La ingesta de hongos fue moderada. Era un bosque cerca de Cuernavaca. Don Paco les tenía preparada una bolsa con la droga psicotrópica. Tomás y Mateo ya eran veteranos. Nadia, no. El viaje duró más de cinco horas. Los sentidos se intensificaron. No había música y sin embargo, la oían. No había duendes pero los dos snaussers que ahí había eran verdes. Y trotaban alrededor de los tres amigos. Se comieron dos mangos cada uno. Empezó a llover y Nadia decidió ponerse a bailar bajo el agua. Tomás se deslizó en el barro y Mateo luchaba por no hundirse en las arenas movedizas de mentira. Las montañas se transformaron en demonios y Nadia se dio la vuelta. Se fue hacia la luz, allí donde todo eran fractales de colores, pirámides egipcias y mayas, erupciones de felicidad, erosiones de amor. Lo amaba todo. Y le vino a la mente la letra de una canción que había escuchado hacía poco: “Hay historias de amor que nunca terminan; Que se esconden tras la vuelta de tu esquina; Que bailan sobre un solo pie; Que reman con un remo, que beben sin sed; Hay espacio, hay dolor, hay deseo; Corazones en el aire llenos de agujero; Hay besos compartidos, robados, elegidos; Mil señales de humo entre amantes perdidos; Amores de un rato, sin tiempo ni trato; Leyes de gravedad sin caída; Cicatrices sin herida; Despedidas, bienvenidas que suelen caminar por la misma avenida; Hay tanto a elegir; Y tú y yo aquel día coincidir, coincidir, coincidir; Era tu historia (…)”.
Nadia supone que en ese preciso instante, cuando fueron al bosque, empezó todo. Empezó a diversificarse el amor. Su amor por aquellos dos hombres que la amaban. Y se dejó llevar. En su sueño, aquella noche, los perros fueron duendes.
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Foto: Pepergrass |Flickr (CC)