Mi calidad de vida ha mejorado notablemente desde que he aprendido que la burocracia no debe ser tomada como una serie infinita de molestias encadenadas, sino como un encantador juego de obstáculos destinado a sentar las bases de una sana visión de superación personal. Como extranjera en México, me ha tocado sortear –a veces con gracia y otras sin- el largo camino hacia la obtención de la famosa tarjetita de residente que se supone te hará la vida más fácil y aunque cuyas ventajas no alcanzo a comprender plenamente (solo soy una iniciada en el juego, una pequeña padawan, después de todo) se supone me permitirá llevar una vida normal, esto es: permitir graciosamente que los bancos me sangren a comisiones, pagar impuestos aunque no gane nada y dejar de aprovecharme de una vez por todas del maravilloso malinchismo de este país, en virtud del cual todas las puertas se abren cuando muestras tu pasaporte español. Soy masoquista, lo sé. Tengo un amigo español que vive en México desde hace dos años y jamás ha tratado de obtener la famosa tarjeta de residente. ¿Para qué? Simplemente se limita a salir del país cada seis meses para obtener así el famoso sellito que te autoriza seis meses más como turista.
El primer error lo cometí al salir del aeropuerto. Contradiciendo todos mis principios éticos, acepté pasar con una funcionaria de inmigración. Esto, distinguido público, fue una clara metida de pata. Todo el mundo sabe que las mujeres deben acudir con funcionarios y los hombres con funcionarias, y que de contravenir esta norma básica el equilibrio en el mundo podría ser destruido. El resultado fue un expeditivo sello que me obligaba a tramitar mis papeles con solo un mes de tiempo (por arte y gracia de la funcionaria) aún cuando el mínimo obligatorio que establece la norma mexicana son tres. No me di cuenta entonces que, desde luego, la funcionaria no estaba siendo antipática ni mala onda, sino que simplemente estaba colaborando en la desinteresada misión para cambiar mi visión del mundo. Por lo de la superación personal y tal.
Con solo un mes de tiempo, me di a la encantadora tarea de obtener certificados de banco, pruebas de direcciones, avales firmados, copias de múltiples documentos de complicada obtención, etc. Armada con un expediente de decenas de páginas, me dirigí a inmigración, sorteé colas quilométricas y me planté (esta vez sí) frente a un funcionario con mi expediente completo. O eso pensaba yo. Porque faltaban cosas, claro. Es parte intrínseca del juego que siempre falte algo, así sea que no viene indicado en la lista de papeles a obtener (y esto si has tenido la bastante suerte como para obtener la famosa lista).
La continuación del juego implicó más avales, más firmas y continuas visitas al Registro Civil, sección de inscripción de matrimonios y nacimientos, primer piso, donde bebés de todas las características y colores pululan felices por el suelo a riesgo de despeñarse por el hueco de la escalera. Requisitos cumplidos, toca regresar a inmigración. Desde luego, no hay nadie para informarte de cuál de todas las colas quilométricas es la tuya. Puedes (como hice yo las primeras veces) acudir al módulo de información (una hora de cola) para que te digan cuál es tu ventanilla, a la cual acudirás (dos horas de cola más) solo para que un funcionario te diga que esa no es la ventanilla, sino que es otra (tres horas de cola más, ya no hace falta que te molestes porque cerramos a la una).
O puedes darte cuenta, mientras esperas en una cola que luego resultará ser la errónea aunque te hayan jurado cien veces que es la buena, de que los abogados se saltan las filas a la torera, hola compadre, cómo has estado, provocando por ello mismo que las filas nunca avancen, y que si no tienes un abogado que te lleve los papeles nunca lograrás alcanzar la ventanilla. Puedes darte cuenta, también, que si continúas resistiéndote a contratar los servicios de un abogado, la mejor estrategia consiste en preguntarles a éstos cuál es tu fila y qué documentos te faltan. Para ello, emplee su más seductora sonrisa, vístase bonito y optimice sus encantos al máximo. ¡Esto es la guerra y todas las estrategias valen!
Los abogados –que colapsan las filas, pero que, no exentos de humanidad, suplen también las funciones de un módulo informativo cuyas instrucciones nunca se corresponden con la realidad- te indicarán qué papeles te faltan todavía y a qué funcionario debes dirigirte (¿a poco todavía me faltan papeles? pero mire, si ya traigo todos los que indica el impreso).
-Ah, pero es que no has rellenado el impreso del canje
-¿El qué? Nadie me ha dicho nada de un impreso de canje
-Ve a aquella ventanilla de allá, sáltate la cola y pide simplemente el impreso
-Pero saltarse la cola…
-Nada más hazlo y luego regresas y te digo qué más has de hacer.
De la mano de los abogangsters coludidos con los funcionarios aprendo a saltarme colas y a obtener impresos imprescindibles que no figuran en ningún registro. De la mano de los abogángsters aprendo qué documentos más (jamás desglosados) debo traer y cuál es mi ventanilla (jamás indicada en parte alguna). Aprendo también a descargar impresos de internet cuyo nombre debes conocer previamente, a riesgo de, si no, no encontrar nunca el archivo. Produzco copias jamás pedidas, relleno formularios alucinantes y finalmente, me presento triunfante, ocho meses y veinte visitas después, con el último trámite en mis manos…
-en diez días puedes venir a recoger tu tarjeta. ¿Tienes tu CURP?
-oiga, cómo voy a tener CURP, si todavía no tengo la tarjeta de residente…
-Ah. Pues cuando la tengas, ya puedes comenzar el trámite del CURP.
(¡Fuck! Respira profundo. Superación personal. Superación personal…)
Y, este…¡Feliz Domingo!
Altea Gómez radica a caballo entre España y México y es periodista, guionista y cuentacuentos.
Imagen: Deputado Bruno Covas