El editor de Horizontal, Jorge Cano Febles comparte la siguiente reflexión sobre el papel que jugará de la izquierda después del triunfo de Trump. Compartido bajo Creative Commons $.
Con la victoria de la derecha radical en el país más poderoso del mundo, inicia una nueva época de resistencia e incertidumbre. Nunca en este siglo se había necesitado tanta imaginación política en las izquierdas.
#NotMyPresident: Karla Ann Cote (CC)Vivimos un momento de oscuridad. El martes Donald Trump, un populista autoritario, ganó la presidencia de Estados Unidos. Si bien no sabemos exactamente lo que sucederá en los próximos cuatro años, no hay ningún indicio de que las cosas irán mejor, particularmente para las minorías. El performance xenófobo, misógino y racista le permitirá sentarse en la Casa Blanca al candidato republicano. A tres días del evento, la elección estadounidense sigue siendo un enigma que ha superado las categorías de análisis. Ese, sin más, ha sido el tono del 2016: una complejidad política que ha rebasado toda encuesta, todo modelo, toda proyección, toda gráfica. Los instrumentos cuantitativos están siendo superados formidablemente por lo social. Como lo hizo desde el principio de su campaña, Donald Trump rompió todos los pronósticos de los expertos. Pero también hubo otro fracaso –crítico y partidista–: el de las izquierdas, que deben replantearse urgentemente. Empieza una etapa de resistencia (tal vez). Empieza (sí) una de escalofriante incertidumbre.
La derrota de Hillary Clinton reveló una certeza importante para la política estadounidense que tendrá repercusiones internacionales. Por años la “tercera vía” ofreció una solución políticamente rentable al dilema entre el libre mercado y el socialismo: una síntesis. Aunque permitió mantener con vida a muchos partidos de izquierda durante la hegemonía neoliberal, incluso más allá Estados Unidos e Inglaterra, en la práctica la tercera vía sirvió precisamente, más que como medicina, como cómplice de sus enemigos: el reformismo progresista de la tercera vía nunca solucionó los problemas estructurales que el neoliberalismo desarrollaba ni neutralizó el rápido crecimiento de la desigualdad. Pasivos, los partidos de izquierda que adoptaron la tercera vía y su lenguaje tecnocrático, poco a poco, se fueron acercando al centro –hasta llegar a la derecha. Si algo expuso la revolución política de Bernie Sanders (en rigor, una socialdemocracia) fue su distancia con las coordenadas de la plataforma de los últimos años del Partido Demócrata. Incapaz de ofrecer algo más que la gestión de paliativos, el centro dejó de generar esperanzas entre los votantes. La plataforma de Hillary Clinton, y lo que representaba –la absoluta neutralidad, el establishment, la racionalidad administrativa–, perdió relevancia. La neutralidad política ya no es una opción rentable, menos para cualquier izquierda: el centro ha muerto.
El neoliberalismo ha permitido reconcentrar las riquezas en un 1%. La apertura de los mercados no ha repartido los beneficios producidos prácticamente en ningún país. Mientras que ha conectado y beneficiado a ciertos sectores de la población, ha producido también problemas sociales importantes: el nacimiento de nuevas subjetividades, cambios estructurales, la mercantilización de cada rincón de la vida humana, la precarización de una generación entera de trabajadores, crisis ambientales; la transformación ha sido enorme. A partir de los ochenta, la retórica de la competencia y la meritocracia suplantó a la de la defensa de los derechos laborales. Los sindicatos –conquista histórica de la izquierda del siglo XIX– empezaron a ser vistos como un obstáculo de la modernidad. En todo el mundo se desmantelaron los Estados de bienestar con rapidez, a la vista de los partidos de izquierda ubicados en el centro. Pero la utopía del libre mercado, de un mundo determinado por el comercio y no por el conflicto, ha datado. Hoy el neoliberalismo está en crisis, en un momento agudísimo de deslegitimación. Empero, nadie presagiaba que la respuesta más radical al estado de las cosas viniera de la derecha, ni en Estados Unidos ni en Europa. Para recuperar los trabajos, saquemos a aquellos que enferman la economía y la política de nuestra sociedad, exigen desde hace unos meses los demagogos en todas partes del planeta.
La diferencia entre Trump y el resto de los populistas es que Trump no representa propiamente a la “gente” (ni si quiera la exalta). En la convención del Partido Republicano, como en otros momentos de la campaña, señaló enfáticamente que él era “la voz” de los trabajadores olvidados. Sin embargo, durante la campaña la fórmula que propuso a sus votantes fue que confiaran en él porque él (empresario-blanco-exitoso) sí sabe tomar decisiones. En ningún momento ha reivindicado la voz del pueblo (la voluntad general) sino la voz de Donald, como explica Cas Mudde. Para beneficiar a los olvidados enunció un factor del problema (los inmigrantes) y planteó una solución precisa (separarlos de la nación blanca). Los elementos de la derecha radical y el nativismo han estado en la historia estadounidense desde el siglo XIX –no son una novedad. El trumpismo es, así, un fenómeno político contemporáneo, en tanto que emerge de un contexto económico aciago, pero es también uno profundamente estadounidense, que se nutre de una larga tradición reaccionaria. Con esta operación, Donald Trump diseñó un discurso atractivo y diferente que cautivó a un sector de la población que, efectivamente, las administraciones de Bill Clinton y Barack Obama pusieron a competir en el mercado global (el 72% de los votantes del martes dijeron creer que la economía estadounidense sirve solamente a “los ricos y poderosos”).
Pero el triunfo de Trump no tiene únicamente una explicación económica y material (prácticamente ningún proceso político la tiene). La xenofobia y la misoginia de los perdedores del neoliberalismo, los herederos de la nada, no se pueden explicar con gráficas. Hay en los valores corruptos que acaba de legitimar la política institucional estadounidense algo que los modelos y las proyecciones no pudieron detectar, algo hermético y vital que necesita una interpretación más amplia, algo cercano al odio. Es decir: años de activismo identitario y liberalismo multicultural no alteraron los valores de una sociedad que se está revelando, desvergonzadamente, como patriarcal y racista.
No se puede obviar que el que será el presidente más poderoso del mundo inició su campaña llamando “violadores” a los mexicanos. Ha advertido que deportará a los indocumentados y construirá un enorme muro en la frontera entre México y Estados Unidos. Ya sea colocados como criminales o malos trabajadores, los inmigrantes mexicanos, en la narrativa de Trump, son un estorbo que hay que separar del paisaje estadounidense. La violencia y el racismo de los registros antimexicanos de Donald Trump representan una amenaza seria para la población nacional. Hay que calar el peligro histórico que se configuró en estos meses.
Carlos Bravo Regidor ha notado que esta postura antimexicana fue posible, a pesar de la intensa integración entre ambas naciones, porque nunca ha existido una narrativa “norteamericana”, ni imágenes inteligibles de la relación bilateral. Pero, en realidad, tampoco queda claro que exista propiamente una idea reciente de nación. Después de la transición “democrática” y la “modernización” del país (TLCAN-Pacto por México), México se ha quedado sin relatos que lo expliquen y que permitan visualizar un futuro como sociedad. Ambos relatos fracasaron y el segundo acentuó el régimen neoliberal –hoy no dicen nada. Para defenderse, el Estado mexicano (academia, gobierno, sociedad) deberá repensarse como tal, a pesar de Peña Nieto y su gabinete. Producir una idea de sí que le permita tener una estrategia diplomática ante cualquier avatar antimexicano. Es una tarea ardua, pero inaplazable, que exige rebasar las mezquindades partidistas. Fuera del Estado, hay que explorar nuevas formas de solidaridad, incluso transnacionales: es posible también la construcción de una alianza internacional, entre las izquierdas mexicanas y las izquierdas estadounidenses, concebida para proteger y apoyar a las minorías y a todos los migrantes.
Se vive un miedo inédito: cualquiera puede imaginar lo peor. A pesar de que nada concreto ha sucedido, hay en el aire la sensación de que en verdad se abrió la puerta a algo indomable. Podríamos estar viendo –en tiempo real– el ascenso de un gobierno fascista (o no). Podría ser el fin de los mercados, el anuncio de una crisis económica sin precedentes (o no). El combustible xenófobo y misógino que le dio fuerza a la campaña de Trump podría, en unas semanas, dar pie a hostigadoras políticas públicas (o no). Parece que algo aterradoramente ambiguo inicia.
Desde el Brexit, se ha fortalecido la idea de que la democracia no sirve y que las mayorías, por ignorantes, no deben votar. En diarios y revistas los liberales han lamentado la nueva revuelta de las masas. Vivimos ciertamente en una etapa de transiciones, pero también de estancamiento. Hace un año criticábamos desde la izquierda los límites del liberalismo porque los instrumentos procedimentales de la democracia liberal (el voto, la política institucional) no eran suficientes para lograr una verdadera transformación del estado de las cosas –hoy parece, sin embargo, que antes que radicalizar la democracia, hay que defender incluso lo mínimo que tenemos. En este interregno, muchas libertades, ganadas por el activismo de generaciones enteras, se pueden perder rápidamente (esa es, al menos, la sensación). Hay que entender su fragilidad y su importancia. La “ignorancia” y la “estupidez” de los que no han tenido voz no definen los problemas de nuestro tiempo. No: hoy, más que nunca, contra la ansiedad de los elitistas, hay que defender precisamente nuestros derechos, los de la gente común, y a la democracia en tanto régimen igualitario.
¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Los partidos de izquierda –y esto lo ha explicado mejor Garcíamarín– no supieron leer el presente y dar una respuesta clara y concisa a los efectos del neoliberalismo. Para agregar los votos del centro, asumieron dogmáticamente la neutralidad absoluta. También había una suerte de aletargamiento en las izquierdas contemporáneas: mientras imaginábamos que el futuro estaba naciendo en la Puerta del Sol, el neoliberalismo llegó a su punto final: la desigualdad económica se volvió insoportable para los trabajadores que han perdido todos sus privilegios. Hoy la derecha radical gana porque ofrece soluciones fáciles, factibles y violentas a las miserias económicas: deportar al Otro. Durante un año los demócratas y la opinión pública estadounidense no expresaron sino desprecio moral por Donald Trump y sus votantes. Al desautorizar a sus adversarios, perdieron la oportunidad de enunciar verdaderas propuestas de transformación que compitieran con el programa demagógico del candidato republicano. Inmerso en su soberbia, el Partido Demócrata no entendió el cambio de siglo: estuvo por años tolerando la precarización laboral y la disminución de los sueldos de la clase trabajadora que votó por este escenario.
No podemos dejar que el odio y la violencia calcinen las libertades conquistadas. Ante la aplicación inminente de parte del programa político de Donald Trump, las posiciones neutrales son cómplices. Nunca en este siglo se había necesitado tanta imaginación política en la izquierda. Antes que utilizarla para dibujar el horror, debemos reactivar su potencial para pensar mejores mundos y nuevos frentes de organización. Los retos políticos que siguen no nos exigen menos.
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