Permítanme comenzar con una pregunta a bocajarro: ¿piensa usted que es posible predecir el futuro?
Esta pregunta, así formulada, evoca bolas de cristal y lectura de manos y nos invita a responder con un rotundo “no”.
Sin embargo, enunciados como “la temperatura media global subirá 0,5 ⁰C en la próxima década” o “la curva de contagios por el coronavirus empezará a aplanarse dentro de tres días” nos resultan mucho más fiables. Estas frases, enunciadas de esta manera, evocan conceptos como ciencia, conocimiento experto y rigor. Sin embargo, también son predicciones sobre el futuro.
Si buceamos en los fundamentos de este tipo de predicciones, es muy probable que hayan sido obtenidas utilizando modelos matemáticos. Además, vendrán acompañadas de “barras de error” que aporten numerosos matices al enunciado y, en cierto modo, le resten contundencia.
Los modelos matemáticos están viviendo su momento de fama. Por culpa de la pandemia de la COVID-19 han saltado de las páginas de las revistas especializadas a las de la prensa generalista. Por obvios motivos de formato, los detalles necesarios para comprender su alcance y limitaciones rara vez se mencionan. Esto puede generar una impresión equivocada sobre la utilidad de los mismos.
¿Qué es un modelo matemático?
Un modelo es una descripción más o menos detallada de un fenómeno que se desea investigar. Un modelo matemático usa el lenguaje matemático en su descripción.
Suena casi como un trabalenguas, pero en el fondo no tiene nada de exótico. Es más, es muy posible que el lector haya trabajado con modelos matemáticos antes. Concretamente, en la escuela. ¿Recuerdan aquellos problemas sobre interés compuesto? ¿O los del tiro parabólico y la caída libre? ¿Acaso no les pedían usar las matemáticas para calcular cómo evolucionaba una cuenta bancaria o cómo se movía un proyectil?
Al contrario de lo que a menudo se piensa, los modelos matemáticos no responden a la pregunta “¿qué va a pasar?”, sino a la pregunta “¿qué pasaría si?”. Esto constituye, a la vez, su mayor debilidad y su mayor fortaleza.
Permítanme ilustrarlo con el ejemplo de la caída libre. Es posible que en la escuela les hablaran de aquella “demostración matemática” de que una pluma y una bala de cañón que caen libremente desde la misma altura llegan al suelo al mismo tiempo.
Suena raro, pero es rigurosamente cierto… siempre que la caída sea de verdad libre (esto es, en ausencia de atmósfera).
Si tratamos de aplicar el modelo de caída libre para estudiar la caída de un objeto cotidiano, y por tanto rodeado de aire, veremos que sus predicciones fracasan miserablemente. Hemos usado un modelo poco adecuado, pues responde a la pregunta: ¿qué pasaría si dejo caer este objeto si no hubiera atmósfera?
Cuando los matemáticos construimos modelos, a menudo empezamos con un modelo sencillo, al que vamos añadiendo nuevas características según van resultando necesarias. ¿Cuándo paramos? Cuando el modelo es lo suficientemente adecuado. Es decir, cuando estamos satisfechos con la luz que arroja sobre el fenómeno que deseamos estudiar.
Si queremos estudiar la caída de una pluma, el modelo anterior nos dejará claramente insatisfechos. Si al modelo de caída libre le añadimos un término de rozamiento con el aire, los resultados serán mucho mejores, pero aún existirán pequeñas discrepancias con el experimento.
Cualquier modelo, sin excepción, es una aproximación más o menos sofisticada de la realidad, pero nunca perfecta. Por desgracia, cuantificar cómo de preciso es un modelo matemático no siempre es una tarea sencilla. Por lo tanto, tampoco lo es comunicarlo al público general.
¿Por qué los usamos entonces?
Si todos los modelos son aproximados, ¿por qué los usamos? Por una sencilla razón: porque son útiles. La capacidad de los modelos matemáticos de responder a la pregunta “¿qué pasaría si?” los convierte en interesantes sustitutos de los experimentos científicos.
Si bien en ciencia el experimento es el rey, a veces no queda más remedio que conformarse con un modelo matemático o computacional.
Ejemplos de estas situaciones:
Experimentos irrealizables: el estudio in situ de un agujero negro.
Costosos o difíciles: el estudio de la evolución de las poblaciones de plancton, cuya escala en el espacio y el tiempo es del orden de océanos y décadas.
Destructivos o peligrosos: el análisis de los efectos de un terremoto en determinada ciudad.
Los modelos también son de gran utilidad para obtener visualizaciones difíciles o imposibles de lograr experimentalmente (cómo se mueve el viento alrededor de una turbina).
Por si fuera poco, incluso modelos matemáticos con muy poco poder predictivo pueden ser de gran utilidad para entender problemas complejos.
Gracias, por ejemplo, a un sencillísimo modelo de propagación de epidemias de los años 20 sabemos que existen umbrales (el famoso número R) a partir de los cuales el contagio se dispara. El modelo no permite saber con exactitud cuál es el umbral, pero aporta la idea misma de que existe.
Los matemáticos no pueden predecir el futuro
Recuerde nuestra pregunta inicial. ¿El futuro se puede predecir? Ninguna persona razonable respondería con un rotundo “sí, siempre y sin matices”. Espero haberles convencido de que los matemáticos, por lo general también personas razonables, tampoco.
La ciencia es una empresa, por naturaleza, incompleta, se escriba esta con letras o con fórmulas. Los modelos matemáticos han de leerse con, por lo menos, el mismo sano escepticismo que la predicción meteorológica.
Pablo Rodríguez-Sánchez no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.
Fuente: The Conversation (Creative Commons)
Author: Pablo Rodríguez-Sánchez, Especialista en computación científica, Netherlands eScience Center