Supuse que habrían quedado ahí mismo, en la Puerta del Sol (donde siempre quedan los nuevos, los distantes), escasos minutos antes de tomar al fin mi taxi. Él tenía la cara más roja, por el frío, que ella. Sin duda a él le tocó esperar.
Recreé la escena:
Nada más verse y reconocerse por las fotos del Facebook, o del Meetic, se habrían dado dos tímidos besos en las mejillas:
– ¿Qué tal?
– ¿Llevas mucho esperando?
– Na. Acabo de llegar – mentiría él.
– Hubo una avería en el metro – mentiría ella.
– ¿Qué te apetece hacer?
– No sé… sorpréndeme.
En función de aquella inmejorable primera impresión física (las fotos o los chats suelen ofrecer una visión demasiado sesgada del otro) él habría optado por su plan B: un lugar algo más distinguido que aquel plan A del garito cualquiera cercano a su punto de encuentro. Por eso acabaron tomando mi taxi.
– A la calle Juan Bravo, por favor – me dijo él.
Por la conversación que mantuvieron a lo largo del trayecto pude deducir los pasos previos que acabo de relatar. Se ciñeron a reproducir y ampliar la poca información que sabía el uno del otro:
– Así que te gusta Bunbury, ¿eh? Yo estuve en ese último concierto que dieron los Heroes en Valencia…
– ¿En serio? Yo estuve a punto de ir, pero al final mi amiga se rajó y me dejó colgada.
En el transcurso de aquella conversación comencé a sentir pereza. Me refiero al pacto forzoso entre ambos de quedar y comenzar su previsible historia reproduciendo de viva voz lo que ya se dijeron en el chat, buscando argumentos nuevos que añadir a lo ya dicho para ampliar y mejorar aquella imagen mental previa. Que cada cual guardara para sí mismo su secreto, el motivo individual de aquella cita, ya sea el de follar con alguien nuevo (y que no se noten tus intenciones) o el de encontrar a tu media naranja tras demasiados intentos fallidos (y que no se note tu urgencia). O que ya sólo una máquina fuera capaz de encontrar tu porcentaje de compatibilidad, calculando a base de ceros y unos quién comparte tus gustos, aficiones, deseos, o intenciones.
Yo prefiero el riesgo de la atracción incompatible.
El analógico azar de los polos opuestos.
Si no estás de acuerdo conmigo, querida lectora, te invito a una copa y lo hablamos.
Daniel Díaz es, según sus propias palabras taxista, o taxidermista (según la piel del viajante). Escritor a tiempo parcial y lector insaciable de espejos a jornada completa. Licenciado en Espejología del Profundismo por la Universidad Asfáltica de Madrid (UAM). Bufón y escaparatista de almas. Conduce un taxi desde donde observa la vida y vive en Madrid. Escribe en el blog Ni Libre Ni Ocupado. Síguelo en twitter @simpulso
Este texto no es copyleft y ha sido reproducido únicamente con permiso del autor.
Foto: Ni libre ni ocupado