Sentada frente al mar. Sólo escuchando la cadencia de las olas que me acercaban y alejaban a una realidad que no terminaba de comprender y mucho menos aceptar. Pensé que la brisa marina me había compartido un poco de su riqueza, pero eran lágrimas las que escurrían y atravesaban mis mejillas. Lo que comenzó con un par de suspiros terminó siendo más intenso que una lluvia tropical. No pude….no quise parar. Necesitaba sacarlo todo. Necesitaba dejar de pensarte, dejar de sentirte. Los sollozos me ahogaban. Abrí los brazos y me dejé caer en una arena tan blanca como cálida, casi tanto como el abrazo que necesitaba.
No sé hasta qué hora estuve ahí. Desperté al sentir mucho frío y cuando abrí los ojos estaba todo iluminado por una gran luna que me miraba fijamente, como reprochándome. Y sí.
Tenía mucha razón en hacerlo.
Cuando empezamos todo era muy sencillo. Todas las reglas del mundo estaban ahí para nosotros. Kant y su imperativo categórico regían nuestros movimientos. Todo era como “debía ser”.
Pero yo me enamoré. Perdidamente. Como nunca. Ya no concebía momento alguno sin ti. Te hacía parte de mis realidades y mis fantasías. Nuestros besos eran eternos y amanecer en tu boca era lo mejor que podía pasarme. No quería volver a despertar sin ti.
Quería dejar atrás a todos los amores peregrinos. Ya no me llenaban otros amantes. No concebía besar a nadie más. Todo eras tú. Pero tampoco estaba segura de eso. Me partía la madre ver cuando ponías cosas en tu Facebook. Me recodaba que tenías una vida sin mi. Una que jamás habríamos de compartir.
Al besarte no podía pensar en nada más. Volví a caer en el dejar todo, en sentir que el corazón me latía al ritmo de la respiración de alguien más. En creer que los sueños compartidos eran aquellos que el otro tenía y yo seguía.
Pero ahora yo no era parte de esos sueños. Yo había decidido ser la amante y olvidé cuál era mi papel en la relación. Me sentía protagonista de una historia que ni siquiera estaba en mi libreto.
Olvidé que las amantes no piden, no exigen, no sueñan con bodas reales, no conocen de obligaciones maritales, de reconocimientos públicos o de demostraciones afectuosas en los lugares menos pensados.
Las concubinas tienen un lugar y espacio definidos. Entre sus piernas ocurren todas las perversiones y milagros en una sola noche. Pero cuando se asoma el sol, ellas vuelven a hacer su vida normal, en la que son dueñas y señoras de sus sueños, sus obligaciones y sus espacios sin él.
Recordé que no quería las fiestas familiares, no me interesaba la vida conyugal. No soportaba la idea de pasar el resto de mis días sólo con alguien. No me sentía totalmente enamorada como para bendecir las horas interminables y con él de la mano.
Recordé que yo elegí esa vida. Y que ahora no sabía cómo salirme de ella. No podía decirte que siempre sí quería la casita linda, la vida familiar.
Tú ya tenías eso con ella. Y yo te elegí, por eso. Por tener ya cubierto lo que yo no quería darte. Así me quitaba un peso de encima. Era lo mejor de los dos mundos, no?
Pero me enamoré.
Seguía llorando mientras las imágenes felices pasaban por mis ojos. Esas instantáneas de cuando jugaba a la casita perfecta, con la mascota y el hombre con el que dormía todas las noches. Reviví las noches de angustia y soledad cuando no estuvimos juntos y pensé que no habría futuro sin él.
Desperté de nuevo con el calorcito. El mar reclamó mis lágrimas. Me acerqué a él para lavarme un poco la cara y recordé que estaba en esa playa para celebrar tu boda…con ella.
Me pediste un último fin de semana antes de hacer oficial el compromiso. La enorme celebración de entrega de un anillo que significaba la vida juntos…tú y ella. Juraste entre besos y sin ropa que seguiríamos como hasta ahora en cuando regresaras de tu noche de bodas.
La luna tenía razón en reprocharme con su mirada. Ella tampoco entendía por qué me enamoré de ti. Si todo era tan claro, tan perfecto. Yo sabía desde el principio que era un amor compartido y no supe en qué momento perdí el control de mis sentimientos. Ahora sólo se que me pesa el corazón como nunca antes. No entiendo la libertad prestada. No quería la vida convencional. Pero tampoco te quería con ella.
Y entonces te vi a lo lejos. Buscándome. Con esa mirada tan maravillosa. Te escuché decir mi nombre y correr hacia donde yo estaba. Me tomaste entre tus brazos y me besaste como siempre. Llegando a la habitación me bañaste con la paciencia infinita y sonreíste varias veces. “Me preocupé mucho. Dónde estabas?”. Yo no pude contestar nada.
Me hiciste el amor con ternura, vimos colores y estrellas. Yo te hice el amor como nunca. Como si no existiera mañana. Respondiste a cada beso, a cada caricia. Compartimos cada orgasmo. Reías mucho. “Háblame en francés, hermosa”. Y yo no podía resistirme a decirte cuanta cosa se me ocurría mientras te abrazaba con mis piernas.
Pasamos todo el día uno dentro del otro. Reconociendo los poros, besando los palmos. Escuchando música, cantando. Besándonos dentro, fuera, encima, abajo, sobre, atrás, adelante, con viento, con agua, bajo las sábanas, en la mesa y en el piso. Jadeos, gritos, aullidos, ojos vendados, risas, chocolates. Todo estuvo. Todas las fantasías, todos los juegos, todos los besos, todo el amor. Como cuando se va a acabar el mundo. Pasa todo, sin reparos, sin miramientos, sin tapujos.
Nunca antes “De música ligera” había tenido tanto sentido. “Y aquel amor, de música ligera, nada nos libra nada más queda” era lo único que podía pensar mientras te besaba.
Yo lo tenía decidido.
Era la última vez.
Aproveché que saliste a hablar por teléfono, seguramente a tu futura esposa (sí, ví su nombre en la pantallita de tu costoso celular). Abrí la puerta que daba al balcón. La vista al mar era maravillosa desde ahí. Entré para poner “Runaway” de The National. “No, I won´t be no Runaway”, me escuchaste cantar. Maravillosa canción. Entraste para bajarle un poco el volumen porque no escuchabas nada en tu llamada. Y cuando me viste ya era demasiado tarde.
Dejé en la cama tus besos, tus abrazos. Mis llamadas para decirte cuándo te deseaba. Te dejé las eternidades.
Me llevé las lágrimas, el primer “te quiero”, los colores, las estrellas, los orgasmos.
Me llevé lo inmediato. Te dejé lo atemporal.
Ya era demasiado tarde.
Yo ya había saltado.
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Foto Toprural (CC) Flickr!