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Mil cartas como grullas… | Historias de Hojaldras y otros Panes

A lo lejos se escuchaba una melodía que mi mente no terminaba de identificar. Era suave, cadenciosa, con trompetas y saxofones. Me recordaba épocas antiguas que no me había tocado vivir. Si entrecerraba un poco los ojos podría ver a mujeres con hermosos sombreros, hombres de pipa y guante. Sí, de ese tipo de música.

Era uno de esos domingos en los que me tocó arreglar el clóset de una tía que acababa de fallecer. Era una viejecita con el pelo totalmente blanco que siempre tenía mil historias no sólo de la familia, sino del mundo en general.
Ella vivía en un pequeñísimo departamento de un viejo barrio en el centro de la ciudad que dejé de frecuentar hace sólo unos meses por mi repentina crisis de ansiedad, la cual me obligó a regresar a casa de mis padres. La muerte de la tía levantó viejas heridas en mi entorno, así que huí de todas aquellas discusiones y arreglos engorrosos y me fui a refugiar a su casa, con el pretexto de empezar a vaciarlo.

Prendí el radio de transistores y bulbos, viejo y polvoso. Inmediatamente sonó y me regaló esa melodía que me tenía loca. ¿Cuál era? Odiaba que me pasara eso. Tenía la canción en la punta de la lengua cuando encontré unas cartas viejas, que cayeron, literalmente, en mis manos.

Un hermoso joven le enviaba una foto de estudio (un retratito) de él. Atrás, en un manuscrito impecable encontré la leyenda: “En cualquier momento, en cualquier lugar, en cualquier año, juntos o no, cuando escuches What a wonderful world sabrás que estoy pensando en ti. Tuyo siempre, Elías. Agosto, 1921”.

Sonreí y me ruboricé como si me lo hubieran escrito personalmente. Y claro, como sólo pasa en mi mundo, la canción que salía de los viejos cables del radio recién prendido era ésa precisamente. Comencé la cacería de más cartas y huellas del tal Elías.

Nada.

Ni una más.

Pero descubrí una caja metálica de galletas caras llena de cartas de amor que le enviaban los chicos a mi tía. Creo que eso del “corazón de multifamiliar” es herencia pura. No sólo estaban las más tradicionales y conservadoras que habían enviado con la niña de la servidumbre, encontré las cartas más eróticas que he leído en mi vida ( y eso que Justine y Juliette del Marqués de Sade forman parte de mi acervo desde hace muchos años).

Encontré, también, un vinyl de Dave Brubeck, Live in 1956- 57, el cual puse inmediatamente. El pequeño departmento se llenó de jazz. Abrí las cortinas una a una, se veía el polvo con esa cálida luz que entra paulatinamente. ¿Ya saben cuál? Esa que ilumina un pequeño espacio y se ven muchos puntitos.

Regué las cartas en la duela y me puse a leerlas una a una. Era impresionante la cantidad de novios, pretendientes y amantes que tuvo una “señorita” jamás casada y “jamás tocada” (según mi abuela).

Las fui guardando en la caja metálica. Se me acabaron los nombres de chicos antes de llegar a la mitad de sobres: Juan, José, Pedro, Eckhard, Mario, Rogelio, Agustín, Rubén, Rodrigo, Óscar, Daniel, Ramiro, Raúl, Antonio… Todos con una forma diferente, pero las mismas intenciones. De Elías, nada.

Regresé al clóset y encontré una pequeña bolsita de costura metida entre las cajas de sombreros y guantes. Era del tamaño como de una foto polaroid. La abrí y ¡Oh sorpresa! Tenía todas las fotos habidas y por haber de mi tía en diferentes poses y con diferentes atuendos. Algunas dedicadas, otras por enviar. Todas de ella. Maravilloso tesoro. Las separaba poniéndoles la primer letra del nombre del destinatario y una pequeña notita que explicaba: “Ésta me la tomó José la primera noche que estuvimos juntos”; “Ésta fue tomada en el baño de la casa donde fue la fiesta de la Cuquis y conocí a Óscar”; “Aquí la primera foto después del viaje con Juan”.

Era un hermoso rompecabezas que fui armando lentamente. Saqué los atuendos apolillados del clóset, busqué la lencería vieja en el cajón. Encontré todo. Tenía un juego para cada chico, un momento que se volvió eterno. Nada más, sólo fotos y atuendos. Nada más.

Mi tía nunca habló de su vida privada. Ella era la portavoz oficial de la familia. Nunca se casó (al menos oficialmente) y siempre se la pasaba de un desayuno, a una comida, a una cena. Lo mismo cantaba a Pedrito Infante que intentaba bailar She´s a star, de James, la cual puse en su honor a todo volumen y saqué todo.

Fui metiendo en bolsas grandes la ropa, los zapatos, las revistas y periódicos viejos. Apilé las cajas de sombreros, guantes. Los estantes iban quedando vacíos poco a poco. Pensé en que esta era una limpieza de primavera a lo grande. Había que vaciar todo para que llegara lo nuevo.

Recuerdos prestados, vivencias viejas, sueños enlatados. Todo se fue. Me dio un poco de tristeza ver cómo se quedaba el departamento sin su dueña. Lo visualicé como una de mis relaciones amorosas.

Primero está nuevecito, se va llenando de cosas (situaciones, anécdotas, chistes, besos, amor, sueños, peleas, tristezas, lágrimas, a veces gritos, enfados, euforias, fotos, historias). Durante un cierto periodo se usan, se renuevan, se estiran, se aflojan, se tiran. Cuando hay un rompimiento definitivo es el momento en que se saca todo el departamento, el corazón, la mente.

¿Cómo sacar todo? Se me hace siempre como cuando dices “No quiero vender todo porque luego con qué me quedo”. No sabía bien cómo aplicarlo a mi vida. Ya estaba harta de los ansiolíticos y seguía sin saber el rumbo de mi vida. Moví la cabeza, me espabilé, terminé de limpiar, de separar: “donaciones”, “para la familia”, “reciclaje” e hice un paquete pequeño para mi.

Me subí al coche y la radio me regaló “Recuerdo perdido” de Julieta Venegas. Me dirigí a casa de mis padres. Llegué rápido, les dejé las bolsas y me subí a encerrar. Tenía mucho qué pensar.
Ya no podía seguir con esa tristeza que me sometía de pronto. Dejé el multifamiliar del corazón porque quería ser gitana, pero no podía dejar de pensar en todos los momentos felices que había pasado con él. Sólo con él.
Creo que hasta ese punto de mi vida pude reconocer que no había superado que se hubiese muerto sin siquiera despedirse. Para mi habría sido mucho más fácil saber que se había ido con otra, así por lo menos podía odiarle. Pero no, murió y yo fui la que se quedó. Ni todos los habitantes del multifamiliar o la acumulación de canciones en mi mente me hacían sentir viva.

Y entonces, de la nada, se prendió mi ipod y comenzó a sonar Look no further de Dido. Sorprendida fui a buscar cómo había pasado y tropecé con la caja que venía cargando de casa de mi tía. Al patearla se rompió un pedacito y descubrí un lugarcito oculto donde cabían más secretos.

Lo único que salió fue una grulla de origami. Una grulla japonesa, de esas que si juntas 1000 puedes pedir un deseo. Ya estaba amarilla y olía a viejo. En un extremo de una alita encontré “Elías y Miren” ya casi borrado por el paso del tiempo. Del otro lado, con letras muy chiquititas descubrí: “Que el amor me dure para siempre, Miren”.

Enjugué mis las lágrimas y dije muy fuerte, como si quisiera que el viento escuchara: “Querida tía, yo también deseo eso para mi vida”.

Que el amor les dure para siempre, sea lo que siempre dure.

 

 

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Foto: Uchina

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