Este noviembre cumplo dos años fuera de la tierra que me vio nacer, de la que emigré, no precisamente por cuestiones de trabajo, sino por un autoexilio que elegimos mi esposo y yo por razones de seguridad para nuestros hijos debido a la situación que México vive en los últimos tiempos.
Los Estados Unidos de América fue nuestro destino debido a que mi esposo nació y creció aquí y de cierta forma -pensamos- era más fácil poder realizar la transición de cambiar de vida de un país a otro, aunque en la práctica fue muy diferente.
Tomar la decisión de mudarnos me costó algunos años: en primer lugar porque nunca he estado de acuerdo con la política exterior que tiene este país, así como su influencia en las economías de otras naciones, incluido México, y en segundo lugar por la barrera del idioma.
Nunca fue mi prioridad aprender otra lengua, para ser sinceros. A pesar del reto de la globalización y sus implicaciones, ser monolingüe o hablar sólo un idioma que no sea el inglés no es de mucha ayuda si se quiere ir más lejos en cualquier actividad o profesión.
El convertirme en inmigrante en un país que históricamente ha sido reconocido por sus prácticas racistas y discriminatorias no era un buen augurio, lo que, por desgracia, comprobé en carne propia.
Nunca había sentido lo que es ser discriminada por el acento, el color de piel o el origen hasta que llegué a la tierra del Tio Sam cuyos nacionales se rigen, en muchas ocasiones, por preconcepciones y prejuicios.
Debido a que muchos estadunidenses se inclinan a pensar que la mayoría de los latinoamericanos de origen mexicano somos inmigrantes no legales y de que el aumento de esta migración ha afectado las oportunidades de trabajo, entre otras cosas, hemos sido estigmatizados como parias o delincuentes.
Esto me ha enseñado a admirar y respetar a todos los que, por una u otra razón, tomaron la decisión de emigrar y dejar todo, de jugársela y arriesgar hasta la vida en busca de una oportunidad que su país no les dio.
Es realmente un privilegio conocer las historias de estos guerreros que apostaron por el sueño americano, aunque esto implicara sufrir atropellos y humillaciones.También hay muchas historias de éxito que definitivamente nunca se hubieran cumplido en otras circunstancias y que prueban que el esfuerzo sí se recompensa en este país tan controversial.
He sentido en carne propia lo vulnerable que se puede ser al vivir lejos del país de origen, que cualquier cosa que haga recordar al terruño pone nostálgico y que a veces hasta los olores trasladan hasta el país natal, por un momento, como buscando un poco de seguridad en ese instante.
A pesar de que muchos critican la falta de unión entre la comunidad latina, en mi propia experiencia he podido sentir la solidaridad de quienes me han ofrecido ayuda y consuelo al llegar a Estados Unidos, donde nos enfrentamos a algo completamente nuevo.
Tuve que aprender a no ser tan fraternal, es decir, que el contacto físico no es tan natural como en México. Un ejemplo es que la simple acción de tocar la cabeza de un niño, porque nos cause simpatía, no está permitido porque puede molestar a sus padres o peor aún: pueden pensar que quien lo ha acariciado es un pedófilo en potencia.
Si de repente en una conversación, como una acción inocente e ingenua, se toca el hombro de alguien puede tomarse como acoso en este, el país de las demandas, en donde hay personas que viven por ellas y para ellas.
Si por algún motivo se tiene que ayudar a alguien porque sufrió algún percance, hay que pensarlo dos veces porque esa ayuda puede terminar en una demanda. A veces el ser un buen samaritano no es tan buena idea.
Creo que una de las peores partes fue ver sufrir a mis hijos cuando asistían a la escuela los primeros días, sobre todo al más pequeño que lloraba porque no entendía nada de lo que decía su maestra. Durante un mes entero, día a día, me pedía que regresáramos a México: que la comida no le gustaba, que sabía diferente.
La magia de ser niño incluye la capacidad extraordinaria de adaptarse a cualquier circunstancia. Actualmente mis dos hijos se comunican perfectamente en ambos idiomas, son unos excelentes estudiantes, practican natación todas las tardes y su vida social es muy activa. Mi temor ahora es que con el tiempo no quieran volver al país que los vio nacer.
Tengo la esperanza que algún día pueda regresar a vivir a México a reencontrarme con los míos y con todo lo que ha hecho que me sienta orgullosa de ser mexicana.
Pero no todo ha sido malo y he podido comprobar por qué, de alguna manera, este país es denominado como de primer mundo: aquí se puede encontrar orden y respeto, sin tener que corromper y la palabra todavía puede ser aval de confianza.
Se pueden encontrar las oportunidades para triunfar si se sigue el camino adecuado, lo difícil es adaptarse a este modo de vida.
Este país me dio la oportunidad de volver a escribir y ejercer el oficio de periodista, cosa que en México hubiera sido muy difícil; de poder comprometerme con otras causas sociales con las que siempre me ha gustado estar en contacto y entender lo que es ser un inmigrante en toda la extensión de la palabra.
Es difícil vivir fuera de tu país y de tu cultura, adaptarte a otro tipo de vida pero sobre todo a estar lejos de tu familia y de todos tus seres queridos, creo que esa ha sido la parte más difícil, en donde te das cuenta que el ser humano es una animal de costumbres y de hábitos y que cuando los rompes a veces es muy duro adaptarse a la nueva la ruta.
Alejandra López es periodista. Ha trabajado para el periódico El Nacional y como corresponsal de la emisora de radio colombiana El Caracol. Actualmente vive en Chicago, Illinois, desde donde colabora con el proyecto Reporteras de Guardia.
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Fotos: Reporteras de Guardia