La mujer me pidió finalizar la carrera no en la puerta de acceso a su descomunal chalet, sino dentro de su finca, en la misma vivienda.
– Saca el mando, Patri – le dijo a su hija (teenager con braquets, rubia como la madre), sentada a su lado.
La hija sacó de su bolso Louis Vuitton un mando a distancia, presionó el botón y se abrieron dos enormes puertas. Lo siguiente que vi fue un largo camino asfaltado con olmos y sauces a cada lado y un jardín cuyas dimensiones no alcancé a delimitar. Tras recorrer algo más de cien metros, el camino se bifurcaba en dos. A la derecha: el acceso a la vivienda y a la izquierda, el garaje (con un Aston Martin, un Mercedes todoterreno, otro Mercedes biplaza y un Porsche todoterreno aparcados, todos ellos, en batería).
La madre me indicó el camino de la izquierda, que moría en una plaza con su fuente central, dos estatuas a ambos lados y un pequeño estanque con peces. Ahí nos estaba esperando una mujer filipina perfectamente uniformada (cofia y delantal blancos y vestido negro), que abrió la puerta trasera y tendió su mano a la madre:
– Buenas tardes, señora. ¿Tuvo buen viaje?
– Sí. Todo bien. ¿Ha llegado ya “el señor”?
– No. El señor no regresó todavía – volvió la filipina.
Yo bajé del taxi, abrí el maletero y saqué, una por una, sus cinco maletas Louis Vuitton (a juego con el bolso de la hija).
– Déjelas ahí, joven. ¿Qué le debo? – me preguntó la madre.
– 17,55€ – dije mirando el taxímetro.
La madre sacó de su bolso un billete de 500€.
– Lo siento, no tengo nada más pequeño. ¿Tiene cambio?
– Me temo que no – dije.
– Patri, hija. Mira a ver si tienes tú algún billete más pequeño.
– Sí. Creo que sí.
La hija, de apenas 18 años, abrió su monedero y me tendió, esta vez sin preguntar, un billete de 200€.
– Lo siento. Tampoco tengo cambio de 200€ – dije.
– Pues no tengo más pequeño. ¿Tienes tú, Yuli? – le preguntó a la asistenta filipina.
La asistenta entró un momento en la casa y salió con un billete de 20€ en la mano. Lo tomé y le di los 2,45€ de vuelta.
– Espera, Yuli – dijo la madre tomando de su mano tres de las monedas del cambi0. – Tome, joven. Para que se tome un café.
– Muchas gracias – dije tomando su propina. Volví a mi taxi y me marché.
Nada más salir de su finca y cerrarse las puertas me detuve y conté la propina: 45 céntimos. ¿45 céntimos un café?, pensé. Entonces me acordé de la máquina de café de aquella empresa en la que trabajaba mi amigo Lucas. Le llamé:
– Tío. Te invito a un café de máquina en tu curro.
– Ya no tengo curro. Me han echado. Y conmigo, otros 200 más a la puta calle.
– ¡No jodas!
– Y aún nos deben tres meses de sueldo. Ahora explícaselo tú al del banco cuando me llegue el próximo recibo de la hipoteca. Como en los próximos meses no me paguen lo que me deben, me embargaran el piso, tío. Esos cabrones no se andan con hostias.
Mientras me contaba esto eché otro vistazo a la finca de aquella mujer. En uno de los pilares del muro había una cámara de vigilancia enfocada hacia mi mismo taxi con una lucecita roja parpadeando.
Reanudé la marcha y la cámara giró conmigo, siguiendo mi estela.
Daniel Díaz es, según sus propias palabras taxista, o taxidermista (según la piel del viajante). Escritor a tiempo parcial y lector insaciable de espejos a jornada completa. Licenciado en Espejología del Profundismo por la Universidad Asfáltica de Madrid (UAM). Bufón y escaparatista de almas. Conduce un taxi desde donde observa la vida y vive en Madrid. Escribe en el blog Ni Libre Ni Ocupado. Síguelo en twitter @simpulso
Este texto no es copyleft y ha sido reproducido únicamente con permiso del autor.
Foto: Ni libre ni ocupado