La rana que no para de croar durante semanas, el palomo que se exhibe con el pecho hinchado hasta lo imposible, la luciérnaga que revolotea toda la noche iluminando la oscuridad con su abdomen… ¡Qué esfuerzo más enorme hacemos los animales para atraer al sexo contrario! ¡Qué caro nos sale el sexo!
La energía que los individuos de las diferentes especies animales invierten en la reproducción sexual se establece a varios niveles. En primer lugar, hay que hacer vistosa y atrayente la genitalidad para el sexo contrario. A este inicial plano de atracción anatómica se le unen los invisibles pero irresistibles recursos fisiológicos, encabezados por las feromonas, que aturden a los que o no ven muy bien, o la quimiorrecepción les motiva más. Y si aún no es suficiente con este despliegue de encantos, algunos taxones como aves y mamíferos han llevado los cortejos nupciales y de apareamiento a un punto de absoluta sublimación.
El resultado es que no hay individuo en la mayoría de las especies que se pueda resistir a la combinación fatal de una anatomía apabullante, una fisiología envolvente y una elaborada y sofisticada etología (como los valses de los escorpiones, que deja la danza de los siete velos a la altura de un aficionado de medio pelo).
Si a todo ello le unimos la variable “tiempo invertido en conseguir el apareamiento” y, por lo tanto, la fertilización de los óvulos y la consecución de una nueva generación para la especie, confirmamos nuestra hipótesis de partida. Esto es, que la cantidad de moléculas de ATP (adenosín trifosfato, la moneda energética de la vida) que se invierte en los variadísimos mecanismos de reproducción sexual de los animales, es extraordinariamente elevada.
La reproducción sexual, por tanto, no es cara sino carísima. Máxime si se compara con la sencillez de la fisipartición de una ameba o la gemación de un pólipo, ambos, mecanismos de reproducción asexual.
Los “otros costes” del sexo
Además de unas estructuras reproductoras complejas y unas actividades de cortejo largas (algunos incluso las calificarían de cansinas), los organismos que se reproducen sexualmente lo hacen mediante óvulos y espermatozoides. Ambos, recordemos, son células haploides, es decir, de dotación cromosómica sencilla, a diferencia del resto de las células corporales (las somáticas) que son de dotación cromosómica doble. Dicho de otra manera, los organismos reducen su potencial genético a la mitad cuando se reproducen sexualmente. En contraposición, cuando un animal recurre a algunos de los variados mecanismos de reproducción asexual lo hace sin privarse de ningunas de sus riquezas genéticas.
Resumiendo: por un lado los animales sexuales invertimos una enorme cantidad de energía y, por otro, desperdiciamos la mitad nuestro potencial genético. El sexo es, pues, derrochón y restrictivo. Entonces, ¿por qué prosperó desde el punto de vista evolutivo?
El por qué del éxito del sexo
No hay mayor ventaja para una especie, evolutivamente hablando, que tener un acervo genético amplio. Es la forma de disponer de variadas opciones (genotipos) potencialmente adaptativas frente a los impredecibles cambios del medio que supone la vida en este planeta. Así, ante alteraciones en las condiciones externas, habría más potenciales individuos que podrían sobrevivir y reproducirse, garantizando de esta forma la continuidad de la especie.
Dicho de otro modo, todo lo que genere diversidad de genotipos será una herramienta de oro para la especie, la selección natural lo considerará algo bueno y no lo eliminará . Desde este punto de vista, la aparición del sexo fue un chollo, puesto que supuso una auténtica factoría de producción de variabilidad genética. Vamos a ver cómo.
En un primer nivel, como óvulos y espermatozoides se generan por un proceso de meiosis, sufren la reducción de la dotación cromosómica y la recombinación de genes entre cromosomas procedentes de las líneas paterna y materna durante su formación. Estos entrecruzamientos de genes (crossing over) ocurren al azar, tanto en número como en secciones de cromosomas afectados. El resultado es que óvulos y espermatozoides son todos genéticamente diferentes entre sí.
Por otra parte, vuelve a intervenir el azar a un segundo nivel en el momento en que es un determinado espermatozoide (y no otro) el que fecunda a un determinado óvulo (en vez de a otro).
Resultado de todo ello es que el sexo aumenta brutalmente las posibilidades de generación de individuos genéticamente diferentes en las especies y, con ello, se disparan sus posibilidades de supervivencia y diversificación. Si lo comparamos con la acumulación de mutaciones no letales -la lenta vía de aumento de diversidad de las especies que sólo se reproducen asexualmente-, el sexo supuso la multiplicación rápida de la potencialidad de generar descendientes genéticamente diversos y la ampliación exponencial del abanico de opciones potencialmente adaptativas a entornos diferentes de las especies. En otras palabras, el sexo le dió marcha a la evolución.
Para quienes todavía no estén suficientemente asombrados con las ventajas que acarrea la reproducción sexual, resulta que ofrece algunos beneficios extra. Concretamente permite contrarrestar los efectos negativos de muchas mutaciones nocivas que genera el azar. La dotación genética doble posibilita que el alelo bueno neutralice al alelo deletéreo del cromosoma homólogo. Por esa misma razón, se crea la posibilidad de que las infrecuentes mutaciones ventajosas que surgen en individuos separados, se puedan combinar en un solo ser (homocigótico para ese carácter).
Pero aún hay más. Sir Ronald Fisher ya sugirió hace un siglo que el sexo podría facilitar la propagación de genes ventajosos, al permitirles escapar mejor de su entorno genético si surgieran en un cromosoma con genes nocivos.
Un último argumento lo aportan los autores que sugieren que el sexo ayudaría a los individuos a resistir los parásitos. En esta nueva interpretación biológica de la paradoja de la Reina Roja de Lewis Carroll, los anfitriones sexuados estarían continuamente corriendo (adaptándose) para permanecer en un mismo lugar (resistir a los parásitos)
Ya ven, el sexo es un auténtico invento, evolutivamente hablando. Y eso que ni siquiera he hecho una velada alusión a todos los detalles en los que no me cabe duda que todos los lectores estarán pensando…
A. Victoria de Andrés Fernández no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.
Fuente: The Conversation (Creative Commons)
Author: A. Victoria de Andrés Fernández, Profesora Titular en el Departamento de Biología Animal, Universidad de Málaga