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Sobre el exilio, desde el exilio

Una ha pasado los últimos años sabiendo que esto podía pasar, viendo como amigos, conocidas y primos se iban, recibiendo mails contando que las condiciones fuera no son necesariamente mejores, temiendo pasar el próximo cumpleaños en una ciudad lejos de la familia y los amigos.

Una escucha, a la vez, cómo cargos públicos que ya formaban parte de la élite económica antes de serlo, narran las bondades de exiliarse, de buscarse la vida fuera, como si en vez de un paso en el mayor de los casos obligado y colectivo fuera una decisión individual. Una sabe que quien da lecciones sobre el tema de esa forma despreocupada nunca ha tenido que preocuparse por cómo hacer para pagar la matrícula de la universidad, nunca ha cobrado por horas, nunca ha tenido miedo de que caiga un ERE en alguien de la familia, nunca ha temido no poder independizarse jamás. Y sin embargo, son esas personas, absolutas desconocedoras de cómo vive cotidianamente la mayor parte del país, las que deciden las políticas que obligan a una generación entera a plantearse la disyuntiva entre aceptar la precariedad como forma de vida – institucionalizada y generalizada en veinte años de erosión de los derechos laborales y sociales- o saltar al vacío y probar una suerte nunca asegurada.

Una se va enterando de que el mito sobre el exilio de oro que nos han contado se corresponde muy poco con la realidad. Que la precariedad de la que huimos existe también fuera de nuestras fronteras, que los “milagros económicos” de algunos países del continente se fundan, entre otras cosas, en millones de contratos a tiempo parcial sin cobertura, salarios de miseria e incertidumbre permanente.

Una sabe que hacer la maleta con prisas para trabajar como mano de obra no cualificada y barata no es lo que nadie ha soñado nunca. Que no se ha pasado una años estudiando mucho para después no poder ser útil porque el modelo productivo se basa en la burbuja inmobiliaria y la especulación. Que los que antes trabajaban en la construcción también se van si pueden al exilio –porque el “arréglatelas como puedas” es para todos los de abajo, y sólo se libran unos pocos- y que tampoco han soñado nunca con ser mozos en un almacén en medio de la nada en un país desconocido.

Una mira alrededor y va comprobando que eso que le habían contado toda la vida –que los contratos en prácticas, la imposibilidad de ejercer tus derechos o los sueldos de 300 euros eran un tránsito temporal- es, básicamente, una gran mentira. Que la crisis y la precariedad se alargan sine die y pueden convertirse en elementos definitorios de nuestras vidas. Que una puede hasta acostumbrarse y aceptarlo, porque ya no es la excepción sino la regla, porque lo excepcional es conocer a alguien que tenga un trabajo relacionado con sus estudios y con unas condiciones dignas. Haz la prueba: ¿a cuántas personas conoces en esa situación?

Una tiene miedo de que el exilio tampoco sea temporal. O de que haya que cambiar de destino, también sin elegirlo la próxima vez. Porque nada parece indicar que los que gobiernan, cómplices de los poderosos, tengan intención de contener la sangría de paro, precariedad y exilio; entre otras cosas, porque el miedo a qué va a suceder al día siguiente es una poderosa herramienta para contener la protesta y la organización.

Una, en el exilio, tiene cada vez más claro que nadie debe acostumbrarse al miedo: al exilio obligado, a la precariedad, a la incertidumbre. Que sin derechos y sin dignidad el futuro es tan triste como estar fuera de casa cuando lo que quieres es, únicamente, estar en tu casa.