Llegué con mi familia a media tarde del sábado 17 de julio pasado a Monterrey, proveniente de una semana de relax en las playas de Miami. Habíamos planeado las vacaciones desde principios de año y un mes antes de emprender nuestro viaje, ya estábamos muertos de miedo por todo lo que se conocía a través de los medios sobre la incesante ola de violencia en la capital del estado de Nuevo León.
En más de una ocasión mi marido y yo hablamos del tema y de la posibilidad de cancelar la segunda parte del viaje (Monterrey); hasta hicimos un “plan B” en caso de que las cosas se pusieran peor. Pero pudo más el sentimiento de no ver a mi familia en tres años y allá fuimos.
A mi paso pude ver, hechas realidad, las fotografías que dieron vuelta al mundo en manos de la prensa: puentes rotos, calles cerradas, árboles caídos y casas muy afectadas. Afortunadamente el barrio de la casa de mi madre no sufrió daño alguno, a pesar de encontrarse cerca del famoso Río Santa Catarina, desbordado.
Mi familia y yo teníamos algo en mente desde mucho antes de llegar. Estas serían unas vacaciones para disfrutar a la familia, sin muchas salidas como en visitas anteriores. Sabíamos bien sobre el peligro latente–aún ahora- en las calles después de oscurecer, con los enfrentamientos entre narcotraficantes de bandos contrarios o entre estos y la fuerza militar.
No fue sino hasta la siguiente semana cuando, un poco aclimatada ya al lugar, me topé con la primera balacera en las calles durante mi camino hacia una tienda de conveniencia. En el coche íbamos solas mi hija de 7 años y yo, en una de las pocas avenidas rápidas que quedaron con vialidad libre.
De pronto los coches circulaban más lento, con muy poca distancia entre unos y otros, me desesperé y comencé a rebasarlos. Vi cómo había un espacio enorme entre ellos y una patrulla de policía y fue ahí cuando me di cuenta del peligro. En ese momento pensé que los coches ponían mucha distancia de por medio, por el temor de que algún grupo armado les disparara y el resto fuéramos alcanzados por la balas.
Era cierto, debajo del puente a desnivel por el que pasábamos, se desataba una balacera en la que murieron dos jóvenes de 24 años ambos; “halcones de la delicuencia organizada”, decía la prensa del día siguiente. De regreso a casa, pues no tenía otra alternativa que recorrer el mismo camino, ya estaban el centenar de pratullas y soldados en el punto donde se dió el fuego asesino.
Aquel episiodio ocurrió pasadas las 7 de la tarde, ni siquiera estaba oscuro todavía, señal inequívoca de que el peligro ya no era exclusivo de las sombras nocturas. Habría que extremar precauciones.
En más de una ocasión me tocaron como vecinos de semáforos vehículos tipo “pick up” con hombres que no escondían sus armas largas, más bien las sostenían con orgullo en sus costados. Sobresalían de los vidrios de las ventanas, podían verse aún con estos cerrados y oscurecidos. ¡Qué horror!
La reacción generalizada de la gente era voltear la mirada hacia otro lado de forma inmediata, hacerse como si no hubiéramos visto nada. Mis ganas de fotografiar aquella nueva realidad de mi terruño eran muchas, pero el temor por la seguridad de los míos fue mayor y no me atreví a hacerlo.
Varias veces nos reunimos con toda mi familia, casi siempre los festejos terminaban temprano por el temor generalizado de las balas callejeras que son el pan de cada día. En ciertas ocasiones algunos sobrinos y sus familias se toparon con bloqueos u operativos de la fuerza armada, luego de episodios violentos. Todos nos comunicábamos entre nosotros hasta saberlos llegar sanos y salvos a sus casas. Algo inusual, hasta por lo menos tres años antes, en nuestra última visita.
Las salidas a parques recreativos fuera de Monterrey fueron totalmente nulas, las autopistas hacía los puntos lejanos son sumamente peligrosas a cualquier hora. Los criminales, además de sus enfren
Corría la segunda semana y, un poco más confiada, regresaba de una de mis salidas sola a una reunión con mis amigos bloggers regios. En el trayecto se me ocurrió pasar a recoger a uno de mis hermanos a su negocio para llevarlo a su casa. Cuando llegué hasta donde él estaba, me comentó que su esposa tal vez ya iba en camino y le contesté que entonces me iría directo a casa.
Él lo pensó un momento y optó por hablarle por teléfono para informale que se iria conmigo, me pidió 10 minutos mientras hacia el corte de caja y cerraba el local. Yo mientras esperé en el coche.
Apenas arrancar de ahí, me di cuenta que a unos tres o cuatro autos adelante nuestro, iba una patrulla que de pronto encendió su torreta. “Ya pasó algo”, le comenté. Trato de tranquilizarme diciéndome que seguro no era nada, más que un rondín de rutina. “No creo, acabo de ver cómo encendió su torreta”, le dije, pero no me hizo mucho caso.
Sólo recorrimos unas cuatro cuadras cuando la patrulla se atravesó en una calle, el policía salió para desviar el tráfico hacia las calles aledañas. En ese momento mi cuñada habló al celular de mi hermano y le pregunto por cuál calle íbamos circulando. Cuando mi hermano le dijo el crucero por el que pasábamos, alcancé a escuchar como ella –histérica- le decía: “¡Sálganse de ahí, dos cuadras adelante hay una balacera!”.
En efecto, en aquela ocasión los militares mataron a un narcotraficante e hirieron a dos más cuando, al disparale a las llantas de su coche, salieron los tres corriendo y disparándoles. Antes, había chocado con un taxi en el que iba una familia al completo: los padres, sus tres hijos y el taxista. El taxi volcó hasta quedar en posición vertical, los paramédicos hicieron esfuerzos enormes para sacar a los heridos de ahí. Se cerró prácticamente una parte del centro de la ciudad y aquello se volvió un caos.
Lo peor para mí fue pensar en que, sí me hubiera ido sin mi hermano cuando le dije que me iría directo a casa, hubiera quedado enmedio del fuego cruzado. Aquellos 10 minutos de mi hermano, para cerrar su negocio, me salvaron de toparme de frente aquel espectáculo espantoso.
La siguiente semana y media de nuestra estancia, pasó sin ningún otro suceso como los anteriores, pero el miedo ya se había apoderado de nosotros. Prácticamente quedamos en casa la mayor parte del tiempo, saliendo sólo dentro de distancias cortas y asegurándonos siempre de circular por calles que tuvieran salidas alternas en caso de necesidad.
Mis parientes me decían que exageraba. Tal vez ellos, como la mayoría de los regiomontanos, ya están acostumbrándose a vivir a salto de mata; tal vez ya estén sensibilizados al temor, pero a mi –aún ahora a la distancia- me sigue pareciendo demasiado peligroso.
‘Mala suerte…’
Mi marido dice que, basados en las estadísticas de la cantidad de habitantes de Monterrey y su área metropolitana, así como el número de posibles integrantes de la delincuencia organizada y el área de acción de estos, la probabilidad de sufrir un suceso lamentable es algo baja. Yo no quería hacer la prueba y sí, lo reconozco, el miedo se apoderó de mi… ¡y de mi marido!
Creo que él también estaba rebasado con los acontecimientos, tanto que abrió un blog escrito en alemán, nomás para relatar lo que nos acontecía en la Sultana del Norte. Alguien lo vio en algún directorio de blogs suizos y una persona del periódico “20 Minuten Online” lo contactó vía e-mail. Luego de un intercambio de correos electrónicos, le llamaron hasta Monterrey para hacerle una entrevista que fue publicada el pasado viernes 20 de agosto y cuyo cabeza se traduce así: “Mala suerte, de estar en el lugar equivocado a la hora equivocada”.
En ella se tocaron varios temas relacionados con el narcotráfico, como la falta de libertad de expresión en los medios mexicanos, el temor de estos a publicar los sucesos tal y como suceden, y la extrema libertad de los medios no tradicionales para abordarlo en forma cruda e irreverente, tal como sucede con uno de los blogs que más controversia internacional está causando en el momento: El blog del narco
Lo cierto es que los últimos 10 días que pasamos allá, hubo una calma aparente y regresamos a Suiza con bien, aunque con un sabor amargo en la boca.
No pasaron 24 horas de nuestro regreso a Suiza, cuando se supo del secuestro y posterior asesinato del alcalde de Santiago, Nuevo León y del enfrentamiento en el Colegio Americano de Santa Catarina, donde murieron dos guardas de seguridad privada del Grupo FEMSA. Y lo que nos falta por ver.
No sólo en Suiza se habla del peligro que se corre en México. Las noticias de ejecuciones y balaceras son tema internacional, y eso me hace sentir pena por mi país.
Y no por el prestigio o desprestigio de la nación, sino por el temor de que en un momento u otro, mi familia o conocidos lleguen a ser víctimas inocentes, como ya ha pasado en tantísimas ocasiones en los últimos años.
La pregunta que mucha gente se plantea es ¿Existen soluciones posibles para combatir esta problemática? Tal vez. Se barajan muchas medidas, como la militarización del Estado, la intervención de los Estados Unidos, como sucedió con Colombia, la legalización de algunos tipos de drogas, la concientización de la población sobre la denuncia o el hecho más socorrido por los pudientes: huír del país.
Bien lo dijo Porfirio Díaz: “Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos”.
¡Dios nos agarre confesados!
Ángela Monte es regiomontana, psicóloga y bloguera. Vive en Suíza, desde donde escribe como participante en el proyecto Reporteras de Guardia.