fracasar”.
Sigue vivo en la mujer que dijo que, aunque tanto sus vecinos como ella han sufrido con la recesión, “somos fuertes. Somos resistentes. Somos americanos”.
Sigue vivo en el chico de ocho años de Louisiana que me envió su paga y me pidió que se la hiciera llegar al pueblo de Haití. Y sigue vivo en todos los estadounidenses que lo han dejado todo para ir a algún lugar en el que nunca habían estado a sacar a gente a la que no conocían de debajo de escombros, con gritos de “¡U.S.A.! ¡U.S.A.! ¡U.S.A!” cada vez que se salvaba otra vida.
Ese espíritu que ha sostenido esta nación durante más de dos siglos sigue vivo en vosotros, su gente.
Hemos terminado un año difícil. Hemos superado un decenio difícil. Pero ahora empieza un nuevo año. Comienza una nueva década. No nos rendimos. No me rindo. Aprovechemos el instante para empezar de nuevo, llevar adelante el sueño y volver a fortalecer nuestra unión.
Gracias. Dios les bendiga. Y Dios bendiga a los Estados Unidos de América.