La prensa diaria presta atención en estos días a cuáles serían los efectos de este tiempo de confinamiento sobre el rendimiento de los alumnos, incluso se ha especulado sobre sus consecuencias en el largo plazo. Pero merece la pena reflexionar sobre los cambios que, en la era del coronavirus, deberá experimentar la educación como institución si desea contribuir a una adaptación exitosa de la economía y de la sociedad a las exigencias del nuevo contexto que comienza a atisbarse.
Algunos expertos han pronosticado que, junto con una profunda y en ciertos países duradera crisis económica, los efectos más claros de la pandemia serán un cuestionamiento del orden demoliberal y el ocaso de la globalización. Conviene recordar que la globalización reposa sobre una red de interrelaciones e interdependencias entre actores remotos en cuyo seno se propagan información, conocimientos e influencias.
El elemento diferenciador de la moderna globalización, lo que la ha asociado con una auténtica “mutación de civilización”, ha sido su acoplamiento con la revolución digital en una suerte de bucle causal, o de refuerzo recíproco, que genera procesos no lineales y acelera el tiempo histórico.
Esa naturaleza profunda del fenómeno le hace bastante resistente a sus amenazas. El desarrollo científico-tecnológico, debido a los mecanismos que le son propios, es un proceso hacia adelante que marca un sentido definido de la flecha del tiempo, y preservará esa realidad globalizada y digital, adaptándose, si fuera preciso, a la reducción transitoria de la movilidad de las personas y de las mercancías.
Llegó el cambio pronosticado
Este pronóstico concierne a la educación. Las previsiones sobre un contexto regido por la volatilidad, la incertidumbre, la complejidad y la ambigüedad –rasgos que son, a la postre, un subproducto de la complejidad emanada del binomio causal globalización-revolución digital– ya estaban presentes en los posicionamientos internacionales sobre la educación para el siglo XXI. De hecho, la pandemia del coronavirus no es más que una de las manifestaciones de ese contexto altamente complejo.
Organismos multilaterales, gobiernos de los países más avanzados, fundaciones internacionales, organizaciones sin ánimo de lucro y compañías tecnológicas vienen advirtiendo, desde comienzos de este siglo, en lo esencial convergente, sobre cómo habría de enfocarse una educación capaz de preparar adecuadamente el futuro de los individuos, de la economía y de la sociedad.
Se busca un perfil humanista del estudiante
Una educación orientada hacia competencias, entendiendo por ellas los conocimientos, las habilidades, las actitudes y los valores. Una educación capaz de desarrollar en los estudiantes destrezas cognitivas de alto nivel mediante el logro de aprendizajes profundos. Una educación que atienda ese deseado perfil humanista y que haga de los sujetos en formación personas equilibradas, buenos ciudadanos y, a la vez, buenos empleados.
Una educación que, a lomos de las posibilidades integradas que ofrecen las tecnologías digitales, la inteligencia artificial y la experiencia disponible sobre la personalización de la enseñanza, sea capaz de hacer realidad ese sueño, hasta ahora incumplido, de lograr una formación de calidad para todos. Una educación, en fin, capaz de sumar inteligencias y de coordinar esfuerzos colaborativos procedentes de entornos diversos: de lo público y de lo privado, de las instituciones y de las empresas, de lo personal y de lo social.
Con el piloto automático
Durante este tiempo, España ha transitado por la historia reciente en materia educativa con el piloto automático, con luces cortas o incluso mirando hacia atrás; como si rellenar de normas el Boletín Oficial del Estado bastara, o como si gestionar la escolarización de niños y adolescentes fuera suficiente.
De buenas a primeras, nos encontramos con que el futuro ya está aquí. Ahora nos tocará gestionarlo, con retraso eso sí; en el mejor de los casos, a toda máquina. Y habrá que hacerlo en un contexto económico recesivo, en el cual se deberán recuperar esos valores, en ocasiones arrumbados, de la eficacia y la eficiencia para ponernos al día y para no comprometer más aún, desde ese flanco, el porvenir colectivo.
La era del coronavirus deja, pues, intactas las expectativas sociales y económicas sobre la educación y la formación como instrumentos sustantivos para preparar el futuro de los países desarrollados. Y, por la propia naturaleza de los procesos subyacentes, tampoco altera la pertinencia de los enfoques que desde comienzos de siglo se han venido afirmando. Es a nosotros a quienes nos corresponde elevar la mirada y ponernos, cuanto antes, a la tarea.
Francisco López Rupérez recibe fondos de la UCJC y es miembro de la misma.
Fuente: The Conversation (Creative Commons)
Author: Francisco López Rupérez, Director de la Cátedra de Políticas Educativas, Universidad Camilo José Cela