Una tarde, a mediados de julio, Juan se levanta, se arregla y sale a la calle. Tiene COVID-19 pero no lo sabe (es uno de esos «asintomáticos»). Se toma algo en una terraza con unos amigos y, como hace calor, decide quitarse la mascarilla. A mediodía, toma un autobús y se acerca a casa de sus padres a comer con ellos, como ha hecho tantas otras veces.
Tres meses después, sin él saberlo, algunas de las personas con las que tuvo contacto enfermaron, contagiaron a otras o incluso fallecieron. Si Juan contagió a una sola persona y, a lo largo de la semana siguiente, esa persona contagió a otra y así sucesivamente, tras 3 meses el brote que inició se habrá propagado a unas 12 personas. Y si hubiese contagiado a 2, que a su vez contagiaran a otros 2 cada semana, los afectados alcanzarían los 4 000. Aún peor: si el ritmo de contagio semanal fuese de 3 por cada contagiado, sería responsable directo de 500 000 infectados.
O quizás no pasó nada de eso. Quizás Juan no salió de casa, no quedó con sus amigos o no se quitó la mascarilla en ningún momento. ¿Quién podría saberlo?
Las dificultades del rastreo
Esta historia evidencia tres dificultades que encontramos para predecir la evolución de la pandemia. Primero, no sabemos con certeza quién está infectado y quién no. Segundo, aunque el «rastreo» nos permite detectar precozmente algunos asintomáticos, no siempre podemos determinar la red de contactos (algunos en el transporte público o en el supermercado). De modo que desconocemos cuántos de esos encuentros han sido contagiosos. Finalmente, y esta es la idea central del presente artículo, las epidemias crecen (y en ocasiones se atenúan) a un ritmo exponencial.
Aunque un crecimiento exponencial puede desbordar nuestro sistema de salud en unas pocas semanas, los humanos no estamos psicológicamente equipados para comprender todas sus implicaciones (por ejemplo, ¿sabía el lector que si pudiéramos doblar una hoja de papel unas 103 veces, sería tan ancha como nuestro universo?). En general, nos cuesta asimilar que el 26 de febrero se notificó el primer caso de contagio local y el 14 de marzo se decretó el estado de alarma.
Con todo, la realidad es que la dinámica de la epidemia no sigue tan solo un crecimiento exponencial incontrolado. Por eso los epidemiólogos utilizan modelos matemáticos, para capturar todas las sutilezas de su propagación. Los modelos más habituales dividen la población en grupos (llamados «compartimentos») que describen los conjuntos de individuos susceptibles, asintomáticos, enfermos, hospitalizados u otros. Distintos modelos incluyen más o menos detalles y dan lugar a una auténtica sopa de letras.
Lo habitual es pensar que la incapacidad para predecir la dinámica de la epidemia se debe a la pobre calidad de los datos y no a la calidad de los modelos. Por tanto, arreglemos los datos y tendremos una «bola de cristal» (a la que llamamos modelo matemático) que nos dirá con toda precisión cuándo empezará o acabará la segunda ola. Incluso cuándo llegará el fin de la epidemia. Al fin y al cabo, si modelos matemáticos parecidos han puesto al hombre en la Luna, ¿por qué no habrían de funcionar en este caso?
Pues porque no es tan sencillo. La dificultad reside en que, con independencia de los detalles de cada modelo, todos encierran el implacable crecimiento exponencial. Este factor no solo afecta al crecimiento de la epidemia, sino también al ritmo al que crece nuestra ignorancia sobre la misma. Como mencionamos en la breve historia que abre el artículo, todas las pequeñas decisiones que uno toma pueden amplificarse y emborronar completamente nuestra capacidad de predicción.
El autobús al que nos subimos, o una comida en casa de nuestros padres, pueden tener consecuencias imprevisibles semanas después. Y esta epidemia de incertidumbre no depende únicamente de la calidad de los modelos matemáticos, sino que es intrínseca a la propia dinámica de propagación de la infección. Y no olvidemos que el escenario real es aún más desolador, puesto que contamos con unos datos incompletos, inconsistentes y, en muchas ocasiones, inaccesibles a científicos y ciudadanos
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Aprendiendo de los meteorólogos
El lector se preguntará qué podemos hacer ante este panorama tan desesperanzador. La solución podría venir de un asunto en el que nuestra incapacidad de mirar al futuro es conocida y aceptada: la predicción meteorológica.
Al igual que en la dinámica de la pandemia, pequeñas alteraciones de las condiciones meteorológicas (quizá el aleteo de una mariposa) podrían desencadenar un huracán al otro lado del planeta. Hace un siglo, la predicción meteorológica no era mucho mejor que la que proporcionaba la experiencia individual: en invierno hace frío y en verano calor. Con el tiempo, se ha alcanzado un gran nivel de sofisticación, puesto que se han atacado las tres fuentes principales de incertidumbre en la predicción meteorológica.
La primera de ellas es la calidad de los datos. A diario, se recogen millones de lecturas de temperatura, humedad, precipitaciones o velocidad del viento. Existen institutos especializados en todos los países que integran estos datos y proporcionan información actualizada cada hora. En el caso del coronavirus, apenas sabemos los casos positivos por PCR o test de anticuerpos y los datos de hospitalizados y fallecidos. Comparemos estas 4 o 5 fuentes de datos con las decenas de sondas meteorológicas distribuidas en una sola localidad.
En segundo lugar, los modelos del clima han mejorado y son capaces de describir su dinámica con exquisito nivel de detalle. Las interacciones en la atmósfera y con la tierra y el mar a nivel local se describen mediante ecuaciones muy detalladas. Eso ha sido posible gracias al aumento de la capacidad de computación de los ordenadores. Antiguamente no se podían resolver ecuaciones de tal sofisticación a tiempo para hacer una predicción, y había que usar versiones muy simplificadas (y claro, mucho menos precisas).
El tercer problema es inevitable y no se puede hacer nada al respecto: el caos. Las ecuaciones del clima son caóticas. Eso significa que el más mínimo error que haya en una medición se va a ir amplificando con el tiempo y producirá unos resultados divergentes que, finalmente, nada tendrán que ver con la situación real.
¿Cómo se ha «solventado» este problema? De dos formas: una, aceptando que hay una «ventana de predicción» fiable más allá de la cual ya no podemos «ver». Por eso las predicciones del tiempo nunca exceden de una semana, y lo que pase de tres días tiene una fiabilidad muy relativa. Además, las predicciones se van corrigiendo sobre la marcha.
La segunda «innovación» ha consistido en incorporar la predicción probabilística. Puesto que la predicción exacta es imposible, ¿por qué no cambiarla por un rango de situaciones con distintas probabilidades? Por eso ahora en las noticias del tiempo no se afirma que mañana vaya a llover, sino que la probabilidad de lluvia para mañana es del 90%, por ejemplo. Lo que significa es que, en promedio, una de cada 10 veces que haya una predicción así fallará.
En el caso de la pandemia de coronavirus, debemos asumir los desafíos que no podemos cambiar (el crecimiento exponencial de nuestra incapacidad para predecir) y trabajar hacia un sistema de recogida de datos eficaz (¡y transparente!) y una aproximación probabilística a la predicción.
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Pero por ahora, con los datos y modelos con que contamos, no podemos hacerlo mejor que el bueno de Mariano Medina.
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Saúl Ares es miembro de la Federación Castellano-Manchega de Piragüismo.
Fuente: The Conversation (Creative Commons)
Author: Susanna Manrubia, Investigadora en Sistemas Evolutivos, Centro Nacional de Biotecnología (CNB – CSIC)