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El premio de la libertad… | Historias de hojaldras y otros panes

rumo, Flickr

No pude haberlo planeado mejor. Sólo bastó estar en el lugar correcto a la hora justa para poder conocerlo. Me gustan los lugares que tienen la opción de sentarse en la calle, ya saben, en una de esas banquitas muy alegres con flores de la temporada que alegran la vista de cualquiera.

Yo no entendía muy bien el idioma que hablaban. Era mi primera vez fuera de la tierra en la que había estado hasta ayer. Sonaba una canción local muy linda, en francés, “Esclave de toi” de In- Grid. Eso lo identifiqué gracias a mis clase perpetuas, pero estaba convencida que eso no era lo que hablaban entre ellas las personas. Sonaba a un tipo de dialecto compuesto por varias lenguas y al que los demás no teníamos acceso.

Todo era azul y ese frío que se cala hasta llegar a los huesos y dejarlos vulnerables ya estaba bastante presente. Se sentía como el invierno en mi amada casa, pero más intenso. No me sentía del todo extraña al lugar nuevo, así que el hecho de salir a caminar y tomar café resultaba de lo más natural.

Me acerqué a una muchacha para preguntarle cómo llegaba al panteón y me contestó algo que no terminé de entender. Quería llegar lo antes posible para despedirme y, al parecer, estaba al otro lado de la ciudad.
Siempre me ha costado mucho trabajo entender la muerte pues nunca la había tenido tan cercana. Dice mi mejor amigo, Vicente, que es “tristísimo que se muera la gente de tu misma edad”. Yo creo que sólo es un proceso, un mero trámite burocrático, pero ahora que estoy sintiendo en la carne la angustia de no volver a verlo, no se qué pensar.

La última vez que me encontré con él se escuchaba “The sun always shines on TV” de A-Ha en su coche. Tenía esa extraña obsesión por la música ochentera que me colmaba hasta los nervios. Platicamos de mi vida en el pueblo nuevo y de la suya atendiendo el restaurante. Parecía que por fin la vida se había puesto a mano con él y hacía lo que más le gustaba en este mundo: cocinar y atender a la gente.

Yo no quería y no estaba dispuesta a seguirlo en el camino. Discutimos, de nuevo. No me parecía lo más adecuado dejarlo todo para estar de mesera en un restaurante de cuarta. Yo, que me sentía la princesa del cuento.
Él sonreía de esa forma tan especial y me miró con una tristeza infinita: “Si no quieres, pues ni modo. Sigue tus sueños que yo seguiré los míos. Sólo no vengas llorando cuando todo se desmorone, porque aquí ya no hay vuelta atrás”.

Recibí la llamada de Vicente ayer en la tarde: “Joel tuvo un accidente, está muy grave”. Yo estaba muy ocupada escribiendo mis artículos sobre ecología y sus implicaciones, sólo acerté a preguntar en qué hospital y dije que luego llegaría.

Ya no hubo ese luego. Se me fue el tiempo, salí por unas cervezas, harta de escribir. Conocí a alguien y regresé hasta hoy a casa. Sólo había un mensaje en la contestadora. “Srita. Del Ángel, lamentamos informarle que…” se cortó. La estúpida llamada se cortó. Vicente no me contestaba el teléfono y temí lo peor.

Comenzó esa angustia a recorrerme, no podía respirar, tenía los ojos llorosos y las manos temblorosas. No había nadie más a quien pudiera llamarle.

Mi mente era un caos, no podía concentrarme en nada. Parecía un aquelarre y sólo escuchaba extractos de canciones, veía pedazos rotos de imágenes en una sincronía amoral.

Fue entonces que tomé el camino, pasé por un café para concentrarme, pedí las direcciones adecuadas y llegué al panteón. También ya era demasiado tarde.

Una versión extraña de “Stairway to heaven” en gaita te acompañó mientras bajaban tus restos “terrenales”. No encontré a Vicente por ningún lado. Yo sólo me senté en tu tumba recién sembrada a pensar qué haría ahora que tenía tantas cosas qué decirte y ya no estabas ahí para escucharlas.

Todo se desmoronó y ya no había vuelta atrás. Me daba miedo vivir contigo pero esto fue mucho peor. Ya no supe cómo vivir sin ti. Comenzó a nevar y tomé la decisión de seguirte en el camino…era peor sin ti que contigo, mil veces. No me importó que me espiaras, que te hubieses vuelto un loco esquizofrénico celoso que me seguía a todas partes para cerciorarte que yo no te era infiel.

Olvidé de pronto los mensajes de twitter que escribías en timeline abierto criticando mi forma de hablarle a los demás, llamándome “perdedora” y acusándome de darle alas a todo aquel que se me acercaba. “tus novios virtuales a los que les dices mis consentidos”. Se me ocurrió que ya no estaba harta de tus desplantes, de tu manera controladora de vivir, tus chantajes y tus malas leches.

Me dio miedo verme sola, sentirme sola, caminar por mi propio pie. Sentí que no podía, que nadie me iba a querer como tú lo hacías.

Desperté. Seguía sobre tu tumba. Hacía un frío del carajo. Respiré muy hondo y esa sensación gélida despertó mis entrañas.. Me paré con muchos trabajos, extendí los brazos en una nevada incipiente. Esa agua nieve que te hace tiritar mojó mis manos, abrigo y botas.

Yo estaba viva y tú no. Me llegó la sensación de libertad más hermosa e intensa que he tenido hasta ahora. “Keep the car running” de Arcade fire se quedó corta. Me sentía imparable, omnipotente y con ganas de correr. Muchas ganas de correr.

Me limpié las lágrimas. Te dejé la cadena que llevaba al cuello. Escribí tu nombre en la nieve con un gran “Gracias”. Y salí corriendo de ahí, como si llevara al diablo dentro.

Nunca más he vuelto a ese pueblo y ya casi no pienso en ti. Ha pasado tanto tiempo que hasta dejé de mencionar tu nombre. Dicen que sólo así se deja libre a los muertos, olvidándolos del todo. Yo también quería morirme pero me quedé. También me premiaron con la libertad.

Foto: luchoedu, Flickr (CC)

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