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La libretita roja | Historias de Hojaldras y Otros Panes

March 31, 2011
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Bastó con probar sus labios para volverse loco. En el mismo instante en que ella aceptó besarlo ya no pudo pensar en nada más. Sus sentidos se volvían lentos y caprichosos; sentía cómo se le despegaban los pies del suelo y sólo sabía sonreír cuando ella le hablaba. Esa voz ronquita que le erizaba todos los poros del cuerpo lo incitaba a las perversidades más obscuras.

Entonces despertó.

Ya no sabía si estaba dormido o despierto. Ella llenaba sus pensamientos y se repetían las mismas escenas hasta el cansancio. Le gustaba pensarla como si fuese un trailer de una peli erótica, de esas viejas, como L´amant. Ya tenía la selección musical del primer cuadro: “Él la ve a lo lejos, en la universidad. Comienza “Fever” de Billie Jo Spears lentamente mientras ella va acercándose, sonriendo. Él no sabe qué decirle, sólo puede mirarla. Ella sonríe coquetamente, le cierra un ojo y se va”.

Casi le da un ataque cardiaco cuando coincidieron en una práctica de foto, fuera de la ciudad. No tuvo el valor de hablarle en todo el viaje pero imaginaba perfecto cómo sería besarla, acariciarla, tenerla para él solo.

Se convirtió en un espía. Disfrutaba seguirla, acecharla. Provocaba situaciones llenas de misterio en las que nunca salía a cuadro. Lo excitaba saberla con otros, verla seduciendo a los demás. Se imaginaba que era él quien la tocaba, con quien ella se reía. Se descubría a sí mismo tocándose mientras la veía de lejos.

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Escuchó su respiración y despertó de nuevo. No sabía en qué momento se había quedado dormido.

Desde aquella vez que escuchó su voz no pudo dejar de pensarla. Esos ojos casi negros, el cabello chino muy rebelde, alta, complexión media, una voz ronquita que resultaba inconfundible, lo volvían loco. Lo sacaban de todo contexto y cabalidad.

Repasaba una y otra y otra y otra vez las curvas que encontraban lugar en sus manos, el olor a frutas que desprendía su piel, en lo rosita de sus labios y lo blanco de sus dientes. En las muecas que hacía tres segundos antes de gemir de placer implorándole que la penetrara más fuerte y que le aumentaban varios grados la temperatura corporal.

Despertó al escuchar su propio grito, sudando frío y con la sábana pegada al pene.
Con ella no podía detenerse. La primera vez que estuvieron juntos comprobó que era posible sentir que el alma se salía del cuerpo sólo para regresar y seguir amando. Jamás había gritado al sentir un orgasmo y ahora no podía dejar de hacerlo.

La tenía a su merced. Amarrada de pies, manos, amordazada y con los ojos vendados. Le había prometido que la pasarían muy bien y ella sonrió diciéndole que quería experimentar.

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No pudo aguantar las ganas de tenerla así, con sus manos en el cuello y penetrarla desde atrás. Terminó antes de poder empezar.

Parpadeó y lo apuntó en su libretita roja. No quería olvidar nada.

Sentía cómo los sentidos lo abandonaban poco a poco. Bajó mucho de peso y dejó de entrar a clases. Todo estaba obscuro. Ya casi no hablaba con nadie. Sólo deseaba verla. Estar con ella.

No podía conformarse con verla de lejos. Necesitaba volver a besarla. Sentía que el aire dejaba de entrar a sus pulmones si ella no aparecía por el pasillo.

Entonces apareció de la mano de alguien. Jamás la había visto tan bella, radiante, sexy. No pudo ocultar la gran erección y quiso correr para esconderse.

Algo se encontraba al final de su mano y lo detenía firmemente. No lograba enfocar qué era y comenzó a tener un ataque de ansiedad. Gritaba desaforadamente. Nadie lo escuchaba. Cantaba como loco, nadie lo miraba.

Terminó retorciéndose y poco a poco disminuyendo todos los movimientos para, por fin, quedar en posición fetal.

No despertaba pero tampoco dormía. Veía y escuchaba todo, pero no era capaz de participar en la conversación.

Y entonces yo desperté al no sentirte en mi cama, de nuevo. Ya me había acostumbrado a tus ausencias. A tus maneras de espiarme. A que te escondas después de haber estado juntos y la primera siesta después del amor.
Grité tu nombre casi un centenar de veces:“¡Enrique! ¡Enrique! ¡Enrique respóndeme por favor!”.

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Nada.

Lamento tanto haber encontrado tu libretita roja y haberla leído. Debiste haberte quedado con tus secretos y yo con los míos. La radio del baño repetía mil veces Here comes the sun de los Beatles. Con esa canción hicimos el amor la primera vez, pero ahora era como un ruido sordo, como el que escucho en mi mente cuando pienso en ti.

Hace tanto de eso. Estoy tan cansada de tus manías y de que te pongas muy raro cada vez que salimos al parque. Siempre digo que ésta es la última vez y siempre cedo. Me encanta tenerte dentro. No puedo controlarme. Te pienso, te huelo, te siento y la humedad se hace muy presente. Mi cuerpo exige tenerte en ese momento, no importando que yo esté en el trabajo, en la calle o en la iglesia.

Aún así, pareciera que te enamoraste del recuerdo de mi, aún cuando me tienes contigo.

¡Enrique respóndeme por favor!

Y entonces desperté y te conté este cuento.

 

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Foto: NationalLibrayCommons (CC) Flickr!