La pandemia de COVID-19 ha protagonizado este año 2020 y está teniendo terribles consecuencias sanitarias, sociales y económicas en todo el mundo. Afortunadamente, durante las últimas semanas hemos comenzado a ver la luz al final del túnel gracias a la publicación de los resultados, muy positivos en cuanto a seguridad y eficacia, de los primeros candidatos a vacunas que entraron en la fase 3 de sus ensayos clínicos. Dos de ellas, las producidas por las empresas Moderna y Pfizer/BioNTech, han mostrado ya eficacias en torno al 95 %. Aunque aún falta medio año para que termine dicha fase 3 pronto comenzarán a administrarse en Estados Unidos y Europa.
Ambas vacunas están basadas en una molécula bien conocida en diferentes campos de investigación, pero que hasta ahora nunca había saltado a la opinión pública: el ARN (abreviatura de ácido ribonucleico). En concreto, utilizan un tipo llamado ARN mensajero (ARNm), con las instrucciones para que determinadas células de nuestro sistema inmune produzcan la proteína S que forma la espícula del coronavirus SARS-CoV-2, lo que desencadena una respuesta protectora en la persona que recibe la vacuna.
El ARN es una molécula que puede degradarse con facilidad, principalmente por la acción de proteínas catalíticas (o enzimas) especializadas en cortarla. Por ello, el ARN vacunal se administra incluyendo una media de 10 moléculas de ese ARNm en vesículas esféricas protectoras, formadas por lípidos (similares a los que constituyen las membranas celulares) y de tamaño nanométrico (mucho menor que nuestras células).
A diferencia de otros tipos de vacunas, las basadas en ARN han de mantenerse ultracongeladas hasta casi el momento de su administración. Sin embargo, el ARN no es una molécula que se haya puesto de moda ahora, sino que lo ha estado desde hace mucho tiempo. En concreto, durante los últimos 3 800 millones de años.
El ARN, molécula central en la biología
El análisis a nivel molecular de todos los seres vivos conocidos, y en concreto la comparación de sus genomas, ha mostrado grandes similitudes entre ellos. Esto mostró, hace más de cuarenta años, que las tres grandes ramas del árbol de la vida (bacterias, arqueas y eucariotas) provienen del mismo antepasado.
A esa especie (o, tal vez, a esa comunidad de ellas) la conocemos como “último ancestro común universal” (LUCA, acrónimo formado por sus iniciales en inglés) y se estima que pudo vivir hace unos 3 700 millones de años (Ma), solo 800 millones después de que se formaran la Tierra y la Luna.
LUCA ya tenía las principales características que aparecen en toda la biología actual, y basaba su funcionamiento en tres moléculas clave: el ADN (archivo de información genética), las proteínas (moléculas catalíticas o enzimas, responsables del metabolismo, y también estructurales), y el ARN (intermediario en el flujo de información genética, que se produce en el sentido ADN→ARN→Proteínas).
El ARN es un ácido nucleico, un polímero formado por unidades o monómeros llamados ribonucleótidos. Estos pueden ser de cuatro tipos: A, C, G y U. Su estructura más estable es la cadena sencilla, en vez de la doble hélice característica del ADN.
Sin embargo, aunque sea una cadena sencilla, cualquier molécula de ARN se pliega sobre sí misma cuando está en disolución, debido a que sus monómeros tienden a reconocerse entre ellos siguiendo las reglas A-U, G-C y G-U. Así, el ARN acaba formando estructuras más o menos complejas, lo que le permite realizar diversas funciones en las células. De hecho, el paso ARN→Proteínas está protagonizado por diferentes tipos de ARN:
La información genética, previamente copiada (transcrita) desde el ADN, se encuentra en forma de ARNm (como el usado en las vacunas comentadas).
Su traducción a proteínas se realiza en los ribosomas (agregados de ARN ribosomal, ARNr, y proteínas)
En este proceso de decodificación de la información también participan los llamados ARN de transferencia (ARNt).
Además, todo el flujo de información genética está regulado por otras moléculas de ARN.
El ARN también constituye el genoma de gran número de “entidades replicativas” que no pueden considerarse auténticos seres vivos, pero que resultan fundamentales en la evolución por su continua interacción con las células a las que parasitan: muchas familias de virus (entre ellos los coronavirus), y también unos patógenos de plantas más sencillos llamados viroides.
Las dos caras de la moneda de la vida
Por lo que acabamos de comentar, el ARN es mucho más que una molécula intermediaria en el flujo de información genética. De hecho, puede servir tanto de genotipo (secuencia con información genética) como de fenotipo (molécula estructural y funcional). Es decir, el ARN es tan versátil como para poder representar las dos caras de la moneda de la vida, algo que no está al alcance del ADN (solo actúa como genotipo) ni de las proteínas (únicamente contribuyen al fenotipo).
En este sentido, un descubrimiento fundamental realizado en 1982 es que en la biología actual existen moléculas de ARN cuya estructura tridimensional les permite actuar como catalizadores, acelerando ciertas reacciones bioquímicas. Hasta entonces se pensaba que las funciones catalíticas solo podían ser realizadas por las enzimas de naturaleza proteica y, por analogía, a estos catalizadores de ARN se les llamó ribozimas. Sus descubridores recibieron el Premio Nobel de Química en 1989.
Actualmente conocemos ocho tipos de ribozimas naturales diferentes, y otros han sido obtenidos artificialmente mediante experimentos de evolución molecular in vitro. Además, en los laboratorios también utilizamos esta tecnología para seleccionar moléculas de ARN llamadas aptámeros, que se unen a los ligandos deseados con tanta afinidad y especificidad como los anticuerpos a sus antígenos.
¿Un “mundo de ARN” en el origen de la vida?
En el campo de investigación sobre el origen de la vida, tras las ideas seminales de Charles Darwin a mediados del siglo XIX y los modelos planteados por Alexander Oparin y John Haldane en la década de 1920, las primeras aproximaciones experimentales fueron realizadas por Stanley Miller en 1953 y Joan Oró en 1959. Con ello se inauguraba un campo denominado química prebiótica, que desde entonces ha permitido obtener, a partir de compuestos químicos sencillos, los monómeros o moléculas biológicas básicas como aminoácidos, nucleótidos, azúcares y lípidos simples.
De esta forma se ha demostrado que a partir de la química existente en la Tierra primitiva, sumada a los aportes realizados por meteoritos y cometas durante la infancia de nuestro planeta, pudo formarse una sopa prebiótica (acertada metáfora que debemos a Oparin) de la que surgió la biología. Pero desde esos monómeros hasta LUCA debió recorrerse un largo camino en el que las moléculas químicas y sus interacciones se fueron haciendo cada vez más complejas, hasta llegar a formarse sistemas que combinaban los tres componentes fundamentales de los seres vivos: un compartimento basado en membranas, metabolismo para procesar la materia y la energía del entorno, y la replicación de una molécula genética.
Precisamente en esa etapa intermedia volvemos a encontrarnos con el ARN, ya que debido a su capacidad para actuar como genotipo y fenotipo se considera que pudo ser anterior a las proteínas y al ADN. Así, el modelo conocido como “mundo del ARN” plantea que entre la química prebiótica y LUCA pudieron existir protocélulas basadas en ARN (denominadas ribocitos por algunos científicos) que contenían un genoma de ARN y ribozimas como catalizadores metabólicos, cuyas funciones podrían estar moduladas por otras biomoléculas (como péptidos o diversos compuestos orgánicos) e incluso por los metales y minerales presentes en el medio.
El mundo del ARN permite resolver una paradoja que es equivalente a la del huevo y la gallina, pero en versión molecular. En efecto, si volvemos al esquema del flujo de información biológica en todas las células (ADN→ARN→Proteínas) asumimos que sin ADN no puede haber proteínas. Pero a su vez las proteínas también son necesarias para que exista el ADN, ya que la replicación de este ácido nucleico es realizada por proteínas enzimáticas. Entonces, ¿quién apareció antes, el ADN o las proteínas? Como acabamos de ver, quizá ninguna de esos dos biopolímeros sino el ARN.
Esta sugerente hipótesis aún tiene varios aspectos pendientes de resolver, pero muchos científicos consideramos al ARN como el punto de partida de la evolución darwiniana en la Tierra… o tal vez fuera de ella.
En 2021, unos 3 800 millones de años después de que el ARN protagonizara el origen de la vida, una variante de esa misma molécula va a colaborar decisivamente a la supervivencia de una especie animal que siempre se creyó superior a las demás, pero que ha sido amenazada muy seriamente por un virus también basado en ARN.
Carlos Briones no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.
Fuente: The Conversation (Creative Commons)
Author: Carlos Briones, Científico Titular del CSIC y Vocal de la Junta Directiva de la Sociedad Española de Virología, Centro de Astrobiología (INTA-CSIC)