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¿A quién arrastraría Trump a la tumba en su muerte política?

 

El pasado 6 de enero asistimos estupefactos a un “espectáculo” televisivo propio de una película de acción o de una república exsoviética; pero sucedía en la nación más poderosa del mundo. Se trataba de la toma del Congreso, el sacrosanto lugar de la democracia más antigua y consolidada del mundo. El “Asalto al Capitolio”, como pasará a la historia, fue propiciado por la arenga del propio presidente norteamericano durante su mitin ante miles de fanáticos seguidores, frente a la Casa Blanca, mientras los congresistas debatían la validez de los votos electorales remitidos por cada estado.

La reacción de los medios de comunicación fue inmediata y cabeceras de prestigio como el Boston Globe no dudaron en calificar la irresponsable acción auspiciada por Trump como “criminal”. Es muy probable que tal acusación sea finalmente dirimida en los tribunales, pero más allá de las consecuencias penales por incitar a los manifestantes a “caminar hasta el congreso” pidiéndoles que fueran “fuertes y valerosos”, el asunto interesa de pleno al ámbito político.

Segundo proceso de impeachment

Nancy Pelosi, la demócrata presidenta de la Cámara de Representantes, ha anunciado que iniciará de forma inmediata el segundo proceso de impeachment contra el todavía presidente.

Indudablemente, lo ocurrido en las dependencias legislativas es de una gravedad constatablemente superior a los escarceos amorosos que el presidente Bill Clinton mantuvo con la becaria Monica Lewinsky a finales del siglo pasado, y que le condujo a tan vergonzante procedimiento.

Durante sus cuatro años de mandato, o, mejor dicho, desde que el magnate Donald Trump anunciara su concurrencia a las primarias republicanas en 2015, el escándalo ha sido su inseparable compañero de viaje. Acusaciones de índole sexual, de complicidad con los servicios secretos rusos, de turbios manejos económicos en el seno familiar… que hubieran supuesto la defenestración de cualquier otro político, han pasado a ser irrelevantes anécdotas en su biografía política.

La presidenta de la Cámara de Representantes de EE.UU., Nancy Pelosi, en una comparecencia al día siguiente de que los partidarios del presidente de EE.UU. Donald Trump ocuparan el Capitolio.
Shutterstock / Alex Gakos

Punto de inflexión

Sin embargo lo acontecido hace apenas una semana supone un punto de inflexión, un antes y un después en su controvertida, por errática, carrera política. Para muchos, incluso antes de estos lamentables incidentes, Trump era considerado el peor presidente en la historia de la democracia americana.

Un proceso de destitución, ya sea por vía constitucional en aplicación de la Enmienda 25, o mediante el referido impeachment, supondría revalidar los principios democráticos que han regido el país durante dos siglos y medio, y confirmaría la máxima revolucionaria establecida en la Declaración de Independencia referente a la “igualdad de todos los hombres”, ratificada por “Nosotros el pueblo”, arranque del texto constitucional.

Significaría el merecido colofón a cuatro años de prepotencia política, bravuconería mediática, desprecio de sus adversarios, humillaciones a íntimos colaboradores caprichosamente destituidos vía whatsapp, menosprecio a sus aliados tradicionales… por citar tan solo unos pocos motivos de su infausta presidencia. Sin embargo, las repercusiones de un impeachment superan el ámbito de lo personal e interesan tanto al partido demócrata como al republicano.

Peligros para los demócratas

Los demócratas corren el peligro de dejarse arrastrar por su tendencia socialdemócrata, con Bernie Sanders a la cabeza, y caer en dislates similares a los que han caracterizado la presidencia de Trump, únicamente preocupado en gobernar para los republicanos más radicales y no para el conjunto de la nación.

Los postulados y principios de la socialdemocracia, de arraigo en Europa, resultan tan familiares para la sociedad estadounidense como la “Teoría de cuerdas” para un titiritero. Más allá de ensombrecer la toma de posesión de su presidente electo, torpedearían el programa político de Joe Biden, cuya más urgente y perentoria misión será cicatrizar la profunda herida que segmenta a la sociedad norteamericana como nunca antes desde la Guerra de Secesión.




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En una disyuntiva más compleja se encuentran los republicanos, pues recuperar la Casa Blanca para uno de los suyos, e incluso el futuro del propio partido, dependerá en buena medida de cómo solventen una situación tan enrevesada.

La aceptación de Trump por parte de los votantes republicanos está fuera de duda. Durante los momentos de menor índice de popularidad general, inferiores al 40%, alcanzaba el 90% de aceptación entre sus votantes.

Fractura de los republicanos

Para los republicanos, cuyo apoyo es imprescindible para sacar adelante la moción, lo que Pelosi les ofrece es un caramelo envenenado. En caso de aceptarlo el partido se fraccionaría, no tengo la menor duda: ya fuera por la desafección de sus votantes que apoyan la toma del Congreso en un 45%, o porque su todavía presidente creara un nuevo partido. Hipótesis, esta última, que bien pudiera ocurrir en cualquiera de los casos.

No olvidemos que el Partido Republicano surgió de las cenizas del antiguo Partido Whig, que llegó a tener cuatro presidentes, nacido a su vez de una escisión del Partido Demócrata, liderado en aquellos momentos por Andrew Jackson. En estos momentos caóticos, resulta impredecible aventurar a quién puede arrastrar Trump a la tumba que cavó alentando a las turbas para tomar el Congreso.

The Conversation

José Antonio Gurpegui does not work for, consult, own shares in or receive funding from any company or organization that would benefit from this article, and has disclosed no relevant affiliations beyond their academic appointment.

Fuente: The Conversation (Creative Commons)
Author: José Antonio Gurpegui, Catedrático de Estudios Norteamericanos, Universidad de Alcalá