Una semana más, seguimos confinados en casa. El virus SARS-CoV-2, al que coloquialmente llamamos coronavirus, agente causante de la COVID-19, ha generado un terremoto social que muchos de nosotros jamás habíamos vivido. Sin ser la pandemia más mortífera que haya sufrido la humanidad –la pandemia del VIH, de la que ahora hablaremos, ya se ha llevado por delante a 30 millones de personas–, sí está siendo la primera que ha confinado en sus casas a más de dos mil millones de personas en menos de dos semanas.
También es la primera pandemia que sufre el mundo occidental en un presente caracterizado por la explosión de medios de comunicación, redes sociales y el continuo e inconmensurable flujo de información.
Todavía es difícil predecir cómo será el futuro próximo, sobre todo en lo que respecta a cómo será la vida social cuando acabe el confinamiento. Entrevemos que aquellas personas infectadas tendrán inmunidad durante un tiempo, y por lo tanto podrán hacer vida normal.
Pero no sabemos por cuánto tiempo, o cómo serán las relaciones entre las personas inmunizadas y las que no lo estén. Así, al igual que anteriores pandemias, una de las consecuencias sociales que podría tener la COVID-19 es la estigmatización de aquellos infectados durante o después del confinamiento.
A pesar de la incertidumbre con la que nos enfrentamos, hay lecciones que podemos recuperar de pandemias anteriores. En este artículo intentaré explicar cómo se genera un estigma y qué podemos aprender de la pandemia del VIH para gestionar, en la medida de lo posible, la estigmatización y discriminación que puedan surgir en el mañana de la crisis de la COVID-19.
¿Qué es la cascada del estigma? Los cuatro pasos
Bruce Link y Jo Phean son los autores de uno de los modelos conceptuales más seguidos para estudiar los fenómenos de estigmatización y sus consecuencias: la cascada en cuatro pasos.
El primer paso de esta cascada, y el más fácil de identificar, es el etiquetaje. Es decir, la identificación mediante un nombre o etiqueta de una característica humana, visible o invisible, que se desvíe de aquello que se considere socialmente como normal.
El segundo paso, más inconsciente, es la asociación a esa etiqueta de atributos negativos. Estos atributos suelen tener un profundo origen moral y están en línea con aquello que una sociedad, en un determinado momento, considera inapropiado.
El tercer paso, y que ya exige una acción humana, es la separación, física, social o simbólica, de aquellos individuos poseedores de esa etiqueta negativamente connotada. Es decir, la generación de una otredad y su aislamiento.
Por último, el cuarto paso, y que supone un desencadenante lógico de los anteriores, es la pérdida de estatus de aquellos individuos separados. Es decir, la discriminación.
La cascada del estigma en la pandemia del VIH
Etiquetaje, atribución, separación y discriminación son los cuatro pasos que podemos encontrar en la generación de cualquier estigma. Si ponemos por caso cómo se generó y qué desencadenó el estigma del VIH, podemos distinguir nítidamente esta cascada.
En el principio de la epidemia del VIH, y hasta el inicio del desarrollo de tratamientos antirretrovirales, la gran mayoría de las personas infectadas desarrollaron SIDA, síndrome que dejaba marcas muy evidentes resultantes de la fuerte inmunodepresión: delgadez, palidez, sarcomas, etc. Incluso hasta hace bien poco, gran parte de los tratamientos antirretrovirales tenían como efecto secundario la lipodistrofia, la cual provocaba marcas en la piel del rostro y las manos.
Así, el VIH dejó durante mucho tiempo marcas físicas fácilmente reconocibles que enseguida fueron etiquetadas (seropositivo, sidoso) y asignadas con atributos negativos que son reflejo de la moral del momento: promiscuo, sucio, irresponsable, drogadicto, buscona, paria. En definitiva: putas, yonkis y maricones.
La separación social de las personas que vivían con VIH no tardó en llegar, y muchas de ellas fueron acosadas mediante pintadas en sus casas o sufrieron escarnio público. Como consecuencia, se produjo una fuerte discriminación, y las personas con VIH vieron restringidas sus posibilidades de acceso al trabajo, a viajar o fueron criminalizadas solo por ser portadoras del virus.
Muchas de estas restricciones siguen existiendo hoy en día: 48 países del mundo impiden la entrada a personas con VIH (siendo Rusia, Australia o Paraguay algunos ejemplos), y 1 de cada 5 declaran haber sido rechazadas por algún sistema de salud.
Las marcas invisibles
La situación presente del VIH ha cambiado mucho en los últimos 40 años. Gracias a las terapias antirretrovirales, las personas que viven con VIH logran mantener cargas virales indetectables y, gracias a ello, impiden por completo la transmisión del virus (repito, por completo). Además, los actuales tratamientos ya no generan lipodistrofia.
Sin embargo, además del estigma provocado por las marcas visibles, este se alimentó de multitud de marcas invisibles y simbólicas que son las que mantienen el estigma vivo hoy. El estigma continúa allí, y esa atribución moral, ese segundo paso de la cascada, no se ha conseguido desarticular. Y los medios de comunicación no están ayudando mucho.
Pregúntense, si no, cuántas veces han escuchado en la televisión que indetectabilidad significa intransmisibildad y cuántas el muy estigmatizante “hoy en día hay que ser idiota para infectarse de VIH”. O mejor, pónganse en la situación de una cena en su casa con amigos y conocidos en la que alguien confiesa que vive con VIH. ¿Le pondría más empeño a fregar los cubiertos al terminar, a sabiendas que no hay ningún tipo de riesgo de transmisión? Seguramente verá que el estigma sigue ahí.
Más allá de la discriminación
Las consecuencias del estigma no se detienen únicamente en el aislamiento social y la discriminación. Tienen también un efecto directo en la salud de las personas estigmatizadas. Varios metaanálisis muestran que las personas que viven con VIH tienen una probabilidad 29 % mayor de padecer problemas de salud mental debido al estigma. Estos resultados se repiten, por ejemplo, en personas con obesidad. Se ha llegado a demostrar, incluso, cómo el estigma puede aumentar la incidencia de comorbilidades de algunos tipos de cánceres.
Las causas fisiológicas por las que el estigma puede tener un impacto directo en la salud mental y física todavía no se conocen con precisión. Sin embargo, sí existen evidencias que permiten tener una aproximación. Por ejemplo, se ha demostrado que las personas estigmatizadas mantienen niveles de activación ligeramente superiores de las rutas neuronales del estrés, lo cual puede tener como consecuencia la pérdida de concentración o la aparición de trastornos del estado del ánimo como la ansiedad o la depresión.
La COVID-19 y el estigma
Conocer la historia de generación del estigma en la pandemia del VIH y sus consecuencias nos debería preparar para gestionar los posibles estigmas en la próxima fase de la actual pandemia de la COVID-19. A diferencia del VIH, la pandemia de la COVID-19 se producido en plena Era de la Información, por lo que estamos siendo constantemente bombardeados, por todos los medios de comunicación a nuestro alcance, de datos, interpretaciones y, como no podía ser de otra manera, multitud de noticias falsas.
Esto está provocando que, en muy poco tiempo, se esté formando un clima de opinión muy crispado, plagado de interpretaciones morales taxativas e inamovibles. Algo que parece sonar similar a ese segundo paso de la cascada del estigma.
“Egoístas”, “irresponsables”, “caprichosos”… son algunos de los calificativos que más se leen o escuchan estos días para señalar por doquier a personas que están en la calle, sin llegar a conocer sus motivos. En algunas localidades pequeñas se señala a los que se han infectado y sus familias (¿nos acordamos de esas pintadas en el inicio de la pandemia del VIH?). Vecinos denuncian a otros vecinos. Abundan los “justicieros de balcón”. Vuelve “la vieja del visillo”.
Esta crisis nos ha empujado a establecer nuevas normas sociales de manera muy rápida y sin un correlato normativo claro. En toda norma social hay moral. Y en lo moral, y más sin memoria acumulada, solemos ponernos a nosotros mismos en la cúspide. El yo en la citadela del buen ciudadano.
El problema radica en que en el establecimiento de una norma social nueva de una manera tan rápida es muy fácil hacerse trampas al solitario: apuntar con el dedo al que sale al supermercado dos días seguidos mientras viene por enésima vez a casa un repartidor de Amazon.
¿Señalar a los afectados?
Este cóctel de atributos morales es el caldo de cultivo ideal para generar un estigma. En el caso de la COVID-19, sin embargo, el primer escalón de la cascada, el etiquetaje, no es tan claro ya que, por ahora, no existe ninguna marca física que permita señalar a los infectados.
Sin embargo, vamos hacia un mañana del confinamiento en que, por ejemplo, puede ser obligatorio que las personas que den positivo en un test lleven mascarillas, o que deban ausentarse del trabajo para autoaislarse.
Esas marcas o acciones permitirán fácilmente señalar a aquellos infectados, asignarles un atributo moral y, por lo tanto, discriminarles. A esto hay que añadir, no olvidemos, que a las marcas visibles se añaden muchas otras invisibles que abundan en la definición del estigma.
De este modo, es necesario que como sociedad reflexionemos más en calma sobre cómo designamos a aquellos que eventualmente se podrán infectar pasado el confinamiento. Y, sobre todo, los medios de comunicación deben actuar como diques de la propagación de atributos negativos y no como propagadores.
Deberán educarnos mejor en normas de higiene, pero también nos tendrán que dar a conocer mejor cómo funciona el virus, su epidemiología, su transmisión y su proceso inmune para evitar escarnios públicos innecesarios y, por ende, el coste social y de salud que este nuevo estigma puede acarrear.
Sergio Villanueva Baselga no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.
Fuente: The Conversation (Creative Commons)
Author: Sergio Villanueva Baselga, Professor of Media and Communication, Universitat de Barcelona