Es de sobra conocido, pero conviene insistir: la pandemia de coronavirus no solo está poniendo a prueba nuestra capacidad de resistencia a título personal, social, político y económico; también está afectando a los pilares sobre los que se asienta nuestra Democracia.
Aunque, como es natural, por razones de importancia y urgencia, la mayor parte de los esfuerzos se están concentrando en abordar la crisis sanitaria, a través de diversos medios excepcionales, resulta preciso asimismo no descuidar ni las heridas que la enfermedad puede dejar en el cuerpo político y social, ni los instrumentos que se han de activar para posibilitar una rápida recuperación económica, pues, al fin y al cabo, todo ello está inescindiblemente relacionado.
Conscientes de esta realidad, hemos de seguir depositando la confianza en nuestros representantes y gobernantes, desde el convencimiento de que, más allá de los errores que puedan cometer (o haber cometido), por los que, dado el caso, habrán de responder llegado el momento, están haciendo todo lo posible por afrontar lo mejor que saben los descomunales desafíos a los que nos vemos expuestos en las últimas semanas, en condiciones ciertamente muy extremas.
Sin embargo, como no somos súbditos, sino ciudadanos, tampoco podemos/debemos abandonar donde habita el olvido nuestra responsabilidad, que no solo consiste en colaborar lealmente en el cumplimiento de las órdenes y en el seguimiento de las indicaciones del Gobierno, sino que también radica en tomar conciencia de que, precisamente porque vivimos en un Estado democrático, su pervivencia depende, en último término, de todos y cada uno de nosotros.
Dejación de responsabilidades
Y, en tal sentido, hacemos dejación de nuestra responsabilidad cuando confiamos ciegamente en lo que nuestros representantes hacen o, simple y llanamente, nos desentendemos de la cosa pública.
Es precisamente en momentos como el presente, en los que no solo peligra la salud de las personas, sino también la de la res publica, cuando hemos de estar más atentos que nunca a la actuación de nuestros representantes. Y es que en tiempos de excepcionalidad adquiere más vigor un peligro que siempre está latente: el del debilitamiento de los pilares sobre los que se sostiene el edificio democrático. Incluso ese riesgo existe aunque no exista intención alguna de hacerlo realidad.
La Democracia es un bien tan precioso como delicado. A veces basta un pequeño cúmulo de decisiones o actuaciones equivocadas, aun sin mala intención, para que lo que parecía sólido acabe desvaneciéndose como un suspiro en medio del huracán. Por eso, nuestra responsabilidad, como ciudadanos, es estar muy atentos para que algo así no suceda.
Entre esos pilares que sujetan el edificio democrático hay tres esenciales:
El respeto a los derechos fundamentales, entre los que ocupa un lugar muy destacado, la libertad de expresión, en sus distintas manifestaciones, incluida, por supuesto, la libertad de información y comunicación, ya que no se trata solo de un derecho de carácter individual, sino que, además, como muy bien ha señalado nuestro Tribunal Constitucional desde temprano , la misma tiene una gran trascendencia institucional u objetiva, en tanto que sería inimaginable una sociedad libre y democrática en la que no estuviese garantizado el pleno respeto a dicha libertad.
Del uso que hagamos de ella en cada momento, y, en concreto, en uno como el actual, dependerá que contribuyamos a reforzar este pilar de la Democracia, mediante el ejercicio, por ejemplo, de una crítica sana de la acción gubernamental, o que, por el contrario, coadyuvemos, siquiera sea involuntariamente, a debilitar sus cimientos, a través, pongo por caso, de un ejercicio desaforado e irresponsable de dicha libertad que, en el peor de los casos, pueda provocar un socavamiento de la legitimidad del Gobierno para la adopción de las difíciles decisiones que vamos conociendo.
La delgada línea roja que separa una actitud de otra no es fácil de percibir, pero conviene que tengamos presente su importancia, siendo conscientes de lo que nos jugamos.
El pluralismo político, que se manifiesta, no solo, pero sí de manera principal, a través de los distintos partidos políticos, que actúan como cauce de expresión de las diversas sensibilidades presentes en la sociedad.
A nivel institucional, esa pluralidad, necesitada de respeto y protección, se expresa a través de la dialéctica que mantienen Gobierno y oposición; una dialéctica que debería encontrar en el debate en sede parlamentaria su lugar idóneo de manifestación, incluso pese a las dificultades que ello pueda conllevar en tiempos de coronavirus.
Junto a los partidos políticos, tampoco se puede ignorar el papel que desempeñan los agentes sociales, en tanto que los mismos contribuyen, también de manera primordial, a la expresión de ideas e intereses que enriquecen ese pluralismo constitutivo de cualquier sociedad abierta y democrática.
A todos ellos hay que respetarles su espacio de expresión, para que la voz del Gobierno, necesariamente reforzada en la actual coyuntura, no sea, sin embargo, la única que se escuche en el debate público.
La responsabilidad del Gobierno, que ni siquiera desaparece en los estados excepcionales a que se refiere el artículo 116 de la Constitución (alarma, excepción y sitio). El modo de exigir esa responsabilidad al poder ejecutivo encuentra diferentes cauces, tanto políticos (poder legislativo mediante) como jurídicos (fundamentalmente, por medio del poder judicial), y, en último término, también sociales, mediante la valoración que, no solo, pero sí de manera decisiva, haga el pueblo (o, más precisamente, el cuerpo electoral) cuando llegue el crítico momento en que se pone de relieve la verdad y trascendencia de esas palabras contenidas en el apartado 2 del artículo 1 de nuestra Constitución: “La soberanía nacional reside en el pueblo del que emanan todos los poderes del Estado”.
Como resulta evidente, el Gobierno, sin perjuicio de continuar, como hasta ahora, centrando sus esfuerzos y energías en abordar la gestión de la dramática crisis sanitaria que padecemos, bien haría asimismo, en ejercicio de sus altas responsabilidades, en no perder de vista si los pilares sobre los que se asienta nuestra Democracia siguen firmes, revisando, entre otras cosas, la atención prestada, al menos, a los que hemos enunciado más arriba.
Nuestra responsabilidad, como ciudadanos comprometidos con la cosa pública, es estar vigilantes de que sucede efectivamente así. Porque vivir en Democracia no es un derecho; antes bien, conlleva obligaciones a las que no debemos renunciar, so riesgo de que si lo hacemos podemos acabar viviendo en un Estado solo aparentemente democrático, con el peligro añadido de que cuando lo descubramos quizás ya sea demasiado tarde para dar marcha atrás.
Así que… ¡atentos!
Antonio Arroyo Gil está afiliado al PSOE, si bien no ostenta ningún cargo orgánico ni responsabilidad dentro del mismo.
Fuente: The Conversation (Creative Commons)
Author: Antonio Arroyo Gil, Profesor de Derecho Constitucional, Universidad Autónoma de Madrid