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La estructura social detrás de la muerte de Yuliana Samboní: Catalina Ruiz-Navarro

Vulnerabilidades y privilegios 

El pasado fin de semana Yuliana Andrea Samboní, una niña indígena, desplazada y pobre, fue secuestrada, violada, torturada y asesinada por (según señala la evidencia) Rafael Uribe Noguera, un hombre, educado, blanco y de clase alta.

El crimen ha logrado horrorizar y conmover a un país que suele permanecer indiferente ante las muchas formas de violencia de género. El crimen también es un retrato de las desigualdades y tensiones sociales que se viven en Colombia y que influyen sobre el modo de ejercer la violencia y sobre las formas de impartir justicia. Por eso importa comenzar por un análisis de las vulnerabilidades y privilegios en la sociedad donde tuvo lugar este crimen.

Esas vulnerabilidades y privilegios no son inherentes a la naturaleza, sino que son construcciones sociales. Ser niña, ser indígena o ser mujer no son desventajas en sí mismas, y en una sociedad justa no tendrían por qué serlo. Pero en un país machista y racista ser una mujer indígena implica tener problemas de acceso a derechos fundamentales como la educación y la salud, o una vida libre de violencia.

Yuliana Samboní vivía en un barrio de invasión en una capital a donde llegan a diario cientos de familias como la suya, desplazadas por la violencia. Por su parte el nombre de Francisco Uribe Noguera, hermano de Rafael Uribe Noguera y posible cómplice en el encubrimiento del asesinato, ya había llegado a los medios hace unos años, cuando lo señalaron de ser el cerebro detrás de la creación de 27 empresas de papel para comprarles terrenos baldíos a campesinos del Vichada y transferirlos a la empresa multinacional Riopaila. Es decir que el mayor de los hermanos ya había mostrado un bajísimo talante ético y una vocación para el despojo de los más pobres, aunque al menos sus acciones se mantuvieron dentro de la legalidad. Pero, ¿cuántas familias desplazadas llegaron a las capitales colombianas como resultado de esta “maniobra legal”?

Aquí importa señalar que la educación no basta para prevenir el delito. Si algo ha tenido el presunto agresor es la mejor educación que el dinero puede comprar en Colombia. Sin embargo, la educación liberal poco tiene que ver con una formación en comportamientos éticos. Para ser una persona ética no se necesita educación académica sino moral, por eso no hace falta una maestría para entender que robar, violar, secuestrar o matar está mal.

Los Uribe Noguera encarnan todos los privilegios posibles, privilegios tan potentes que hacen creer a sus titulares que ellos pueden hacer cualquier cosa sin que haya consecuencias. Y la mayoría de las veces es así. Tal vez si hubiese sido otra la víctima este crimen quedaría en la impunidad. Si hubiese sido una mujer adulta o una adolescente quizás hoy estaríamos preguntando qué traía puesto ella y estaríamos lamentando que se arruinara el futuro promisorio de él.

No olvidemos que en Colombia es práctica común que los hombres y niños ricos “consuman” sexualmente a mujeres de clases populares. El señorito pierde la virginidad con la empleada doméstica o se va con el carro elegante de los padres a un barrio popular a “levantar”, sin que nadie se pregunte por la desigualdad de poder que se hace evidente en esos comportamientos, y mucho menos si estos encuentros sexuales tienen en cuenta el consentimiento de las partes. Esto lo sabe la sociedad colombiana y en general se tolera con disimulo o se descarta como “aventuras de juventud”.

Sociedad machista y violenta

El caso de Yuliana Samboní escandaliza por la edad de la niña. Pero se puede decir que los crímenes contra Yuliana fueron la profundización de comportamientos que toleramos en la vida diaria. Las condiciones están dadas, solo hace falta que alguien tenga suficiente poder para aprovecharlas.

A nuestra sociedad le cuesta mucho solidarizarse con las mujeres víctimas de la violencia, pero Yuliana era una niña indígena y desplazada, y la empatía que sentimos por ella está por encima de nuestra tendencia a aliarnos con los hombres ricos y poderosos. Aunque en Colombia violan a 21 niñas (que sepamos) a diario, el caso de Yuliana generó una empatía casi unilateral porque es una víctima intachable, una “víctima buena”.

No en vano el discurso público hoy habla de Yuliana como “un angelito”. Pero este discurso es problemático porque muestra que si la víctima no es “un angelito” la sociedad corre a re-victimizarla. Como resultado, cuando las mujeres no son “ángeles” (según unos parámetros muy específicos del patriarcado) entonces merecen la violencia que reciben. Por ejemplo hace unas pocas semanas el país discutía que Carolina Sanín merecía las amenazas que recibió de algunos que prometían ponerle un ojo morado porque su discurso era “ofensivo e incendiario” (una forma de discurso que no está permitida a las mujeres) y que argumentaban que esa violencia estaba “provocada”.

En Colombia es práctica común que los hombres y niños ricos “consuman” sexualmente a mujeres de clases populares.Nuestra sociedad necesita empatizar con todas las mujeres y repudiar la violencia hacia todas las mujeres sin hacer juicios morales sobre sus vidas. Si no se rechaza la violencia contra las niñas y mujeres (hay una agresión cada 13 minutos en Colombia) en todos los casos y en todos los espacios, están dadas las condiciones para que cada vez que la ocasión y la desigualdad lo permitan ocurra un crimen como el de Yuliana.

¿Qué hacer?

De poco sirve encerrar a los agresores si las condiciones sociales para que haya nuevos agresores se siguen dando. La solución de la cadena perpetua individualiza la culpabilidad del crimen y nos hace olvidar que todos y todas somos parte de una estructura social que propició las condiciones del delito. Es más fácil decir que los agresores son monstruos o enfermos y patologizar el problema (estigmatizando de paso a las personas con trastornos mentales), pero esta no es más que una forma de desmarcarse y de desentendernos.

Por otro lado, la vía punitiva no sirve si la impunidad es casi absoluta. De acuerdo con Profamilia, la violencia de género afecta al 74 por ciento de las colombianas. Y según el Instituto Nacional de Medicina Legal (sin contar el subregistro) cada cuatro días una mujer es asesinada a manos de su pareja, y más de 51 mujeres son víctimas de violencia sexual cada día. Según la Mesa de Seguimiento a los Autos de la Corte Constitucional sobre Violencia Sexual, la impunidad en este tipo de conductas supera el 97 por ciento, y según la Fiscalía General la impunidad en casos de feminicidio llega al 90 por ciento.

Las cifras de impunidad son importantes porque los mismos prejuicios machistas que llevan a la violencia permiten que las instancias de justicia (policías, jueces, investigadores, medios de comunicación) no vean cómo opera la violencia y no la castiguen o detengan a tiempo.

También es importante entender que casi la mitad de los agresores en casos de violencia de género son conocidos o cercanos a las víctimas (en eso el caso de Yuliana Samboní es atípico) y es mucho más difícil denunciar a los agresores que son parte de la familia o a aquellos con quienes se tienen vínculos afectivos.

Nuestra sociedad necesita empatizar con todas las mujeres y repudiar la violencia hacia todas las mujeres sin hacer juicios morales sobre sus vidas.Si es difícil reconocer y denunciar la violencia con las penas como están, imagínense si lo que está en juego es una cadena perpetua. Por eso, en vez de desincentivar la violencia de los agresores, la cadena perpetua desincentiva la denuncia de las víctimas, las cuales ni siquiera pueden contar con un sistema de justicia eficiente que las proteja después de denunciar.

La justicia en Colombia suele ser más dura con los más pobres y mucho más laxa con los privilegiados. Ciertos niveles de privilegio son una garantía de impunidad. Cuando alguien suelta la conocida amenaza “usted no sabe quién soy yo” lo que está diciendo es “yo soy alguien para quien no aplican las reglas y la justicia”. Y para cometer un crimen tan horrendo como el de Yuliana es necesario ser capaz de creer que uno puede salirse con la suya.

Está probado que las personas se portan peor cuando pueden eludir el escrutinio y la rendición de cuentas, y mejor cuando se sienten personalmente responsables o son vistos como individuos diferenciados de la masa sin rostro. Por eso deben maximizarse la responsabilidad personal y la percepción de los otros como seres plenamente humanos e individuales, pues la deshumanización (que es el fin último de todas las formas de discriminación) permite la violencia, hace imposible la empatía y es el primer requisito para la explotación.

Los hombres como Rafael Uribe Noguera han crecido en un mundo donde todos les dicen a diario que “son alguien” y que niñas como Yuliana “no son nadie”. Esta deshumanización es el comienzo de este horrible crimen, y de toda la violencia de explotación por género, raza y clase social.

Fuente original: Razón Pública

Vía: Rebelión