Estamos sufriendo la primera pandemia global de la historia. Ha irrumpido en nuestras vidas como un huracán inesperado e irresistible. Se inició en la ciudad china de Wuhan a finales de 2019 y en tres meses se ha extendido por todo el mundo.
Todos los grandes poderes políticos y económicos están desconcertados y han tenido que improvisar apresuradamente respuestas extremas, contradictorias e inciertas. Lo mismo les ha ocurrido a las escuelas, empresas, hospitales, municipios y familias. Y a cada uno de nosotros, que hemos debido interrumpir nuestra rutina y recluirnos en casa.
Vivimos bajo un acontecimiento que nos sobrepasa por la potencia, amplitud y complejidad de sus múltiples consecuencias: sanitarias, políticas, económicas, sociales y culturales.
Si no queremos sucumbir a él como víctimas pasivas, solitarias e indefensas, no sólo hemos de adoptar medidas urgentes y coordinadas en todas las escalas sociales: familiares, vecinales, autonómicas, estatales y mundiales. También hemos de pensar juntos sobre la pandemia para tratar de comprenderla, para domesticarla de algún modo, para reconstruir y habitar entre todos un nuevo mundo común. Esta es la exigencia última a la que hemos de responder como seres humanos y como criaturas terrestres.
Negacionismo
Ante todo, tenemos que evitar dos formas de negacionismo que han circulado por las redes sociales.
La primera consiste en negar el origen natural del virus SARS-CoV-2, sea mediante la teoría conspirativa de que es un arma biológica creada por Estados Unidos en su lucha geopolítica con China, sea mediante la teoría paranoica de Giorgio Agamben según la cual la pandemia ha sido «inventada» por los gobiernos para imponer a sus poblaciones un «estado de excepción permanente».
La segunda consiste en considerar que el salto del coronavirus a la especie humana y su rápida difusión por todo el mundo es un mero accidente natural causado por tal o cual animal salvaje, negando así que responde a las muchas transformaciones sociales, tecnológicas y ecológicas provocadas por la «gran aceleración» del capitalismo global durante las siete últimas décadas.
Historia de la humanidad y de la tierra
Frente a estas dos formas contrapuestas de negacionismo, es preciso recordar que la historia humana es inseparable de la historia de la biosfera terrestre y no ha cesado de interactuar con ella, desde el uso del fuego hasta el cambio climático antropogénico.
La teoría Gaia de James Lovelock y Lynn Margulis, desarrollada por las ciencias del sistema Tierra, nos ha enseñado que la biosfera terrestre es un complejo sistema homeostático en el que se retroalimentan sin cesar la evolución de los seres vivos (virus, bacterias, hongos, plantas y animales) y los procesos geoquímicos que conectan la radiación solar, la atmósfera, los océanos y la corteza terrestre.
Por su parte, historiadores como Alfred Crosby, Jared Diamond, David Christian y Fred Spier nos han mostrado que no es posible comprender la historia humana sin inscribirla en la historia de la vida y de la Tierra.
El mito del progreso
La Europa moderna inventó la gran dicotomía cartesiana entre la res extensa y la res cogitans, el reino de la necesidad natural y el reino de la libertad humana. Y sobre esta dicotomía se construyó el mito del progreso, según el cual la humanidad iría dominando los procesos naturales y emancipándose cada vez más de ellos por medio de los saberes tecno-científicos y los poderes económico-políticos.
Esta es la religión tecnológica sobre la que se sustenta el delirio capitalista del crecimiento ilimitado. Como dice Bruno Latour, la respuesta de Gaia nos ha obligado a cuestionar ese delirio: la capacidad de «agencia» no es exclusiva de los seres humanos, sino que también la ejercen los seres vivos y los fenómenos naturales.
El cambio climático generado por los combustibles fósiles y las enfermedades infecciosas inducidas por la agroindustria nos revelan que la Tierra está reaccionando contra nuestras pretensiones de expoliarla y contaminarla ilimitadamente, más aún, que esas reacciones pueden poner en riesgo nuestra propia supervivencia.
Como han demostrado Robert G. Wallace, Rodrick Wallace y otros expertos en enfermedades infecciosas, el desarrollo incontrolado de la industria agropecuaria ha provocado la deforestación masiva y la expansión de los monocultivos, reduciendo así la biodiversidad de los ecosistemas y su papel de freno en la propagación de virus patógenos. Esto es lo que explica la creciente proliferación de procesos zoonóticos y enfermedades víricas muy agresivas, como en el caso del COVID-19. Si no detenemos el expolio de la biosfera, es muy probable que suframos nuevas pandemias globales.
Ya en septiembre de 2019, un grupo de expertos de la OMS y del Banco Mundial entregó a la ONU un informe en el que se pronosticaba una probable emergencia sanitaria global por un nuevo tipo de gripe masiva, que podría causar la muerte de entre 50 y 80 millones de personas y destruir el 5% de la economía mundial. En este informe se constataba la falta de estructuras adecuadas para hacer frente a una pandemia global y se proponía una serie de medidas que los gobiernos y los organismos internacionales ignoraron.
Otro mundo (sostenible) es posible
La expansión incontrolada del capitalismo neoliberal no sólo ha degradado una gran parte de los ecosistemas terrestres, sino que también ha incrementado brutalmente las desigualdades sociales y territoriales, ha precarizado las condiciones de vida de millones de seres humanos, ha privatizado y deteriorado los servicios públicos de los Estados y ha primado la competencia por encima de la colaboración, en una palabra, ha subordinado la vida de las personas y de la biosfera al beneficio especulativo de una minoría rentista.
Tal vez esta primera pandemia global nos obligue a cambiar de rumbo y a escuchar, por fin, lo que vienen diciendo desde hace décadas los ecologistas, las feministas, las organizaciones humanitarias sin fronteras, las comunidades indígenas y un sector cada vez más importante de la comunidad científica.
Necesitamos construir entre todos un nuevo mundo cosmopolita y sostenible, basado en un doble imperativo moral: el de cuidarnos unos a otros y el de cuidar entre todos nuestra común morada terrestre.
A mi nieto Jaime, nacido como un milagro en medio de la pandemia.
Antonio Campillo Meseguer recibe fondos de la Agencia Estatal de Investigación como miembro de dos proyectos de investigación: “Filosofía política de la ciudad. Ideas, formas y espacios de lo urbano (CIVITAS)” y “Fronteras, democracia y justicia global. Argumentos filosóficos en torno a la emergencia de un espacio cosmopolita (IUSFRONT). Es miembro de varias ONGs humanitarias y ecologistas sin ánimo de lucro.
Fuente: The Conversation (Creative Commons)
Author: Antonio Campillo Meseguer, Catedrático de Filosofía, Universidad de Murcia