El avión espía, como el U-2, se puede enviar a cualquier punto del planeta. Además, va cuando se requiere, sin avisar y es muy difícil poder prevenir su paso, por lo que casi no hay donde esconderse. Por último, hay otra ventaja obvia del avión sobre el satélite: su proximidad al terreno, lo que le permite un idóneo estudio del espacio radioeléctrico y de las comunicaciones del enemigo. Por eso siguen existiendo aviones como este.
Fue la Guerra Fría la que impulsó a los norteamericanos a desarrollar un avión de las características del U-2. En aquella época (años 50) no había satélites, pero sí una imperiosa necesidad de saber todo lo que ocurría ‘al otro lado’ del Telón de Acero.
En 1953 la USAF pidió propuestas a varios fabricantes, pero fue Lockheed quien acertó con un diseño del ingeniero Clarence Jhonson. El resultado se podría decir que era un fuselaje de F-104 Starfighter con las alas de un planeador. Así nació el U-2, que realizaba su primer vuelo en agosto de 1955.
El prototipo (diseño CL-282) estaba propulsado por un reactor GE J-73, carecía de tren de aterrizaje y tan solo contaba con 2.600 km de radio de acción, pero alcanzó una altitud de 73.000 pies, casi 23.500 m. Sin embargo, no gustó al principio y fue rechazado, hasta que se comprobó que no había alternativas. Menos de un año después entraba en servicio con la USAF.
El avión se ha ido modernizando a lo largo de estos años y se han desarrollado bastantes versiones, más grandes que el original y con contenedores en las alas a partir del U-2R. Se añadieron capacidades, como el reabastecimiento en vuelo (U-2E) y, sobre todo, se incrementó su carga de sensores y cámaras. Sus características eran (y son) espectaculares. El más moderno es el U-2S, que tiene una envergadura de 31 metros y una longitud de 20. Su peso máximo al despegue es de 18.000 kg y puede llevar una carga (cámaras y sensores) de hasta 2.300 kg.
Fuente: El Confidencial