Mateo no siente envidia de Tomás. Siente amor por Nadia. Él quiere explorar el cuerpo de Nadia. Y su alma. Lo quiere hacer todo con Nadia, con nadie más. Se lo va a decir la próxima vez que la vea. No le asusta que lo rechace porque intuye que ella siente lo mismo. Se lo va a murmurar cuando estén juntos en el depa. Le va a decir: quiero descubrir tus puntos g, quiero explayarte el corazón, que lata tan intensamente que temas que se te vaya a salir por la boca. Esa boca cuya lengua voy a enlazar para intercambiar fluidos como estrellas. Sin cesar. Quiero que se te enchine la piel cada vez que recorra con mis manos tu espalda y continúe escribiendo tu tatuaje hasta crear un poema corporal. Porque amo tu cuerpo de gacela, Nadia. Tu piel, tu color, tu aroma. Tus ojos de gata. Amo tu voz cuando explicas que los del servicio de atención al cliente de Aeroméxico son unos pendejos, qué lentitud, qué desesperación, qué burocracia. Y también amo cuando cuentas cómo tu abuela te enseñó a cocinar. Adoro verte sentada en la sala, absorta en tus pensamientos. Porque te miro todo el tiempo, Nadia. Te observo, te entiendo, te escruto y te ausculto, como si fuera tu doctor. Sé perfectamente lo que quieres. A quien quieres. Deseo ayudarte a atarte el brassier, y a quitártelo. Y que no lo lleves puesto, para intuir tus pezones erectos cuando me aproxime a ti. Facilitarme el camino hacia tu vientre, pasando por tu ombligo para llegar, con mi mano, al origen del mundo. El origen del mundo no está en el Museo del Louvre de París, Nadia. Es inicio, el principio de los tiempos, está en tu sexo. Y ahí quiero llegar. A nado si hace falta. Y perderme junto a ti hasta que tiembles de placer.
No siento envidia de Tomás, que se acuesta contigo todas las noches. En mis sueños siempre eres tú, Nadia. Siempre. Nadie más, Nadia.