Perdí mi virginidad con esa chica de vestido azul, muy punk, tatuada, con piercing hasta en la lengua. Tenía 16 años y era el último de mi grupo de amigos que no había cogido todavía. Juan se había tirado incluso a la mamá de Pedro. Y éste, después, nos regaló a todos una muñeca inflable para compartir.
Pero yo no quería pasar por eso. Tan sintético, tan carente de emociones. Nunca les dije nada, pero cuando era mi turno me llevaba a la muñeca a la habitación mientras que ellos tomaban y fumaban churros en la sala. Y entonces emitía sonidos guturales y gemidos. Imitaba lo que les había escuchado a ellos. Sin embargo, era una farsa. Nunca toqué aquella muñeca con cara estática que me daba asco. Conocí a Sandra en la biblioteca. Era descarada. Poco dulce para lo que estaba acostumbrado. Deslicé un papel entre sus libros. “A las 7 pm en el Café Flor, Mateo”. Así, de huevos.
Llegó a las 8. Traía ese vestido azul que no tardé nada en quitarle. Tenía 18 años y había tenido ya dos novios y varias experiencias sexuales. Estaba dispuesta a enseñármelo todo en la cama. Y así fue. Fuimos a su casa en la Narvarte. Compartía depa con otras tres chicas. Lo hizo todo. Y yo respondí bien. Tuve una erección sostenida a pesar de los nervios de principiante. Supe que tenía que besarla de la cabeza a los pies, por delante y por detrás. En escorzo, en vertical y en horizontal. Hicimos varias figuras geométricas y ella tuvo tres orgasmos. Yo dos. En mis sueños aún la recuerdo. Se llamaba Sandra. Yo era virgen, ella no.