En estos días en los que las cifras de afectados por COVID-19 no paran de crecer, e incluso el Palacio de Hielo de Madrid ha tenido que reconvertirse en morgue para acoger de forma provisional los féretros de las víctimas de la capital, una cuestión recurrente que todos nos planteamos es: ¿cuánto tardará en llegar la vacuna que acabe con la pandemia? Una pregunta extensible a otras enfermedades infecciosas como el Ébola, la malaria o el SIDA, frente a las que se lleva luchando mucho más tiempo y, sin embargo, aún no cuentan con una vacuna efectiva.
El desarrollo de una vacuna es un proceso complejo. Para empezar, se requiere partir de conocimiento previo sobre las características biológicas e inmunológicas del patógeno -virus, bacteria, o parásito-. A continuación, habría que sintetizar el candidato vacunal y desarrollar ensayos que permitan evaluar su eficacia. Finalmente, si los pasos anteriores han sido exitosos, hay que cumplir todos los requisitos legales su puesta en circulación.
En cierto modo, el proceso puede compararse con una guerra contra el patógeno que requiere una cuidada estrategia para conseguir la victoria final.
Conocer al enemigo
A lo largo de la evolución, los patógenos han desarrollado múltiples armas y estrategias para evadir la respuesta inmune del hospedador-las nuestras-. En ocasiones poseen proteínas que les permiten inhibir al sistema inmune, o bien engañarlo haciendo que nuestro organismo desarrolle respuestas ineficaces. Otras veces, su estrategia se basa en una capacidad de mutación constante que les permite escapar una y otra vez de nuestras defensas, como ocurre con el virus de la gripe.
Un conocimiento detallado de la biología del patógeno, la estructura de sus proteínas y las características clínicas de la enfermedad asociada influyen decisivamente en el éxito de la vacuna. En casos como el que nos ocupa, en el que el adversario al que nos enfrentamos es nuevo, estudios previos sobre microorganismos similares pueden resultar fundamentales.
Elegir dónde apuntar
La elección del antígeno o antígenos- es decir las proteínas del patógeno que se incluyen en la vacuna- es un aspecto esencial en el diseño de la estrategia de ataque.
En el siglo XVIII, Edward Jenner sentó las bases de la vacunación empleando un microorganismo entero como inmunógeno, dando origen a uno de los grandes hitos de la medicina, la erradicación de la viruela. Pero esta estrategia no es ni posible ni segura para todas las enfermedades infecciosas, y hoy se existen distintos tipos de vacunas.
Actualmente se imponen las llamadas “vacunas de subunidad”, en las que se elige un antígeno del patógeno frente al que dirigir la respuesta. Esta elección no es nada fácil, ya que se trata de un proceso básicamente empírico: aunque existen algunas herramientas para predecir la inmunogenicidad de una molécula, y conocer bien al patógeno resulta de ayuda, siempre hay que probar qué funciona y qué no.
Una complicación añadida es que, normalmente, la receta de la vacuna también incluye adyuvantes- compuestos que favorecen la inducción de una respuesta más fuerte frente al antígeno. La elección de la combinación adecuada de antígeno y adyuvante requiere probar. Y esto implica tiempo, algo muy valioso en situaciones como la actual.
Evaluar la estrategia
Una vez elegida la estrategia de ataque es necesario comprobar si es efectiva. Para ello, primero se debe probar en animales. Por una parte, se evalúa la inducción de la respuesta inmune después de pinchar el prototipo de vacuna en el animal de experimentación, estudiando el tipo de respuesta inmune que se induce, y su capacidad de neutralizar al microorganismo enemigo.
Para valorar los resultados, se debería contar con conocimiento previo que correlacione los parámetros inmunológicos medidos en el laboratorio con el grado de protección conferida en el paciente. Esto implica disponer de datos obtenidos de pacientes que hayan superado la enfermedad. Y, de nuevo, esto requiere tiempo.
Otra posibilidad es contar con modelos animales que desarrollen la enfermedad para pincharles la vacuna y evaluar la protección frente a la posterior inoculación del patógeno. Estos modelos animales de enfermedad son extremadamente útiles, pero su desarrollo requiere esfuerzo y, cómo no, más tiempo.
Primero pequeñas batallas, después la guerra
Una vez superadas las pruebas en animales, llega el momento de evaluar la seguridad y eficacia en humanos: los ensayos clínicos. Primero se valora la seguridad del candidato vacunal en un pequeño grupo de voluntarios sanos –ensayos en fase I–, para posteriormente pasar a grupos más grandes en los que probar las dosis y pautas adecuadas –fase II–.
Si todo va bien, se procede a evaluar la eficacia de la vacuna en un número aún mayor de individuos –fase III–. Pasado este proceso se puede empezar a producir la vacuna. Y debe hacerse en las cantidades adecuadas y asegurando los altos estándares de calidad y legalidad requeridos por la industria farmacéutica. Cada paso debe contar con la aprobación de las autoridades competentes para garantizar la seguridad de todos.
En situaciones de emergencia como la actual, estos ensayos se pueden acelerar, claro. Pero seguramente no tanto como nos gustaría, ya que no hay que olvidar que constituyen una cadena: si nos saltamos un escalón es más probable que fallemos en el siguiente.
Aunque el refrán dice que Zamora no se ganó en una hora, al final se ganó. Lo mismo sucede con el desarrollo de vacunas: pese a que en situaciones como la actual la aparente lentitud del proceso puede resultar frustrante, con tiempo y esfuerzo se consigue. Para comprobarlo, basta con mirar nuestro calendario vacunal.
Martina Bécares Palacios no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.
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