No podía dejar de mirarlo. El primer día pensé que había sido casualidad, pero un mes después lo reconocí como parte de mi entorno.
Era imposible concebir no encontrarme con ese señor de más de setenta años, con ropa muy humilde, un poco sucio y una gran barba que se encontraba sentado bajo uno de los murales de la estación de metro que yo recorría todos los días para dirigirme a la oficina en la que trabajaba.
You got your cherry bomb, de Spoon sonaba en mi ipod la primera vez que lo ví. Él escribía en un cuaderno de piel que había visto pasar todos los años del mundo. Me paré junto a él, como buscando algo en mi mochila para poder curosear un poco en su escrito. Descubrí unos garabatos rojos y azules; muchos triángulos con algunas espirales. Me sentí instrusa al entrometerme en su mundo de papel, así que desvié la mirada y continué mi camino.
Conforme mis pasos seguían, mi mente tarareaba Bohemian Like You, de The Dandy Warhols. ¿Realmente quería saber lo que escribía un desconocido en su cuaderno? ¿Por qué me había movido tanto? Cada día encuentro personajes diferentes que despiertan mi curiosidad en mi camino: el señor que toca la trompeta para ayudarse con unos pesos, la señora que vende dulces sobre una manta roja con unos pocos agujeros, la joven enfermera que va durmiéndose en el tren con sus libros usándolos como almohada, el chofer del “carruaje” que platica sobre la ineficacia de los nuevos puentes y el poco desarrollo urbano que hay desde hace 20 años, por ejemplo. Nunca alguien había despertado ese sentimiento en mí, de curiosidad y ganas de comerme en dos mordidas su historia, nadie como el anciano del cuaderno de piel.
Comencé a imaginar qué clase de relatos habría en ese cuaderno, al puro estilo de “La nueva vida” de un tal Orham Pamuk (sumamente recomendable, por cierto).
Me pensé parada, en medio de todo y nada: “Un aire muy fuerte, sacudiendo mis rizos y mi falda larga. Se me alcanzan a ver las botas hasta la rodilla y con una mano sostengo la boina. Sonrío al ver cómo vuelan las hojas, al compás invisible de unos acordes de guitarra llena de flamenco. El otoño ha llegado y con él los árboles sacan sus vestidos rojos del armario”. Ahí, en mi fantasía, estaba el anciano escritor. Tranquilo, paciente, describiéndome. Metiéndome en sus relatos. Igual que yo, veía la vida pasar y escribía frases que les robaba a los peatones. Los dos mirándonos fijamente sin mirarnos realmente.
Debo confesar que su imagen me acompañaba en las mañanas solitarias rumbo a una oficina en la cual no terminaba de adaptarme. El hecho de verlo día con día me recordaba la capacidad propia de crear historias ajenas.
Así pasaron varios meses. Él llenaba ese espacio imaginario de juglar antiguo y me confié. Cada vez me acercaba un poco más para ver sus apuntes. Siempre absorto y no miraba hacia otra parte que no fuese su cuaderno, su espacio único vital se me antojaba irresistible.
Un día, con Bratislava de Beirut de fondo, recorriéndome desde el tuétano, decidí acercarme a él. Quería presentarme. Quería darle las gracias por ser parte de mi entorno. Claro, esto obedecía a mi repentina dosis de felicidad patrocinada por mi enamoramiento profundo a mi nuevo novio. Al estar con él (el nuevo) todo es hermoso y me dan ganas de agradecerle al universo todo lo que ha puesto frente a mí. Cuando estoy enamorada, como ahora, comienzo a notar las pequeñas cosas sencillas, como ver a un anciano garabatear en un cuaderno, que me hacen feliz, aún cuando la cotidianeidad me atrapa y que las olvido por la inercia.
En fin, la canción me acompañaba. Iba sola. Paso a paso, con mi andar recién descubierto (ese de pisadas firmes y estables “como de gato”, sugerida por uno de los inquilinos”).
Conforme caminaba y daba vueltas, mi mente recreaba algunas de las cosas pequeñas, “simples” que hacen feliz a mi ser: los amaneceres en la playa, despertar tarde los domingos, salir con mi guardiana al campo enorme de flores moradas y correr como si no existiera nada más importante en el mundo, abrir los ojos a media noche para descubrir que dormí acompañada y no poder dejar de sonreír, sentarme a leer en un parque, la risa de los niños, poder caminar hasta la parte nevada de un volcán, reír hasta que la panza duela, abrazar a una amiga querida que vive en otra parte del mundo, tomar fotos, bailar en un concierto, festejar los cumpleaños…
Las tenía ordenadas casi en orden de importancia. Caminaba más rápido hacia él con una sonrisa sardónica, moviendo los brazos al compás del caminar nuevo, con brillo especial en el cuerpo y la mirada que hace a mis ojos un poco más negros que de costumbre. Quería compartirlas con el sabio escritor del mural del metro. Me sentía tan importante como para llegar a platicarle mi visión y versión del mundo. Como si eso pudiera incluirme más en su entorno.
Dí varias vueltas antes de decidirme a pararme junto al viejo. Llegué justo cuando se acabó Bratislava y comenzó Istanbul, de The Breeders. (¿Qué pasa con los títulos de las canciones y lo que representan? Casi contaban una historia paralela por sí mismas. Creo que mi subconsciente lo estaba disfrutando).
De pronto, silencio. Sólo hubo silencio.
Él estaba ahí, dónde siempre. Lo rodeaba por lo menos una decena de personas. Ví cómo corrían unos policías justo hacia ese lugar. Paré mis pasos y comencé a respirar más rápido. Trataba de entender qué pasaba. Las señoras lloraban. Los vendedores de periódicos y pepitas rodeaban al señor. Chismosos iban y venían. Se escucharon gritos. Cerré los ojos.
Alguien trajo una sábana blanca. Otro más unas veladoras.
A lo lejos, abandonado, el cuaderno de piel. Discretamente me acerqué para recogerlo. Nadie me miró. Lo tomé y caminé rápidamente mientras escurrían las lágrimas hasta mi cuello. Me temblaban las manos y no podía casi ni sostenerlo.
Salí de la estación del metro con náuseas y me dirigí al parque que está cruzando la calle. Había niños riendo, jugando. El sol brillaba, los árboles rojos, vendedores de agua jabonosa que hacían burbujas de jabón. Elegí una banca verde con un farol de bola. Me senté a respirar y al tratar de calmarme un poco. Me dí cuenta que estaba llorando como si se hubiese muerto alguien de mi familia. No supe ni su nombre.
Dos bocanadas de aire, Getting away with it de James y abrí el cuaderno. Descubrí que el señor no sabía escribir. Estaba lleno de garabatos en diferentes colores, texturas y formas. Él creaba sus historias a partir de imágenes dibujadas en un trozo de papel. Jugaba a escribir mientras la pluma se sentía en libertad entre sus dedos. Las palabras dejaron de ser palabras para convertirse en líneas, círculos, triángulos, espirales y tachones, todos con la misma intensidad y pasión que una historia de amor.
Aún conservo el cuaderno. Todavía no sé su nombre. ¿Alguien de ustedes lo conoce?
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Imagen: TomSwift46