A mí nunca me han gustado los juegos de cartas. Ninguno de ellos. Nunca he sido aficionado porque nunca he jugado bien. Fíjate si hay juegos o maneras de jugar. Les hay más cortos, más largos. Les hay muy sencillos, en los que solamente tienes que poner las cartas una detrás de otra. Les hay muy complicados, en los que tienes que tener en cuenta las cartas que han salido, las cartas que tiene el otro, las cartas que pueden salir, los turnos.Y luego están los juegos en pareja, en los que no solamente tienes que jugar con tus cartas sino con las del otro.
Pongamos un ejemplo, el chinchón. Jugando al chinchón siempre me ocurre lo mismo. Espero y espero a la misma carta. Digo, esta vez sí, esta carta va a ser la mía. Voy a hacer menos diez y, por una vez, voy a ganar la partida. Pero nunca llega la carta que espero. Sé que en el chinchón siempre conviene quedarte con cartas muy bajas para, en el caso de que otra persona cierre, no sumar muchos puntos. Pero yo hago lo contrario. Y sé que no es buena estrategia. Sé que no es la carta que debería esperar. Pasan por mis manos
treses y cuatros, con los que podría cerrar la mano. Pero yo espero encandilado una sota o un rey, pensando que no hace falta estrategia, que no debo tener en cuenta las cartas de los otros, las cartas que los otros ponen en la mesa. Sin aceptar que hay pocas sotas o reyes para tantos jugadores.
Y luego está el mus. Jugar al mus requiere concentración. Requiere unos reflejos muy rápidos. Requiere saber apostar. Requiere la intuición suficiente para enfrentarte o no. Para envidar hasta el peligroso punto en que lo puedes ganar todo o lo puedes perder todo. Llega un momento de la partida en el que miras a quien te ha acompañado todo el rato y con el que has compartido la maravillosa experiencia de comunicarte mediante silencios, y adviertes en sus ojos la mirada desesperada de quien ve venir la derrota. Y, entonces, lanzas un órdago. Un órdago que parece el último suspiro de la desesperación por algo que siempre ha estado ahí, que has visto llegar y no has podido frenar: la frustración de ser el perdedor.
Si hay algo que hago especialmente mal en los juegos de cartas son las señas. Esas señas que recorren la mesa, que van de persona en persona y que hacen lo intangible evidente. Esas son las señas que yo nunca capto. Si lo imaginas, si intentas pensar y congelar un momento de la última partida que jugaste a las cartas, verás que existe una tensión que revuelve el estómago y que hace que no puedas parar de jugar. Una tensión inexplicable, que está ahí, tengas las cartas que tengas. Aunque juegues con un caballo. Seguramente sea esto lo que hace disfrutar a los aficionados a las cartas. Me gusta hasta a mí, y eso que no soy aficionado.
En fin, con todo, siguen sin gustarme los juegos de cartas. Seguramente, como ya he dicho, tenga que ver con mi especial torpeza en los mismos. A mí siempre me han parecido mejores otro tipo de juegos, en los que la reflexión y los propios conocimientos eran más importantes. Mezclar el azar con la victoria no me parece la mejor manera de disfrutar. Aunque eso es lo esencial para ganar. Encontrar los momentos, estar predispuesto a aprovechar el azar, a tirar los dados de tal manera que salga la carta que a ti te conviene. A saber jugar con las señas incomprensibles pero totalmente desveladoras. A no importarte la jugada que llevas entre las manos, porque lo que tú buscas no está en tus cartas. Ni siquiera en las del compañero. Lo que tú buscas está en ese silencio mágico envuelto en humo que hace que nuestros estómagos siempre estén revueltos.
Jose
¿Quién es Sombras en la Ciudad?
Se cruzan las vidas de dos jóvenes burgaleses. Comparten libros, conversaciones, comidas, manifestaciones, noches inabarcables, ciudades, música,… Uno es más culto que el otro, uno es más crítico que el otro, uno es más inteligente que el otro y uno abre un post y el otro le contesta. Descubre quién es quién en esta pareja de impostores porque ni ellos mismos saben quienes son…síguelos en su blog Sombras en la Ciudad