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Ni libre ni ocupado: Una cena con la otra mitad de Laura

Unos ojos, una sonrisa, un rostro, unos hombros, unos brazos y unas manos. Eso era todo lo que conocía  de ella. Apenas habíamos hablado nada en los últimos dos años más allá de ese “1,75€, por favor” o ese buen puñado de sonrisas y miradas furtivas que quise interpretar como sublimes. Metida siempre en aquella garita del peaje todo parecía demasiado encorsetado; sólo conocía la mitad de ella, tal vez menos: Pero ¿cuál sería su estatura, su contorno o el volumen de sus caderas?, ¿aficiones?, ¿costumbres?, ¿estilo de vida?, ¿pasado?, ¿presente?, ¿temas habituales de conversación?

Quedar por primera vez con Laura fuera del peaje suponía, al fin, conocer esa otra mitad. Levantar esa otra barrera a golpe de cena.

A las diez en punto de la noche Laura montó en mi taxi. Al darnos dos tímidos besos me llegó su olor a un perfume demasiado familiar y doloroso para mí. Era el mismo perfume que siempre había usado mi recién olvidada Beatriz (sólo ciertos olores consiguen evocar recuerdos y abrir heridas). La cosa, como digo, empezó mal aunque no por culpa de Laura.

Durante el trayecto hablamos de temas forzados (su curro, el mío), y luego, al salir del taxi camino del restaurante, comprobé que su estatura era más corta de lo que había imaginado (aunque nunca me importó este dato) y sus caderas bastante más anchas (lo cual me sorprendió; parecían pertenecer a otro cuerpo). Yo había reservado mesa en un elegante restaurante al aire libre con árboles, un pequeño lago artificial y carne y vino de primera.

Tras los primeros platos y la segunda botella de vino Laura se soltó: Tomando mi mano me dijo que nunca antes había conocido a nadie como yo, que quería conocer más, mucho más, y que estaba dispuesta, palabras textuales, “a abrirte la barrera de mi corazón sin peajes ni hostias”. Yo, que no había bebido tanto como ella, me acojoné.

Acabamos la cena (dejé adrede 1,75€ de propina) y al salir del restaurante Laura, víctima de una borrachera considerable, me sugirió saltarnos las copas e ir directos a mi cama. Y como ocasiones como esta nunca sobran, accedí.

Nada más cruzar la puerta de mi casa Laura comenzó a desnudarse por el pasillo y al llegar a la cama se desplomó. Yo me tumbé a su lado. Seguía oliendo a Beatriz. Traté de zarandearla pero no reaccionó. Luego la volteé y comencé a besar sus pechos con los ojos cerrados, que por su olor también acabaron siendo los pechos de Beatriz. El cuerpo inconsciente de Laura ahora era el cuerpo inerte de Bea sobre mi cama.

El caso es que ahora no sé con cuál de las dos acabé haciendo el amor. Si con el cuerpo inerte de Laura o con el recuerdo enterrado de Beatriz. En cualquiera de los casos me sentí raro.

Daniel Díaz es, según sus propias palabras taxista, o taxidermista (según la piel del viajante). Escritor a tiempo parcial y lector insaciable de espejos a jornada completa. Licenciado en Espejología del Profundismo por la Universidad Asfáltica de Madrid (UAM). Bufón y escaparatista de almas. Conduce un taxi desde donde observa la vida y vive en Madrid. Escribe en el blog Ni Libre Ni Ocupado. Síguelo en twitter @simpulso

Texto reproducido con permiso del autor.

Foto: Ni libre ni ocupado

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