El juez Luis Roberto Barroso le ha dado al gobierno brasileño solo tres días para establecer un equipo de respuesta a la crisis. El ejecutivo de Bolsonaro debe establecer puestos de control en tierras indígenas, con apoyo militar si es necesario, para evitar que personas ajenas entren sin permiso y para realizar pruebas de COVID-19. Dentro de un mes, el gobierno debe emitir un plan integral de pandemia para detener la invasión de los territorios indígenas, que potencialmente expone a los residentes al virus, y brindar atención médica a todos los pueblos indígenas.
La orden responde a una petición del 29 de junio presentada por una organización brasileña de derechos indígenas y seis partidos políticos que afirman que el COVID-19 podría llevar a un “genocidio” a la población indígena de Brasil ya en situación de riesgo.
Los datos de la pandemia muestran que los brasileños indígenas enferman y mueren en tasas más altas que la población general. La mayoría de los aproximadamente 896 000 indígenas de Brasil viven en la región amazónica, donde el hospital más cercano puede estar a días en barco y ofrece servicios limitados. Los brasileños indígenas también tienen tasas más altas de desnutrición, anemia y obesidad que la población general, factores de riesgo grave para COVID-19.
Hasta el 8 de julio, el Ministerio de Salud de Brasil reportó 8 098 infecciones por COVID-19 entre indígenas y 184 muertes. El Comité Nacional de Vida y Memoria Indígena, un grupo que apoya a los pueblos indígenas durante la pandemia, estima más de 12 000 infecciones y 446 muertes.
Para las comunidades nativas con solo unos pocos cientos o miles de miembros, eso es una amenaza existencial. Si las tendencias actuales continúan, 5 600 yanomami, o el 40 % de toda su población, podrían infectarse con COVID-19, según un informe del Instituto Socioambiental de Brasil.
¿Por qué genocidio?
El brote incontrolado de coronavirus de Brasil es solo la última amenaza mortal para los pueblos indígenas bajo la presidencia de Jair Bolsonaro, quien recientemente dio positivo por el COVID-19.
Desde que asumió el cargo en enero de 2018, Bolsonaro ha desmantelado las protecciones ambientales de la Amazonia, permitiendo que aumenten la deforestación y los incendios forestales. También ha reducido los derechos a la tierra de los pueblos indígenas y ha hecho la vista gorda con la minería ilegal, la explotación forestal y las operaciones agrícolas en esos territorios.
Las políticas públicas y la retórica del presidente hacia los indígenas brasileños son tan abiertamente hostiles que esencialmente constituyen una campaña de genocidio, según nuestras investigaciones. A finales de 2019, dos importantes organizaciones brasileñas de derechos humanos argumentaron ante la Corte Penal Internacional de las Naciones Unidas que el líder de derecha estaba “incitando al genocidio” contra los pueblos indígenas.
Ese caso está todavía pendiente, pero según el derecho internacional, el delito de genocidio solo requiere “la intención de destruir, total o parcialmente” un grupo basada en su nacionalidad, etnia, raza o religión. Por tanto, no solo se refiere a los asesinatos explícitos en masa. Causar daños graves a una población y destruir su forma de vida también puede constituir un genocidio.
Como expertos en la prevención de atrocidades masivas y los derechos indígenas, hemos observado con alarma las señales que advertían que estaba ocurriendo un genocidio lento en el Brasil de Bolsonaro. Luego vino COVID-19, que está matando a cientos de personas indígenas.
Señales de advertencia
En teoría, muchos indígenas brasileños deberían estar preparados para evitar la exposición a COVID-19. Se estima que 10 000 viven en aislamiento voluntario en toda la Amazonía, separados de la sociedad brasileña en general. Muchos otros solo tienen contacto limitado con el mundo exterior.
Su derecho de autodeterminación y su aislamiento son confirmados por dos acuerdos internacionales sobre derechos indígenas, ambos firmados por Brasil. Sin embargo, en los últimos años, los madereros, mineros y agricultores han violado agresivamente estos derechos sobre la tierra y se han establecido en la Amazonía, a veces con el respaldo explícito del gobierno de Bolsonaro.
El acaparamiento ilegal de tierras ha empeorado durante la pandemia, ya que la atención mundial se alejó de la Amazonía. Por ejemplo, el número de mineros de oro no indígenas que trabajan en la tierra indígena Yanomami aumentó desde los 4 000 de 2018 a los más de 20 000 este 2020.
Más allá de llevar el coronavirus a las comunidades indígenas, tales incursiones ponen en peligro la supervivencia de los indígenas brasileños.
Los pueblos indígenas han vivido en la Amazonía durante siglos, protegiendo la selva tropical de tal manera que no solo respaldaba su forma de vida tradicional sino que también protegía este recurso natural global. Históricamente, han contado con regulaciones gubernamentales mínimas destinadas a defender la selva amazónica, aunque la deforestación ha sido un desafío durante mucho tiempo.
Bolsonaro no cree en la defensa de la Amazonía o de sus habitantes. Uno de sus primeros actos como presidente fue revertir las protecciones ambientales. La deforestación de la Amazonía ha aumentado un 34 % desde 2018, según el programa de monitoreo de la Amazonía brasileña. La deforestación de las tierras indígenas aumentó casi un 80 %.
La confiscación ilegal de las tierras indígenas y las violaciones de los derechos, como las experimentadas por los indígenas brasileños, son signos de advertencia conocidos de genocidio. También lo es la destrucción física de la patria de un grupo perseguido. Según la ONU, “el sometimiento intencional del grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física, total o parcial” constituye un genocidio.
La historia muestra que negar la humanidad de un grupo es otro precursor frecuente del genocidio. Antes del Holocausto, por ejemplo, los nazis se referían a los judíos como ratas.
Bolsonaro no ha ido tan lejos como para caracterizar a los brasileños indígenas como alimañas. Pero se refiere a ellos usando un lenguaje peyorativo.
“Los indios no hablan nuestro idioma, no tienen dinero, no tienen cultura”, dijo al periódico Campo Grande en 2015, cuando todavía era congresista. A principios de este año, Bolsonaro dijo que las personas indígenas expuestas al mundo exterior “se están convirtiendo cada vez más en seres humanos como nosotros”.
Una atrocidad previsible
El acaparamiento de tierras, la atención médica insuficiente, la deforestación y la estigmatización ya amenazaban a los indígenas brasileños antes de la pandemia. Los genocidios pueden ser así. Las atrocidades masivas son procesos, no eventos repentinos y aislados. Los factores de riesgo y las señales de advertencia pueden estar latentes durante años en un país. Luego, una “chispa” como COVID-19 los enciende, lo que desemboca en una mortandad masiva.
La orden de más de 40 páginas de la Corte Suprema no menciona el genocidio. Sin embargo, su rápida emisión y plazos estrictos denotan la urgencia de la situación que enfrenta Brasil.
El cumplimiento no está garantizado. La administración Bolsonaro no ha obedecido sentencias judiciales anteriores relacionadas con los derechos indígenas, con solo multas ocasionales como consecuencia.
Pero al ordenar medidas de protección de emergencia, el juez Barroso demuestra que al menos una rama del gobierno de Brasil asume la responsabilidad de proteger a su pueblo, todos ellos, de una atrocidad prevenible.
Este artículo es una versión actualizada de este publicado el 8 de julio.
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Fuente: The Conversation (Creative Commons)
Author: Nadia Rubaii, Co-Director, Institute for Genocide and Mass Atrocity Prevention, and Professor of Public Administration, Binghamton University, State University of New York