Comencé a escuchar a trompicones el nuevo CD de James Blake y pensé que se habría ensuciado el lector láser de mi taxi. Como no soy nadie sin la música dejé al instante de trabajar y llevé mi taxi a un taller de audio que reparó el problema en apenas un par de horas (y otro par de billetes de 50).
Confiado en el buen hacer de los técnicos, salí de nuevo a trabajar y, antes de meter siquiera el mismo CD, me paró una mujer, tomó asiento y me dijo:
– Bue— tar—. ¿Me –va a la ca– Bra– Muri– tr—— y dos?
– ¿Perdón?
– –vo –rillo treint– y –s.
– No entiendo lo que dice.
– ¿-stá s-rdo?
– No lo sé. A ratos…
No podía creer que ahora también escuchara a la mujer a trompicones. Entonces comprendí que el fallo no era del lector de CD, sino mío. Tal vez tuviera un cable pelado en el oído interno que hacía mal contacto con la etapa de potencia del cerebro. Probé golpearme la cabeza con la mano, por si el cable volvía a su sitio.
– Hábleme ahora – le dije a la usuaria.
– ¿Y q– qui-re q– le c-ente?
– Joder…
El estrés. Podría ser del estrés. O un efecto secundario de esa gripe que no llegó a curarse del todo. Debería de ir al médico. O al otorrino. Menuda palabra: “otorrinolaringólogo”. Guiness a la pedantería para el que la inventó.
Pedí cita para mi médico de cabecera y ahí estuve, como un clavo, en la sala de espera aguardando mi turno. Había un televisor en la sala de espera emitiendo un boletín informativo. Escuché al presentador también a trompicones, pero luego la imagen pasó a una rueda de prensa de alguien del PP tratando de explicar los viajes en business de sus eurodiputados y entonces, ahí, lo escuché todo del tirón, sin saltos. Entendí sus palabras con total nitidez. Luego volvió el presentador y otra vez le escuché a trompicones. De ahí pasó a otra declaración de otro político, esta vez del PSOE, explicando por qué no es posible cancelar una deuda hipotecaria entregando las llaves de tu casa al banco acreedor y de nuevo le escuché bien, sin saltos.
Ahí comprendí que mi problema era selectivo. Sólo era capaz de entender bien a los políticos.
Le conté mis síntomas al doctor. Al instante, me dio un diagnóstico:
– Sufres el mal de la hipocresía. ¿Has frecuentado últimamente el Congreso de los Diputados, o aledaños?
– Alguna vez me he quedado esperando en la parada de taxis de la Plaza de las Cortes.
– Será eso. No te preocupes. Tiene cura. Alterna una de estas dos recetas cada ocho horas.
El doctor me tendió unas cuantas papeletas del PSOE y otras tantas del PP.
16 horas después ya me he tragado dos, una de cada, y parece que funciona. Ahora escucho con sobrada nitidez al ciudadano y no entiendo una mierda de lo que dicen los políticos. Gracias, doctor.
Daniel Díaz es, según sus propias palabras taxista, o taxidermista (según la piel del viajante). Escritor a tiempo parcial y lector insaciable de espejos a jornada completa. Licenciado en Espejología del Profundismo por la Universidad Asfáltica de Madrid (UAM). Bufón y escaparatista de almas. Conduce un taxi desde donde observa la vida y vive en Madrid. Escribe en el blog Ni Libre Ni Ocupado. Síguelo en twitter @simpulso
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Foto: Ni libre ni ocupado