En la desescalada, son muchos los que han descubierto que no se estaba tan mal confinados. Durante las primeras semanas de enclaustramiento hasta hubo un descenso notable de la tasa de suicidios y las urgencias psiquiátricas. Las víctimas del bullying se sintieron aliviadas, al igual que todas las personas extremadamente susceptibles o con fobia al contacto social. Incluso una buena parte de los que se consideran “normales” lo llevaron muy bien: leyeron, vieron series, ordenaron sus cosas, hablaron con la familia… Cosas que antes sus ajetreadas vidas les impedían hacer.
Otros, en cambio, fundamentalmente aquellos cuyos modos de satisfacción exigen la presencia continua del otro y la movilidad, sufrieron más de la cuenta y tuvieron que transgredir las medidas de confinamiento para aliviar la angustia de su encierro.
¿Por qué entonces ese aparente miedo a salir, si todo –como nos dicen– será normal y, además, nuevo? ¿Qué de lo “viejo” nos seguirá acompañando, en forma de temores o expectativas?
Objeción a la ‘nueva normalidad’
Hace unas semanas que empezamos a dejar atrás el confinamiento para salir a la calle, y en ese tiempo hemos constatado estilos diferentes. Los hay que hacen objeción a las nuevas modalidades del lazo social, al distanciamiento que los aleja del otro y los deja solos con su marca. Alina, de 14 años, no quiere salir porque –me dice- lo hizo el primer día y sólo encontró miradas de rechazo, gente que se apartaba de su lado como si fuera una apestada. Es consciente de que es una sensación subjetiva, pero prefiere no volver a esa “nueva normalidad”.
Otros se resisten a salir por el miedo al contagio y a la muerte. No confían en producir suficientes anticuerpos para frenar el embate del virus. Es el caso de Sofía, de 75 años y con una salud delicada, que ha visto morir demasiada gente de su generación, antes de la COVID-19 y también víctimas de ella. Nada fuera de su hogar le anima lo suficiente para asumir ese riesgo. Prefiere la soledad “segura”.
También niños, como Luis (10 años), se resisten a salir porque temen que eso que oyen en casa y por la televisión sobre la muerte y el virus les alcance a ellos. El miedo a la muerte de un familiar –miedo habitual en algún momento de la infancia– aumenta por lo real del virus y por las reacciones de alarma observadas en los adultos. Los temores latentes cobran vida, y la respuesta fóbica aparece como una defensa lógica ante un objeto tan versátil e ilocalizable como el coronavirus.
Para todas aquellas personas que habitualmente viven su entorno como hostil, la salida es el regreso a la vieja normalidad. Aquella en la que la realidad se confunde con sus peores temores, que viven en un estado de permanente alarma. No esperan nada de su capacidad de generar anticuerpos porque saben que no existe vacuna para la maldad y el odio. Sólo la reclusión les parece una buena medida “sanitaria”.
Los que prefieren no saber
Para la mayoría, salir supone una oportunidad que aprovechan tomando precauciones, sin ignorar ni los riesgos ni su propio miedo, sentimiento necesario para autoprotegerse. Laia tiene sus rituales de salida que incluyen la mascarilla, los guantes y el gel. Al volver, sigue también una secuencia de acciones de desinfección. Le resulta molesto, incluso duda si todo eso será “realmente necesario”, pero de momento es su modo de salir segura.
Junto a ellos, están los que hacen caso omiso a las indicaciones sanitarias, que salen sin mascarilla y sin guardar las distancias, obviando incluso las limitaciones de movilidad. ¿Son sólo irresponsables que quieren gozar, sin restricciones, de la vida, o los anima algún otro tipo de deseo, desconocido incluso para ellos mismos?
Freud extrajo muchas conclusiones interesantes de su experiencia de la Primera Guerra Mundial, catástrofe que terminó con el mundo de ayer que tan bien describió su amigo Stefan Zweig. La esencial es que el hombre no quiere siempre su propio bien, que su software no busca “por defecto” la felicidad, como solemos dar por supuesto.
A ese empuje a la autodestrucción le llamó pulsión de muerte. Pruebas no le faltaban en aquel momento, y a nosotros tampoco: consumos que nos devoran, vacaciones que nos dejan en la cuneta, relaciones que nos intoxican, discursos que nos matan… Jacques Lacan, años más tarde, y tras haber vivido una segunda guerra mundial, renombró esa pulsión como “goce” que une nuestras ganas de vivir y, al tiempo, de hacernos daño. Todos estaríamos afectados –y divididos– por ese doble modo de funcionamiento.
Con su actitud, algunos pretenden ignorar que el problema no está en las normativas, sino en lo real de un virus -hasta la fecha sin control- y en los efectos que tiene en cada uno: afectos subjetivos (miedo, angustia) y pérdidas reales (muertes, trabajo, vínculos). Quizás no quieren pagar su parte de sacrificio porque esperan que sean otros (sanitarios, personas vulnerables, trabajadores esenciales) los que lo hagan por ellos.
Los más osados, como vemos en el terreno político con casos como el del líder brasileño Jair Bolsonaro, hacen gala, sin pudor, de un populismo negacionista, que incluye tintes megalomaníacos y una pasión indisimulada por “no querer saber”. Como si de esa manera pudieran eludir la muerte, que de todas maneras insiste. Las consecuencias están ya a la vista de todos: al final serán ellos mismos los sacrificados, si bien, mientras, otros más vulnerables se ven abocados a un No futuro.
José Ramón Ubieto Pardo no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.
Fuente: The Conversation (Creative Commons)
Author: José Ramón Ubieto Pardo, Profesor colaborador de los Estudios de Psicología y Ciencias de la Educación. Psicoanalista, UOC – Universitat Oberta de Catalunya