Una recámara vacía, silente, aún con las paredes llenas de humedad y con muchos secretos que contar. Las toallas sin doblar encima de las sábanas, casi queriéndose confundir unas a otras. Audífonos y un ipod con la pantalla prendida, indicando que la canción que se repetía una y otra vez era The Shining, de Mando Diao.
Yo estaba sentada frente a la ventana, desnuda y sin poder hablar. Sólo veía cómo se caían las hojas de los árboles y unos cuántos edificios a lo lejos. No había nada más en esa visión, no cabía nada más.
Era demasiado temprano cuando él, entre besos, me dijo que tenía que irse a trabajar. En ese momento sólo quise que las noches, nuestras noches, fuesen como las de Oslo. Esas que nunca acaban (dicen).
Había pasado ya tanto tiempo desde la última vez en que pudimos coincidir en el mismo lugar que casi no reconocí sus labios.
Todo comenzó con una llamada. “¿Hola? ¿Me escuchas? ¿Dónde estás?” –“En la misma ciudad que tú. Ahora mismo respondo a tu llamada desde Bellas Artes”. –“Sí, escucho al organillero. Parecería que nos coordinamos para hacer esta llamada.” –“Querida, no tienes sentido del romance. Se llama Se-re-na-ta, aunque sea por teléfono. ¿Cómo estás en tiempos? ¿Nos vemos?”.
Las noches con él siempre son perfectas, mágicas. Mi cuerpo lo reconoce a 100 kms de distancia. Sólo basta que sus brazos rodeen mi cintura y su boca encuentre a la mía para que olvide todo y a todos, para que ese momento perfecto en que los dos cuerpos están uno dentro del otro parezca eterno y no exista mejor música que acompañe el momento que la que nosotros creamos en ese instante.
Pero esta vez fue diferente a las demás. Ahora descubrí a alguien que no conocía. Él decidió hablar conmigo. “Tengo algo muy importante que decirte”, dijo al principio del encuentro. Yo supuse que me iba a hablar de su ascenso o de lo que conoció en su último viaje a Tokyo.
Cuando comenzó a sacar los regalos que tenía para mí de su vuelta al mundo pensé que tendría una historia extraordinaria, como esas que acostumbra contarme después de besarme tiernamente, mientras juega con los rizos indomables que enmarcan mi rostro. “Espera, espera un poco. Antes de que empieces con la historia o lo que tengas que decirme, quiero ponerte la canción que acabo de descubrir que nos queda perfecto”. En el ipod que le regalé busqué “When she walks” de Cake y la puse.
Como siempre sonrió, me abrazó y entrecerró los ojos, como intentando poner atención. Me apretaba la mano y movía la cabeza al compás de la música. En ese momento yo pensé que no habría hombre más guapo en el mundo, pero me aguanté las ganas de besarlo, por lo menos hasta que acabara la canción.
Entre besos, la entretenida tarea de quitarnos la ropa el uno al otro, unas cuántas mordidas y algunas caídas, con muchas risas, se me olvidó que quería “decirme algo” y él ya no lo mencionó.
Nunca había sido así de pasional. Normalmente es del tipo tranquilo-complaciente- paciente. Esta vez se invirtieron los papeles y no me daba un segundo de tregua. Jamás lo había sentido tan cercano, tan dentro. Sus ojos entraban a los míos sin yo poder o querer detenerlo. Una y otra y otra… y otra vez.
Los primeros rayos de sol anunciaron que pronto tendríamos que irnos, por separado, cada quien a nuestro destino. Antes, él comenzó a tararear “Eleutheria” de Lenny Kravitz. Una de las canciones más románticas del mundo mundial. Me llenó de besos y, tomando mi mano, nos levantamos para bañarnos juntos.
“Me voy a casar. Ella está embarazada y quiere una vida tradicional. Yo descubrí que estoy absolutamente enamorado de ti pero siempre he querido ser papá”. Sentí que el corazón se volvía agua y caía entre mis senos, mi ombligo. Se quedaba entre mis piernas para terminar su camino en la coladera, como el agua que me recorría en ese momento.
“Quise despedirme de ti. Quise tener un último suspiro contigo”. Cabrón, te lo hubieras ahorrado. Mi mente se quedó en blanco. No pude decirle nada. No quise. No supe.
Lo observé fijamente, en silencio. Mis ojos acompañaron sus pasos hacia el coche, se llenaron de la calle y movimiento. Sólo pensé en Portishead. “Hell is around the corner” llegó como de golpe, como un suspiro involuntario. No querría estar en sus zapatos.
Las primeras lágrimas que sentí fue cuando el desapego sonaba en mi cabeza. Una y otra vez me decía a mí misma: el desapego es la fórmula secreta.
Tomé lo que me quedaba y emprendí camino. En un café de ñoras me contaron que la boda fue muy linda. “¿Cómo te la perdiste? Él se veía guapísimo y ella era la más feliz”. No quise volver a verlo, sobre todo después de saber que su hija lleva mi nombre.
Después de todo, el desapego y ser estoica me hacen más llevadera la caminata por el mundo. Dreams of californication, dreams of californication. Cómo me gusta ese disco de los Red Hot Chilli Peppers, me recuerda que aunque creamos que estas historias sólo nos pasan a nosotros, siempre son historias de hojaldras y otros panes.
Por cierto, estoy de abstemia. Decidí entrarle a #unasemanasintwitter en este asunto de fortalecer los desapegos y hacer mis pasos más firmes, como de “gato” dicen, así que no twitteo nada de nada. No entro a la página, no veo menciones y no abro mensajes directos.
Espero que podamos encontrarnos cuando se cumpla el plazo y regrese a mi vida de microblog. Mientras leo, escucho música y hago todo menos pensar en mis novios, ejem, digo en mis tuits. De eso se trata el desapego, ¿no?
Buenas canciones, una tarde lluviosa a la semana y sólo un pedazo de corazón para ustedes.
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Imagen: Simon Pais-Thomas