El nuevo presidente interino de Perú asumió el cargo el 17 de noviembre en circunstancias poco envidiables. Francisco Sagasti se convirtió en el tercer presidente del país sudamericano en una semana, después de que el presidente Martín Vizcarra fuera vacado por “incapacidad moral”, lo que muchos peruanos calificaron como un golpe de estado por parte del Congreso.
Luego, el sucesor de Vizcarra, el presidente del Congreso Manuel Merino, se vio rápidamente obligado a dimitir tras una furiosa protesta pública.
Sagasti ahora debe conducir a una nación sacudida no solo hacia las elecciones, programadas para abril de 2021, sino también hacia la recuperación de la confianza en la democracia.
No es un mandato sin precedentes para un líder peruano. Hace exactamente 20 años los líderes políticos de Perú enfrentaron una prueba similar, luego de la caída del dictador Alberto Fujimori. Y finalmente fracasaron.
Y sus fracasos explican por qué Perú, en palabras del politólogo Alberto Vergara, se asomó al “abismo” del autoritarismo represivo durante seis días en noviembre, con manifestantes enfrentando violencia indiscriminada y mortal, incluso secuestros, torturas, detenciones ilegales y abusos sexuales por parte de la policía peruana.
Grandes expectativas incumplidas
Durante el corrupto gobierno de Fujimori, respaldado por el ejército, entre 1990 y 2000, las instituciones democráticas de Perú fueron desmanteladas y sus valores democráticos socavados. Los disidentes se enfrentaron a la muerte, la desaparición y la tortura.
El régimen de Fujimori se derrumbó en noviembre de 2000 debido al fraude electoral y un levantamiento popular masivo. Fujimori fue destituido por el Congreso y reemplazado por el líder del Congreso Valentín Paniagua.
Como presidente interino, Paniagua tenía el mandato, como lo tiene Sagasti hoy, de llevar a una nación profundamente dañada hacia una transición democrática formal y ayudar a la sociedad a sanar. En 2001, Paniagua estableció una Comisión de la Verdad y la Reconciliación, para documentar las atrocidades de Fujimori, y creó una comisión constitucional encargada de identificar los cambios estructurales necesarios para salvaguardar la democracia peruana en el futuro.
Los sucesores de Paniagua no supieron concretar sus iniciativas.
La Comisión de la Verdad documentó meticulosamente los crímenes de estado y, en 2009, Fujimori fue condenado por abusos a los derechos humanos. Pero el enjuiciamiento de otras personas y la reparación de las víctimas, en particular las poblaciones pobres, rurales e indígenas, han sido demasiado lentos e inadecuados.
Los líderes de Perú después de Paniagua también descartaron los argumentos de que Perú necesitaba una nueva constitución con mayores protecciones para la democracia y el estado de derecho. La redacción de una nueva constitución podría haber asegurado, como dijo el fallecido político peruano Henry Pease, que “[ningún] sinvergüenza está por encima de la constitución y en capacidad de eliminar el Parlamento,” como lo había hecho Fujimori.
En cambio, Alejandro Toledo, el primer presidente elegido democráticamente después de Fujimori, canalizó las demandas de reforma en el “Acuerdo Nacional” de 2002. Este documento, elaborado en conjunto por el gobierno, la sociedad civil y los partidos políticos, sentó las bases para la transición democrática del Perú y estableció una visión nacional compartida.
Pero hizo poco para abordar los problemas crónicos de gobernabilidad del Perú. Los controles sociales, ambientales y de rendición de cuentas sobre la inversión pública y privada siguieron siendo débiles. También los tribunales peruanos, que se han mantenido vulnerables a intereses especiales debido a un proceso de nombramiento judicial politizado y a menudo corrupto.
Crecimiento desigual
Las consecuencias de la falta de reforma de Perú se revelaron dramáticamente en los últimos años en el escándalo de corrupción Lava Jato, en el que empresas constructoras sobornaron a políticos de toda América Latina para conseguir grandes contratos gubernamentales.
Desde 2016, cuatro presidentes peruanos y la propia hija de Fujimori han sido implicados criminalmente en Lava Jato. Vizcarra, cuya vacancia desencadenó la actual crisis política de Perú, se convirtió en vicepresidente debido a este escándalo. Llegó al poder en 2018 cuando el entonces presidente Pedro Pablo Kuczynski renunció tras acusaciones de soborno.
Pero cuando los legisladores derrocaron al presidente Vizcarra, con los mismos cargos en noviembre de 2020, provocó una condena pública inmediata. Los manifestantes sintieron que la interpretación de los legisladores de la “incapacidad moral”, una cláusula de la constitución peruana, era, en el mejor de los casos, dudosa. En el peor de los casos, temían, era una manipulación cínica por parte de los conservadores del Congreso para apoderarse del gobierno de Perú.
Cuando el sucesor de Vizcarra, Merino, nombró como su primer ministro al político Antero Flores-Araoz, aliado de la extrema derecha, esos temores parecieron confirmarse. Unos 2,7 millones de peruanos, casi una décima parte de la población, salieron a las calles. Merino dimitió después de seis días, luego de no poder asegurar el apoyo de los militares.
Hoy, el 85% de los peruanos, según el Latinobarómetro de la Universidad de Vanderbilt, coinciden en que el Perú “está gobernado por unos cuantos grupos poderosos en su propio beneficio”. El país pierde alrededor de 6.500 millones de dólares por corrupción cada año.
Aún así, la economía de Perú ha experimentado un auge desde el año 2000, impulsada principalmente por la extracción de minerales, gas y cultivos como espárragos, uvas y aguacates. La minería representa alrededor del 60% de las exportaciones.
Si bien estas actividades se producen en áreas rurales, el campo de Perú sigue siendo extremadamente pobre. Una persona en Cajamarca, región rica en oro, tiene aproximadamente cinco veces más probabilidades de vivir en la pobreza que una de Lima metropolitana.
Los peruanos que protestan contra el daño ambiental y el desmantelamiento de los medios de vida causados por la minería, tanto legal como ilegal, a menudo se enfrentan a la violencia policial y de las fuerzas de seguridad.
Las protestas y las batallas legales por la minería en Perú no han recibido adecuada respuesta política. La supervisión de las operaciones mineras es tan débil que las fuerzas policiales y militares a veces firman acuerdos con empresas para proteger operaciones mineras de las protestas.
La tarea de Sagasti
Mejorar la inclusión política y económica y reformar la policía ocupan ahora un lugar destacado en la lista de demandas de los manifestantes.
Al igual que en 2000, algunos manifestantes y políticos están pidiendo nuevamente una nueva constitución que fortalezca la separación de poderes en Perú y haga que los funcionarios electos rindan cuentas de sus acciones.
En la década de 2000, el Congreso descuidó este tipo de cambios estructurales, permitiendo que los problemas que dieron origen al régimen de Fujimori continuaran después de su derrocamiento.
Hoy, los jóvenes y vigilantes manifestantes de Perú esperan que Sagasti haga más. Para tener éxito como líder postcrisis, necesitará restaurar la confianza de los peruanos en el Gobierno y sentar las bases para un futuro más democrático.
Anthony Bebbington es miembro de la Junta Directiva de Oxfam America.
Gisselle Vila Benites does not work for, consult, own shares in or receive funding from any company or organization that would benefit from this article, and has disclosed no relevant affiliations beyond their academic appointment.
Fuente: The Conversation (Creative Commons)
Author: Gisselle Vila Benites, Adjunct Researcher at the Center for Mining and Sustainability Studies at the Universidad del Pacífico (Peru) and PhD Candidate in Geography, University of Melbourne