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Gachupineando: amor a la patria

Stencil en una pared de Granada

La semana pasada casi me linchan (virtualmente hablando, claro) por haberme atrevido a opinar sobre la amabilidad mexicana, lo cual vino a recordarme, una vez más, que en México se toman a su patria, a sus símbolos y a sus virtudes bastante más en serio que en España. Lo cual no resulta en consecuencias muy agradables cuando una se pone a criticar conceptos mexicanos, pero resulta, eso sí, sumamente estético, sobre todo en vísperas de las celebraciones patrias. Andaba yo boquiabierta por las calles contemplando la multitud de banderas tricolores de todos los tamaños que mágicamente aparecieron de la noche a la mañana en puertas, ventanas, transporte público y privado y en fin, en cualquier rinconcito del horizonte. Y sentí –lo confieso- algo así como una punzada de envidia en el corazón.

Ese amor a la patria es algo desconocido para mí y para muchos españoles. Sobre todo para los que, como yo, provienen de las regiones con aspiraciones independentistas y no logran comulgar plenamente ni con una bandera ni con la otra. Desde luego, he visto muchas senyeres y estelades –las reglamentarias banderas catalanas- desplegadas en mi ciudad. Pero como no me acaba de convencer la idea de obligar a todo hijo del vecino a expresarse en catalán contra su voluntad, la visión de estas banderas me produce más inquietud que alegría. Nunca, sin embargo, he visto a mi ciudad decorada con banderas españolas, ni creo que eso ocurra nunca. Tampoco sé si me gustaría verlo. La visión de la bandera española nos despierta a muchos españoles los fantasmas siniestros del franquismo. Cabe recordar que se trata de una bandera impuesta a sangre y fuego. La verdadera bandera española –esto es, la última bandera que ostentó la legitimidad constitucional- traía una franja morada en vez de roja. Desde entonces, muchos españoles nos hemos quedado algo así como…desposeídos.

Si, técnicamente tenemos una bandera, un himno y un Rey. (Y sepan que no pongo la mayúscula por gusto, sino que me obligan a ello muchas horas de escuela con maestros que repiten machaconamente que “rey va con mayúscula” así como las leyes de la monarquía constitucional). Pero por ninguno de ellos sentimos gran aprecio. Al menos yo –y creo que no estoy sola en esto- no lo siento. Algunos recordarán la final de la Copa del Rey de mayo del 2009 que tuvo lugar en Valencia (región independentista) y que se disputaron el Athletic de Bilbao (el equipo vasco) y el Barça (el catalán). En una cosa al menos estuvieron visceralmente de acuerdo los vascos, los catalanes y los valencianos en aquella ocasión. Porque la chiflada que se llevó el Rey en el momento de sonar el himno español fue tan tremenda que la televisión a cargo del partido alegó un error humano con tal de no retransmitirla en directo y la repitió, más tarde, con el audio modificado, eliminando los escandalosos pitidos al himno.

Observen la cara de desconcierto absoluto de los jugadores, que da una idea aproximada del audio real que están escuchando.

Por eso, digo, me da un poco de envidia cuando veo la ciudad de México pintada de arriba debajo de verde, blanco y rojo. Y envidia me dio, también, cuando, de pie entre una multitud de mexicanos, sentí vibrar la plaza de las Tres Culturas bajo los tres atronadores ¡Viva México! Y luego –y eso si ya ralla en lo increíble para mí- miles de personas entonaron el himno mexicano, brazo en alto y alguna que otra lágrima resbalando por la mejilla. Porque en España, colmo del surrealismo, ni letra tenemos en el himno(*). Y qué bueno que no la tenemos, porque más impensable todavía sería entonarlo con el brazo en alto, como lo hacían mis padres en la escuela cuando cantaban, obligados, el Cara al Sol, el himno de la falange española. Debe ser hermoso, me digo, formar parte de una república, debe ser hermoso  tener un himno con letra, un himno del cual nadie se avergüenza y que todos están felices de entonar alzando el brazo.

Y a pesar de que sé que este amor a la patria que profesan los mexicanos no es tal vez tan natural como pudiera parecer a primera vista (pues no en vano le dedican todos los niños del país, semana tras semana y año tras año, horas a cantar su himno y desfilar frente a su bandera –exactamente igual a como lo hacían los niños de Franco en las escuelas, y es por eso que me saca tanto de onda ver a niños entonando un himno con el brazo en alto-), a pesar del dinero que se gasta  el gobierno mexicano en invertir en este sentimiento patrio (hola, Iniciativa México), a pesar de todo ello el amor por su país es profundo. Y mientras México se convulsiona bajo tremendas oleadas de violencia e injusticia social, al menos en una cosa parecen estar de acuerdo todos los mexicanos: que la patria existe y es querida. En España, por nuestra parte, parece que muchos solo pueden ponerse de acuerdo para abuchear su propio himno.

Veo en ello esperanza para México. Pienso que, a pesar de todo, a pesar de que los tiempos andan mal, a pesar de los muertos, de la violencia, del miedo, la pobreza y el expolio, a pesar del profundo distanciamiento entre clases sociales, al menos todos los mexicanos están unidos por un hilo invisible, un hilo de amor. Díganme cursi si quieren, pero sepan que son afortunados por ello. Porque de ese amor común existe la opción de que un país renazca de sus cenizas. Del odio, no.

(*) Existe, naturalmente, una ingeniosa letra folclórica para el himno de España, que no me está permitido poner por escrito. Si me invitan a un café, felizmente la tararearé off-the-record.

Altea Gómez radica a caballo entre España y México y es periodista, guionista y cuentacuentos.

Imagen: Landahlauts