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El mar… | Historias de hojaldras y otros panes

Fin de semana en la playa. Por fin, después de ocho meses muy intensos pude escaparme a ese lugar tan maravilloso que está en constante movimiento. Me acosté en la arena a ver pasar las nubes y escuché el rugido del mar en mi oído.
A pesar del calor y estar sudando todo el día como si se estuviera en sauna, la playa es de mis lugares preferidos porque puedo ser parte de aquello que está bastante vivo. Me refiero a que ahí se puede sentir, ver y oler la revolución de seres moviéndose de un lago a otro. El mar nunca está en paz y te lo recuerda a cada momento. Yo no se si es el calor o que a nivel del mar uno va perdiendo inhibiciones, pero las feromonas se encuentran casi en todos lados, “a flor de piel” que le dicen.
Sólo fueron dos días, aprovechando el pretexto de una boda, en los que cambié el entorno burocrático diario y fui a tirarme al sol, sin pensar en nada más.
Iba sonriendo, contenta, como puberta con nuevo amor pues tuve una maravillosa despedida de semana. Hace mucho tiempo que un chico no lograba sorprenderme y este habitante de un penthouse muy exclusivo de mi corazón lo logró. Con el tiempo me he ido volviendo demasiado quisquillosa en eso de los chicos. Que si no leen suficiente, que si trabajan demasiado, que si su técnica de “conquista” parece de película de Tin Tan, que si se sienten demasiado guapos, que si se sienten demasiado feos…En fin, el catálogo de “que sis” es muy amplio. Los que viven en mi corazón por el momento es porque he descubierto cosas en ellos que me gustan mucho y considero poco comunes en el resto de la gente. Lo mismo hay un filósofo que un ingeniero, un músico que un diplomático. Todos son únicos y especiales, pero sólo hay uno como ellos.
Este chico en particular me llena con música nueva, le gusta la onda argentina y la música en español. Él me presentó a “Los amigos invisibles” cuando me dedicó un par de rolitas de ellos, la cadencia del ritmo hizo que los convirtiera en indispensables en mi lista cotidiana de “canciones imperdibles”. En fin, con él he recuperado mi lado más inocente. El que sentía cuando era una puberta enamorada del “príncipe zapoteca”. Resulta que este habitante de mi corazón también es de esa época y de una u otra forma ha permanecido con el paso de los años. De muchos muchos años. Mi relación con él me hace pensar en el viejo dicho que dice uno de mis hermanos: “En cuestiones del amor, cuando uno está en la fila india tocando el hombro de la persona frente a nosotros para que voltee a mirarnos, olvidamos por completo mirar al que está tocando el nuestro”.

Así que decidí dejarme llevar, perder el miedo a intentar algo nuevo y acepté la propuesta para vernos antes de que emprendiera carretera para desaparecerme el fin de semana. Sólo verlo me puso nerviosa. Por cuestiones de horario decidimos vernos después de nuestros horarios oficinistas. El trayecto se me hizo e-ter-no. Cuando vi su manita que me saludaba desde el coche comenzaron a temblarme las piernitas. Llegué muy seria al coche y me subí, sonriendo un poco, escondiendo las manos que no dejaban de sudar. Una cosa importante de aclarar es que cada quien maneja el departamento de su corazón como le da la gana. La única regla más o menos “universal” es no lastimar ni romper corazones a placer.  Una de mis reglas particulares que no tener tiempos establecidos en los contratos de mis habitantes. Es decir, pueden vivir años ahí, en el corazón. Podemos no vernos durante mucho tiempo y yo no los desalojo. De hecho no me gusta verlos tan seguido, eso es algo atemporal en mi vida. Una vez realizada esta pequeña aclaración, tenía un par de años que no lo veía, así que cuando lo sentí cerca en el coche no sabía bien qué hacer. Él sonrió mucho, me abrazó y se acercó sutilmente a mis labios  diciendo: “¿Qué? ¿No me vas a saludar?” Ese primer beso provocó que el calor se me subiera hasta la cabeza y me diera un ataque de risa nerviosa.
Fue la cita perfecta, plática, cena rica; una noche total y absolutamente estrellada en la que los besos eran los invitados principales.
Siempre, por lo menos en mi realidad, es un poco complejo adaptarte a una persona nueva en eso de la cercanía e intimidad. Me ha pasado muchas veces que no me acomodo bien para esos primeros besos, o que me gana la risa, no me gusta su olor o simplemente no me siento cómoda. En este caso todo fue perfecto. No podíamos dejar de besarnos, de abrazarnos, de conocernos. Como si los cuerpos ya se conocieran desde antes y los olores evocaran a recuerdos mutuos pasados.
Estando con él me olvidé del mundo entero, como cuando estoy en el mar. Mi atención es total y absoluta. Mi mente hace una burbuja en la que mete todo lo que considera importante en ese momento y decide ignorar lo demás.
Mi chico del PH exclusivo rugía, igual que el mar. Me fue atrayendo hacia él, igual que lo hace el mar conmigo, poco a poquito me fue poniendo migajitas de pan (o conchitas, o caminito lindo de arena) para que yo me acercara. Una vez dentro, me sentí cómoda, tranquila, con muchísima adrenalina. Igual que el mar, me tomó suave al principio, como las pequeñas olas que juegan con los dedos de los pies. Esto sólo es para que tomemos confianza y nos metamos cada vez más, ahí, en donde las olas juegan y rompen una y otra y otra vez. Y justo cuando menos lo piensas te dan una revolcada bárbara, te arrancan el traje de baño y hay que regresar corriendo a la orilla de la playa, medio desnuda y muerta de risa por el incidente.
Así me gustan los hombres y las relaciones.
Después de haber vivido una noche estrellada muy intensa fui hacia el mar y comprobé lo feliz que me hace. El mar es mi amante eterno. Lo veo pocas veces al año pero sabe que siempre es Él. No hay más. A veces es ella, cuando se habla en francés. “La mer” dicen. Creo que es algo tan inmenso, mágico y misterioso que no hace falta llamarle él o ella. Me gustan los vuelcos que da mi corazón cuando estoy dentro de Mar, la adrenalina causada por las olas violentas que me arrancan la ropa, pero que me acarician cuando voy saliendo. La tranquilidad de acostarme a su lado y escucharlo ronronear. Las cualidades curativas que tiene. Sólo con meterte sanan las cortadas y se desinfectan las heridas. El mar ha sanado mi corazón millones de veces sólo con estar dentro de él. Creo que uno tiene que buscar cuál es el lugar en el mundo que te cura de todos los males y procurarlo varias veces durante la vida, igual que con los amores y los amantes.
De regreso a mi ciudad, escuchando Postcards from Italy, de Beirut y entrecerrando los ojos, pensando en mis amores y en lo tranquila que tenía a mi mente, decidí dormir en el camión de regreso. No podía dejar de sonreír y me sentía acompañada, aún cuando viajé sola.
Desperté de una manera violenta, con los gritos de los pasajeros pidiéndole al chofer que se detuviera. Que bajara la velocidad. Que cambiara el rumbo.
Vi cómo pasaba mi vida y por primera vez no era en cámara rápida.
Sonreí y pensé en todos los habitantes de mi multifamiliar llamado corazón. Pensé en mi familia, en mi perra, en mis amigos. Pensé en ese hombre que me besó antes de irme a la playa y en el que me despidió antes de regresarme a la ciudad.
Me sentí tranquila. Aparté los audifonos de los oídos y observé a la gente gritar y correr en el camión. Yo no tuve miedo en ese momento.
Cerré los ojos y respiré. Lo último que escuché fue: “Sálgase del acotamiento, chofer!”. El terror me dominó cinco segundos, abrí los ojos y el camión estaba estacionado. Se había bajado mucha gente con crisis de nervios y otros querían golpear al chofer.
Él se había quedado dormido. Su sueño nos despertó a todos. Es de esos pequeños momentos en que puedes palpar cómo es que la vida está en constante movimiento y así de rápido se puede ir.
Hoy tengo más ganas de vivir todo de manera casi instantántea. Hoy no tengo apegos, sólo amores.
Hoy lo que siento por ellos, mis amores, es tan intenso y tan fugaz como un cometa dentro de una noche estrellada. Hoy no hay más.
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Imagen: Zedzap

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