– ¿Qué le debo? – me preguntó el usuario.
– 9,35€ – le dije parando el taxímetro.
El hombre se tanteó los bolsillos y soltó:
– ¡Mierda! Me lo he dejado todo en el despacho. La cartera, las llaves y el móvil. Si me espera un momentito, le digo a mi mujer, por el telefonillo, que me baje dinero y yo le pago, ¿ok?
– De acuerdo – le dije.
El hombre salió del taxi corriendo, se detuvo en su portal, pulsó un botón del telefonillo y, tras una breve conversación que no alcancé a escuchar, volvió al taxi.
– Que… mi mujer no puede bajar. Tendré que subir yo. Así que, mire: le dejo lo que sea “en prenda”, para que se fíe, y ya bajo, ¿vale? – el hombre comenzó a hurgarse en los bolsillos y, al no encontrar nada de valor, se miró las manos (su alianza de casado, para más señas), y de un tirón se sacó el anillo del dedo y me lo lanzó por la ventanilla.
– No hace falta que me deje nad… – quise decirle, pero ya se había marchado.
Le vi llamar de nuevo al telefonillo y desaparecer por el portal.
Durante la espera biopsié el anillo. Era una alianza de oro con muescas, feísimo, y una inscripción en su cara interna: “Lourdes & Juan. 12/07/1989″. Calculé los años que llevaba casado: 21. Por su aspecto tendría entre 40 y 45 años. Se casó joven.
Pasaron los minutos. Dos, tres, siete… Pasados los diez comencé a mosquearme. ¿Le habrá pasado algo?
Entonces imaginé una hipotética escena: El hombre sube a casa sin un euro y le dice a su mujer que se ha dejado la cartera, las llaves y el móvil en el despacho. En esto ella se da cuenta de que él no lleva su anillo de casado y piensa que se lo ha gastado todo en un burdel, o tal vez con alguna querida que le creyó divorciado. O pudiera ser que en algún momento de su pasado hubiera tenido serios problemas con el juego o con el alcohol y que ella pensara en una inminente recaída nada más entrar él por la puerta sin blanca y sin su alianza (“¿y también empeñaste el anillo?”, le gritaría decepcionada).
Pero veinte minutos después apareció por fin el hombre y me tendió un billete de 20€.
– Siento la espera – me dijo con la voz entrecortada.
Le devolví el anillo y en lugar de ponérselo se lo metió en el bolsillo. Luego se marchó, cabizbajo, no de vuelta al portal sino al bar de la esquina.
Daniel Díaz es, según sus propias palabras taxista, o taxidermista (según la piel del viajante). Escritor a tiempo parcial y lector insaciable de espejos a jornada completa. Licenciado en Espejología del Profundismo por la Universidad Asfáltica de Madrid (UAM). Bufón y escaparatista de almas. Conduce un taxi desde donde observa la vida y vive en Madrid. Escribe en el blog Ni Libre Ni Ocupado. Síguelo en twitter @simpulso
Este texto no es copyleft y ha sido reproducido únicamente con permiso del autor.
Foto: Ni libre ni ocupado