Cuando uno enciende la televisión, abre un periódico, sintoniza en su estación de radio favorita el noticiario de su preferencia o indaga en Internet espera que en el mar de opiniones sesgadas y carentes de verosimilitud, salgan a flote puntos de vista inteligentes, apreciaciones mesuradas o mínimamente dignas de confianza.
La cobertura de las explosiones acaecidas en Boston –y otros tantas eventualidades– obliga a los medios de comunicación (y por supuesto, a sus representantes) a reflexionar, a ejercer la autocrítica y preguntarnos “¿Qué estamos haciendo mal?”
¿Desde cuándo nos dedicamos a criminalizar y enjuiciar? ¿En qué momento decidimos que era lo idóneo manejar un discurso dictatorial? Y sobre todo ¿Quién nos dio permiso de sembrar el odio?
Hoy para que una persona pueda ser enjuiciada mediáticamente, para que ésta pase del status de “presunto inocente” al de “presunto culpable” y se monte el circo de los juicios de valor en el que todo se limita y/o resume en la pregunta “¿Usted a quién le cree?” lo único que hace falta es estar ligado a un musulmán, a un integrante de #yosoy132 o ser disidente.
Parece que para que una nota, un artículo o una columna tenga valor informativo no hace falta tener nexos con un delincuente, tampoco con un presunto terrorista. Solo con los musulmanes, los estudiantes o con quienes piensan y actúan de forma diferente.
Las ignominiosas –y además lamentables– notas dignas de leerse en el retrete, dictan sentencia de manera déspota. ¿Acaso ser ateo, católico, musulmán, cristiano o judío es malo? ¿Es un estudiante que pugna por igualdad de condiciones digno de salir a la calle con una etiqueta que –en el mejor de los casos– dice “desestabilizador” solo porque los medios de siempre así lo quieren? ¿Es “golpista” quien simple y sencillamente ofrece alternativas para llegar al bien común?
Muchas noticias “de ocho columnas” nos llevan a cometer errores durante la cobertura, la urgencia por informar (y, en algunos casos, hacer dinero) nos lleva a proporcionar información equivocada o falsa y es entonces cuando vale la pena darnos cuenta de que la inmediatez no elimina el rigor. Es momento de reconocer nuestras fallas y tomarlas en serio. Nuestro trabajo nos obliga a ser cada vez más precisos, pero también un poco más sensibles.
Tan solo es cuestión de observar lo que se dice (y lo que no) en los medios desde la caída de las torres gemelas a la fecha. Es más, pongamos un ejemplo que ha sido un tanto recurrente ya sea en los titulares o en los pies de foto: “De estudiante promedio a madre musulmana” ¿Sabe lo que está leyendo? Que ser musulmán es inadmisible, pero que encima de todo, ¡ser madre es peor!
¿Qué ganan los medios de comunicación al exponer a una persona de esa manera? ¿Por qué en ese afán de ganar la nota se condena a una persona a cargar con el frívolo juicio de la opinión pública?
Es increíble que –en general– los medios de comunicación no logren superar las tragedias del 9/11 y del 11-M. Es sorprendente que se fomenten prejuicios y no les importe polarizar a las masas y que no vean en su justa dimensión los costos de su “interés” por “jugar” con los estereotipos sin tener un ápice de sensibilidad y buen juicio.
Llega un punto en el que es importante preguntar ¿Qué pasó con el periodismo que se dedica a mediar? ¿Acaso se desvaneció y le abrió paso al periodismo dedicado a litigar? ¿Qué fue de la pluma, el micrófono y la cámara que estaban al servicio público?